Se irguió otra cabeza: un macho joven. Dio un paso hacia Kineas y volvió la cabeza como si intentara ver algo en la otra orilla del río.
Kineas permaneció inmóvil.
La hembra bajó la cabeza y siguió bebiendo; luego el ciervo joven dio unos pasos e hizo lo mismo. Kineas avanzó poco a poco, casi pegado al suelo.
Una cabeza se irguió. Kineas no veía muy bien, pues al ponerse a cubierto había sacrificado su ángulo de visión. Se detuvo. Ahora los tenía a su alcance, pero estaba mal situado tras un montículo de hierba donde había caído un árbol, probablemente con la crecida del último deshielo, que al pudrirse en el limo formó una serrezuela en miniatura.
Encima de él, sobre el risco, apenas a un pletbron de distancia, Niceas se incorporó y se desperezó. Las cabezas se irguieron, atentas a ese nuevo movimiento. Al otro lado del río, el águila lanzó un estentóreo chillido de satisfacción tras el festín de salmón. Cuando las cabezas de la manada giraron a la vez, Kineas rodó por el suelo desde detrás de su montículo y se puso de pie. Presa del pánico ante su súbita aparición, el cervato chocó con una de las hembras y ambos tropezaron, perdiendo una zancada, y su jabalina voló, trazando un arco hacia los cielos antes de caer y clavarse entre los omóplatos del cervato. Dio un paso y cayó, despatarrado, ya muerto. La hembra lo lamió antes de huir.
Kineas abrió el ciervo en canal, dedicó a Artemisa una oración que había aprendido de niño y lo destripó en un árbol cercano. Dejó al ciervo colgado y se lavó en el río antes de trepar el risco con un par de chuletones envueltos en hojas de roble.
—Alguien se encuentra mejor —comentó Niceas. Estaba acurrucado con su manto y una copa de asta en la mano.
Kineas dejó los chuletones con su envoltura de hojas junto al fuego.
—Sí —dijo. Lucía una sonrisa que le partía el rostro como la corona de honor de un atleta.
Niceas se puso a cortar ramas verdes de un aliso.
—Si querías ir de caza, podrías habérmelo dicho —bromeó.
Kineas se encogió de hombros.
—No sabía qué quería —respondió.
—Bueno —dijo Niceas. Pinchó la carne de ciervo con cuidado, ensartando tres palos elásticos en cada chuletón para luego clavarlos en la tierra arrimados al fuego, cuyas brasas apiló junto a cada uno de los enramados que sostenían la carne. Los chuletones comenzaron a chisporrotear casi de inmediato y la barriga de Kineas hizo un ruido. Ambos se echaron a reír.
—Está caliente —advirtió Niceas. Había hervido agua en la perola de cobre y añadido unas hierbas que le habían enseñado a usar los sakje y un poco de miel. Sentaba bien tomar aquel brebaje por la mañana y, además, así se ahorraba vino.
Kineas tomó la copa que Niceas le alcanzaba y bebió. Sonrió.
—Terminaremos por convertirnos en sakje —dijo—. ¿Qué hierba es ésta?
—Los sakje la llaman «garella» —contestó Niceas—. Encontré una mata por aquí cuando acampamos.
—Es amarga —observó Kineas—. Suerte de la miel.
Niceas se encogió de hombros.
—Está caliente y quita la sed. A Srayanka, tu Medea, le gusta. Por eso aprendí a usarla.
Kineas asintió y bebió más. Le supo mejor. ¿O fue cosa de su imaginación?
—Podríamos regresar a Atenas —dijo Niceas.
Kineas se apartó del fuego como si se hubiese quemado.
—¿Qué? —exclamó.
—Que podríamos regresar a Atenas —repitió Niceas—. Te han levantado el exilio y te han devuelto las propiedades. ¿Cierto?
Kineas miró al otro hombre.
—¿A qué viene esto?
Niceas se encogió de hombros, arrancó los palitos del suelo y cogió un pedazo de carne. Olía deliciosamente y tenía muy poca grasa.
—Las llanuras no te sientan bien —respondió—. Todos esos sueños. Y la guerra. Ya hemos tenido bastante guerra, ¿no?
Kineas miró a su hipereta como si lo viera por primera vez.
—¿Ya has tenido bastante guerra?
—Con la primera vez tuve bastante —replicó Niceas—. Pero, como le pasa a Menón, es la única vida que he conocido. Estoy aguardando… aguardando a que te retires para poder retirarme también yo.
Kineas observaba el rostro de su amigo.
—Yo no regresaré a Atenas, viejo amigo.
Niceas meneó la cabeza.
—Claro que no. Ha sido una estupidez mencionarlo, sólo que… sólo que no veo un final. Cabalgamos hacia el este. ¿Y luego qué? Encuentras a tu Medea y sois felices por siempre jamás. ¿Qué pasa con los demás muchachos? ¿Tomamos una esposa sakje y nos afincamos o qué? ¿Luchamos contra Alejandro? ¿No haremos más que seguir luchando contra Alejandro? ¿Quizá seguiremos avanzando hacia el este? ¿Volveremos aquí y le declararemos la guerra a Marthax? —Niceas se iba enojando a medida que hablaba—. Es el cuento de nunca acabar, Kineas. A este paso, te convertirás en un jodido Alejandro. ¿Y para qué?
Kineas se rascó la barba, herido en lo más hondo.
—Se lo prometí a Srayanka.
Niceas asintió.
—Se lo prometiste. ¿También le prometiste a Eumenes? ¿Diodoro? ¿Antígono? ¿Coeno? ¿A mí? —A cada nombre, levantaba la voz—. Dejaremos nuestros putos cráneos perdidos en un páramo tártaro más allá del fin del mundo, ¿no?
Kineas apuró la garella y se sentó. Dobló las piernas y las rodeó con los brazos.
—¿Por qué no dijiste todo esto en Olbia? —preguntó.
Niceas se encogió de hombros.
—En realidad, no se me ocurrió hasta que vi lo que esta campaña te estaba haciendo. Y hasta que vi zarpar los barcos. Eso me dolió.
Kineas miró hacia otro lado.
—Yo tengo que hacer esto. Vosotros no. Ya os lo dije en Olbia.
La voz de Niceas fue amable, en lugar de enojada.
—Eso son paparruchas, hiparco. Todos te seguiremos adondequiera que decidas ir. Nos has entrenado para que seamos así y así es como somos. Diodoro no te abandonará, yo no te abandonaré. Ahora Eumenes tampoco te abandonará. Casi resulta divertido, porque cada uno de nosotros tiene su pequeño séquito; los condenados que siguen a los condenados que siguen a Kineas.
Kineas pensó en los muchachos que abucheaban al filósofo que se daba a la fuga. En lugar de darle una réplica enojada, asintió.
—¿Serviría de algo si prometiera que ésta será la última vez? —preguntó.
Niceas negó con la cabeza.
—No. Porque siendo quien eres, no será la última vez. Pero ayudaría a quienes te seguimos que planificaras un poco el viaje de vuelta a casa, no sólo el viaje de ida.
Kineas miró a su amigo a los ojos.
—Yo no volveré a casa —dijo.
Niceas le sostuvo la mirada.
—Lo que tú digas. Sin embargo, puede que los demás lo hagamos.
Kineas asintió.
—Lo entiendo.
—¡Bien! —exclamó Niceas—, porque la carne está hecha.
Una hora después, cabalgaban por las llanuras, entre los bosques de robles y el río. Vieron granjas y labriegos meotes, más pálidos que los sindones pero con atuendos del mismo colorido. Eran prósperos, y las mujeres lucían alhajas de oro, incluso cuando trabajaban con la azada en sus huertas o recolectaban la cosecha. La pareja que iba a caballo pasó en dos ocasiones ante grupos de cientos de meotes que segaban trigales. Había grano en todos los canastos, y más en los delantales. Los graneros de piedra y de adobe punteaban el paisaje a lo largo del río, cada uno con su pequeño atracadero y lleno de grano a rebosar.
Kineas meneó la cabeza.
—El vellocino de oro —dijo.
Niceas asintió.
—Alejandro pierde el tiempo en Persia —repuso—. Éstas son las granjas más ricas que he visto jamás.
Cuando el sol llegó a lo más alto del cielo, Kineas se detuvo junto a un grupo de meotes sentados a la sombra de un gran roble, comiendo pan y queso. Desmontó. Los hombres lo miraban con recelo.
—¿Alguno de vosotros habla griego? —preguntó.
El campesino de más edad se levantó y se aproximó, pero negó con la cabeza.
—¿Sakje? —aventuró Kineas.
El campesino sonrió, mostrando más dientes que huecos. Eran un pueblo bien parecido, con el pelo tan rubio como sus cosechas en otoño y la estatura de quienes comían bien a lo largo de todo el año.
—Un poco —contestó el campesino.
—¿Conoces Olbia? —preguntó Kineas.
El labriego asintió.
—Somos de Olbia. Un ejército viene hacia aquí, siguiendo el Tanais. Mi ejército. Pagaremos por grano. —Kineas se encontró con que el sakje lo obligaba a ser sucinto.
El labriego asintió.
—Soldados vienen. Jinetes vienen —dijo—. Dicen lo mismo. Pagan oro por grano —añadió aprobando.
Kineas le mostró una lechuza de plata.
—Compraría pan y queso, si pudiera —dijo.
El campesino se encogió de hombros. Se dirigió adonde estaba su esposa y regresó con un cesto lleno de pan y queso.
—Por nada —dijo con evidente orgullo—. Por amigo.
Niceas asintió.
—Cualquier campesino haría lo mismo. Son buena gente. —Fue hasta su caballo, cortó un pedazo de venado y se lo llevó al campesino—. Por nada —dijo en sakje, y el campesino le sonrió.
Siguieron cabalgando, comiendo sobre la marcha.
—La disciplina de la columna debe ser buena —comentó Niceas—, de lo contrario esa gente se largaría en cuanto viera soldados.
—Estamos en tierras de los Gatos Esteparios —dijo Kineas.
—Dudo que esos meotes estuvieran de acuerdo —replicó Niceas—. Esto es tierra de nadie. —Miró a Kineas desde sus pobladas cejas—: Podrías construir algo aquí —añadió.
Kineas lo miró.
—¿Construir algo? —preguntó.
Niceas gruñó y siguieron cabalgando.
Pasaron la noche en una sólida casa de piedra. Kineas se acostó junto al fuego, el frío arreciaba por la noche, y cayó dormido en cuanto apoyó la cabeza en las pieles.
Los dos aguiluchos volvían a estar encima de él y armaban alboroto. Les sonrió y ellos lo contemplaron con curiosidad, y entonces comenzó a trepar hacia ellos. Apoyó una pierna en una rama alta del gran árbol, se arrimó para no perder el equilibrio y abrazó el tronco…
Abrazó su cintura, y ella hizo ademán de apartarlo, sólo con la palma de la mano y sin empujar mucho. Le levantó la túnica con la mano libre hasta que tocó la cálida vitela de su cadera con los dedos, y su erección cobró vida propia.
—No, mi señor —dijo ella, sin demasiada convicción. En realidad, más por cansancio que por rechazo. Era bonita, senos turgentes y cintura de avispa, y todos los hombres jóvenes la deseaban. Le había sonreído varias veces, y ese día, cuando vino al establo con dos cubos de agua, él la había besado, y ahora la tenía debajo en un lecho de paja.
Paseó la mano por debajo de la fina lana, por el montículo de su vientre y por sus senos. La prenda se amontonó en torno a sus caderas, y las movió porque estaba incómoda.
—¡Basta! —exclamó, con un poco más de énfasis—. Por favor —suplicó.
Le acarició el pezón, y éste cobró vida bajo su mano y la hizo gemir.
—No, amo. Señor. No —dijo. La besó y ella respondió, despacio al principio y luego con más ganas, hasta que se puso a tirar de él y él la penetró, derramándose tan aprisa como había entrado. Entonces ella se levantó, se sacudió la paja, se arregló la túnica y se limpió los muslos, y luego se fue a abrevar a los caballos.
«Nunca volvió a sonreírme —pensó Kineas—. La violé. Era una esclava y rechazarme hubiese sido como negarse a comer. Pero llamemos a las cosas por su nombre: fue violación.»
—Sí —dijo Kam Baqca. Iba montada en su gran caballo de batalla, y se alzaba majestuosa ante él—. Aunque no fue hecho con ira, estuvo mal. Cuando un amo fuerza a un esclavo, ¿cuál es el crimen?
Kineas pensó que aquélla era una pregunta retórica, pero el sueño se demoró, igual que la pregunta, y…
Se despertó con aquella pregunta en mente, sabiendo a ciencia cierta que su cuerpo pensaba que Srayanka estaba demasiado lejos.
Se levantó y tomó un brebaje con miel que fue de su agrado y comió pan. El campesino le habló largo rato, disertando sobre la cosecha, al parecer, y esperando que la sequía se prolongara. Kineas entendía una de cada cinco palabras, sin embargo sabía que el hombre tenía buena intención.
Reanudaron la marcha de buena mañana, una lechuza de plata más pobres y con los caballos cargados de comida. Las vigas de la casa estaban llenas de víveres, hierbas, queso, carne seca, y la familia poseía cuatro copas de oro.
—¡Esta gente es rica! —exclamó Niceas—. ¡Pero no tienen esclavos!
Kineas se rascó la barba y siguió cabalgando.
—Una forma de riqueza en sí misma —señaló, pensando en sus sueños.
Niceas asintió pensativamente.
—¿Qué te ha estado contando esta mañana?
Kineas volvió a rascarse la barba.
—Me hablaba de la cosecha y del tiempo. Y de algo más. Creo que me prevenía contra los bandidos, aunque puede que tan sólo reprobara el hecho de serlo.
Niceas gruñó.
—¿Has visto las marcas de fuego en la piedra? —preguntó.
Kineas se había fijado en ellas.
—Eran recientes —observó, y Niceas asintió.
Aquella tarde alcanzaron la retaguardia de Diodoro. Coeno se sorprendió al ver a Kineas, pero sus hombres montaban guardia con eficacia y fue recibido, saludado y vitoreado mientras él y Niceas cabalgaban a lo largo de la columna. Se detuvieron para pasar la noche con la caballería y compartieron un venado que Coeno había matado, con la intención de reanudar la marcha por la mañana pese a las protestas de Diodoro.
Aquella noche Kineas tuvo otro sueño de juventud que lo sumió en el silencio al despertar, un sueño en el que él y otros chicos atormentaban a un perro. Había sucedido. Lo había olvidado.
Cuando después del desayuno montó, Diodoro fue a su encuentro a caballo junto con Safo y varios miembros de su Estado Mayor.
—El strategos no debería andar solo por estos pagos —dijo Diodoro—. Los lugareños afirman que hay bandidos en las colinas.
Niceas gruñó. Kineas enarcó una ceja.
—¿Debería tener miedo? —preguntó.
Diodoro se encogió de hombros.
—Bien sabes a qué me refiero —dijo.
—Ataelo habrá explorado el territorio —respondió Kineas.
—Este valle es tan ancho que Ataelo podría situar a una de sus exploradoras de torso desnudo a cada estadio y no lo cubriría —bromeó Diodoro—. Sólo quieres correr aventuras.
—Sí —afirmó Kineas. Cualquier cosa que añadiera sólo daría pie a más chanzas.