Licurgo asintió.
—Eso puedo venderlo —dijo—. Sobre todo, si dejan el botín de la última campaña aquí, a buen recaudo, y se marchan sabiendo que pagarás para llenarles la panza.
—Hasta que nos quedemos sin dinero —terció Niceas.
—Entonces tendremos que empezar a coger lo que necesitemos —dijo Diodoro. Algunos de los más jóvenes lo miraron. Él les sostuvo la mirada y se encogió de hombros—. Sin duda, es espantoso. Pero eso es lo que hacen los ejércitos.
—En el mar de hierba no hay a quien saquear —señaló León—. Y después de la hierba viene el desierto. —Miró en torno a sí—. Aunque lo más probable es que cualquier ejército que llevéis allí sea la fuerza más poderosa de Hircania. Habrá contratos en abundancia, si queremos pasar la primavera luchando para sus pequeños tiranos. Puedo preparar uno con antelación a nuestra llegada, si eso es lo que queréis.
Licurgo se encogió de hombros.
—Ya cruzaremos ese desierto cuando lleguemos a él —dijo, y todos rieron.
Después de escuchar a Kineas y a León y de debatir planes a medio hacer, estaban muy cansados. Las discusiones habían comenzado a tomar un cariz personal y la resaca del vino de la víspera era como un veneno. Fue entonces cuando entraron Safo, Arni y una docena de esclavos del cuartel con jarros de agua, jarras de vino y hogazas de pan.
—¡No hay mujer igual! —exclamó Diodoro, que fue recompensado con una sincera sonrisa de su compañera.
Kineas mordió el pan, tierno y crujiente, y saboreó el aceite.
—Safo, eres un dechado de virtudes.
La aludida bajó la vista y sonrió.
—Imploro un favor, Kineas.
Kineas se limpió la barba con un pedazo de pan.
—Lo que tú digas —respondió Kineas, esperando una broma.
—Permíteme acompañar al ejército —dijo Safo.
Kineas lanzó una mirada a Diodoro, que parecía tan sorprendido como si un rayo de Zeus hubiese caído en medio de ellos.
Safo aprovechó la oportunidad que le brindaba su vacilación.
—Todo ejército tiene seguidores —observó—. Yo puedo organizados. Sé montar. Soy dura como una piedra.
Kineas, cuyas manos recordaban los músculos de las piernas de Srayanka, dudó que Safo fuese tan dura como ella creía, pero no podía pasar por alto el hecho de que estaba en lo cierto. Todo ejército tenía seguidores. A menudo sus fortunas afectaban a la moral del ejército. Los generales y strategos solían ordenar que los abandonaran a su suerte, como si los hombres que servían en sus filas no tuvieran sentimientos por los cuerpos que calentaban sus camas o las voces que compartían sus fogatas. Y se equivocaban.
Kineas miró a Diodoro; Safo era de su propiedad en muchos sentidos, al menos temporalmente. Diodoro sonrió arteramente, y Kineas se preguntó si no estaría enterado de la solicitud de Safo desde el principio. A Kineas, como a la mayoría de hombres, no le gustaba que jugaran con él, pero Safo le gustaba bastante, igual que la idea de tener un «oficial» al mando de los seguidores.
—¿Te avienes a obedecer mis órdenes? —preguntó Kineas—. Y, si te ordeno que regreses a casa, ¿obedecerás dócil como un cordero?
Safo levantó la vista.
—Siempre soy dócil como un cordero, strategos —repuso Safo.
Hasta entonces, nadie se había dirigido a él como strategos. Notó que se ponía rojo. Aun así, endureció su tono de voz.
—Eso no es una respuesta —protestó.
—Sí, estaré de acuerdo en obedecerte… en todo.
Levantó un poco los ojos en la última palabra, de modo que Kineas entrevió un destello de su color. La mirada le afectó. Volvió la cabeza hacia otra parte y trató de ignorar la pulsación que le bajó de la cabeza a la ingle. Y se topó con los ojos de Diodoro y su ceja enarcada. Kineas apartó la vista otra vez, confundido, se excusó para salir a tomar el aire y contó hasta cien en sakje. Después se reunió de nuevo con su compañía, bromeó y se rió de ellos, reincorporándose a la marea de camaradería masculina.
Tras haber compartido el pan y el vino, Kineas se levantó y llevó su copa al centro de la estancia.
—Hace un año, en esta misma habitación, pedí a mis oficiales que prestaran juramento. Si vais a acompañarme contra Alejandro, os pido que juréis otra vez. —Alzó su copa.
Niceas se levantó y le brindó una de sus escasas sonrisas.
—¿Quién iba a pensar, hace un año, cuando teníamos un tirano que domar y la amenaza de Macedonia aún era incierta, que hoy estaríamos planeando enviar un ejército al este?
Diodoro, sobrio, alzó su copa.
—¿Quién iba a pensar que seríamos oficiales con mando? ¿Hombres ricos? ¿Ciudadanos?
Coeno alzó su copa.
—¿Quién iba a adivinar cuáles de nosotros caeríamos y cuáles viviríamos para cabalgar otra vez?
Andrónico alzó su vino.
—Propón tu juramento, strategos. Pues yo ansío cabalgar.
Entonces Kineas alzó su copa.
—Escúchanos, Dios que sacudes las montañas y cuyos rayos llenan de temor a los hombres. Escúchanos, Diosa del olivo que dispones los auspicios. Escúchanos, Dios cuyos caballos cabalgan las mismísimas olas, cuyas manos desatan tempestades o las impiden. Que todos los dioses nos oigan. Juramos ser leales los unos a los otros y a la compañía hasta que quede disuelta por nosotros en consejo.
Kineas pronunció las palabras y los demás las repitieron con entusiasmo, sin que faltara una voz, tal como lo habían hecho más de un año antes, y las nuevas voces no fueron menos potentes que las viejas.
A pesar de que la reunión concluyó bien entrada la tarde, Kineas se echó un manto a los hombros y se fue a la palestra. Necesitaba sentir el daimon del ejercicio. Estaba lo bastante introspectivo para cuestionarse los motivos que lo habían impulsado a aceptar que la tebana los acompañara en la expedición al este. Sospechaba que lo lamentaría mientras su poco ejercitado cuerpo fantaseaba con ella.
Olvidó sus ojos verdes en la arena de la palestra. Para cuando hubo soltado los músculos en torno a sus dos heridas y desentumecido los muslos tras diez días de lasitud, el sol estaba bajo en el cielo y él decidido a correr.
Su presencia atrajo a otros hombres, su progreso por la pista de ejercicios congregó a un pequeño séquito y su anuncio de que iba a correr suscitó un coro de aprobación. Filocles apareció a su lado, también Diodoro, y Coeno.
Corrieron bien, sin mucha conversación aparte de algunas bromas groseras a propósito de la longitud de las piernas de Kineas, bromas que se repitieron cuando aminoró la marcha cerca de la granja de Gade y apenas le quedaba suficiente aire en los pulmones para seguir corriendo. Menón encabezaba el pelotón, con su piel oscura intacta por no haber sufrido heladas ni agotamiento, y corría con la cabeza bien alta como si pudiera seguir todo el día y la noche entera, cosa probablemente cierta. Filocles permaneció junto a él todo el rato, y sus siluetas apenas eran visibles para Kineas, una espalda negra y otra blanca en la distancia.
Kineas iba el último, un estadio o más por detrás de los primeros, y corría empujado por su voluntad y su fastidio, quemando los últimos restos de vino, mal genio y tentación, el aire saliendo de su boca en forma de jadeos hasta que recobró las energías. Con las puertas de los delfines a la vista, volvió a levantar la cabeza y corrió a través del ágora en buena forma, recuperando parte del terreno perdido. Menón ya estaba frotando a Filocles con un estrígil en el mármol del pórtico de la palestra, y el vapor de los baños sabía a gloria, pero Kineas ya se sentía mejor antes de pasar ante el templo de Apolo y disfrutó de su baño con la devoción de un hombre que quizá no vería un gimnasio en sesenta mil estadios, o tal vez nunca más.
Estaba tendido en la cámara de vapor con un esclavo masajeándole cuidadosamente el bíceps en torno a la herida, cuando Eladio se sentó en la losa vecina.
—Debe de estar bien ser tan joven —dijo el sacerdote—. Me hubiera reconfortado poder correr a tu lado; pero, de repente, cuando hemos visto las puertas, un dios te ha regalado nuevas fuerzas y has salido disparado como si yo me hubiese detenido.
Kineas rió y señaló a Filocles, que ya se despedía, limpio, ungido, masajeado y vestido para el paseo de regreso.
—Tienes que ser viejo, si has terminado detrás de mí —bromeó.
—Menón parece una estatua de Ares —comentó Eladio—. Y tu amigo el espartano podría ser Zeus.
—Te veo muy lisonjero, sacerdote.
Kineas se dio la vuelta para poder mirarlo a los ojos.
—No es que los muertos te estén exigiendo algo —dijo el sacerdote de pronto.
Kineas sintió que se le revolvía el estómago, como si acabara de ver un cadáver.
—Más bien se trata de que intentan darte algo —prosiguió Eladio. Por alguna razón, su voz sonora y melodiosa no encajaba con el mensaje que le estaba transmitiendo. Como si un ente ajeno estuviera usando su voz para hablar.
—¿Qué intentan darme? —preguntó Kineas.
—Filocles podría ser Heracles, o Aquiles resucitado —prosiguió el anciano sacerdote, como si no hubiese dicho nada trascendente.
—Eso lo tienes que averiguar tú —dijo el esclavo en griego con acento persa. Kineas se incorporó bruscamente y se volvió hacia el esclavo.
—¿Qué has dicho? —inquirió.
El esclavo se atemorizó, temiendo un golpe.
—¿Amo? —preguntó, y retrocedió un paso.
Kineas miró al sacerdote.
—¿No lo has oído? —le preguntó.
El sacerdote estaba perplejo:
—¿Hablas su lengua bárbara? Dudo que hable mucho griego.
Kineas tardó un poco en ponerse de nuevo bajo las manos del esclavo.
—¿No me has hablado de mis sueños? —preguntó a Eladio tras un prolongado silencio.
Eladio hizo señas a un esclavo que se puso a masajear las piernas del anciano.
—He interrogado a los dioses y he buscado respuestas en los augurios, pero no me ha sido concedida ninguna. Es una pregunta difícil.
Kineas notó el sudor frío del miedo a pesar del vapor y de la agradable fatiga de la carrera.
El miedo no lo abandonaría. Y apartó de su mente todo pensamiento sobre Safo.
La expedición cobró ímpetu por sí misma de tal modo que el día en que los primeros barcos de grano izaron las velas, Kineas tenía voluntarios de toda la costa norte del Euxino, muchos de ellos no aptos para el servicio, y a una multitud entusiasta para despedirlos. Estaba en la playa con Petroclo, observando el embarque de los últimos caballos y de los últimos soldados.
—Te echaré de menos, Kineas —dijo Petroclo—. La ciudad te extrañará.
Kineas abrazó al hombre mayor y luego abrazó a su hijo, Cliomenedes, que actuaría como hiparco de la ciudad. Ambos hombres, padre e hijo, eran ahora los personajes políticos más influyentes de Olbia, aunque todavía había facciones. Demóstenes, el sobrino de Nicomedes, había hecho en buena medida suya la retórica de Cleomenes el viejo, el padre de Eumenes, quien había entregado la ciudad a Macedonia, hecho que ya se empezaba a borrar de la memoria de muchos ciudadanos. Demóstenes no había salido de su casa en toda la semana, pero el terror se le pasaría. Tenía dinero y voces en la asamblea. No estaría quieto por mucho tiempo.
Por otra parte, Kineas había dispuesto o, para ser más exactos, Diodoro, Filocles y Safo habían dispuesto, que la asamblea eligiera a Petroclo como arconte. Era uno de los hombres más ricos de la ciudad, tenía cientos de clientes y había ganado su fortuna gracias al trabajo duro y a su sagacidad, y su hijo era un héroe de guerra. Juntos tenían suficiente influencia para mantener a Demóstenes a raya.
Kineas entregó la silla curul de marfil a Petroclo con alivio y cierto orgullo.
—No te sientes en ella demasiado a menudo —le advirtió—. Se vuelve adictiva.
Petroclo la aceptó y asintió con gravedad.
—La guardaré hasta tu vuelta —dijo.
Pero Kineas negó con la cabeza.
—No cuento con regresar —respondió. Señaló a Demóstenes, que asistía al embarque de tropas con el ceño fruncido, rodeado por una escolta de esclavos armados y algunos seguidores, en su mayoría hombres que también habían seguido a Nicomedes.
Kineas pensó con amargura en sus conciudadanos y en los griegos en general. Había visto a su padre mover ficha en el juego de la democracia y ahora era él quien participaba. Hombres como Cleomenes el viejo y Demóstenes jugaban sin reglas ni ética, corrompiendo con dinero a quien conviniera con tal de salirse con la suya, sin tener nunca en cuenta la eudaimonía de la ciudad en su conjunto, o así lo veía Kineas. Detestaba que buenos hombres como Anarjes, el hijo de un granjero rico que había cabalgado con el segundo escuadrón, servido lealmente todo el verano y actuado como segundo oficial de Eumenes cuando éste yacía herido, ahora se levantaran en la asamblea para exigir que Kineas rindiera cuentas del dinero de la ciudad que había gastado. El lo hacía a instancias de su nuevo amo político, y Kineas lo lamentaba y estaba dolido. Y eso aún le daba más ganas de marcharse, antes de que una auditoría contable le pusiera trabas. O antes de perder la gran estima de que había sido objeto.
Saludó al gentío con el brazo y abrazó al anciano una vez más, y luego se adentró en las olas rompientes y trepó a la galera de Demóstrate. El navarco le tendió la mano por la borda.
—Podrías haber gobernado —dijo Demóstrate a modo de saludo.
Kineas apreciaba a aquel hombre tan feo. Demóstrate era un comandante competente, pirata retirado y aliado leal.
—¿Tú lo harías, si tuvieras ocasión? —le preguntó Kineas.
Demóstrate se rió, rugiendo como Poseidón.
—¡Jamás! —contestó—. Es más fácil calmar las olas de una tempestad que negociar las mareas de la opinión pública. —Dedicó a Kineas una sonrisa torcida que le hizo parecer un sátiro—: Bastante hice con dejar la piratería.
Kineas sonrió para sus adentros y dijo menos de lo que quizás habría dicho tiempo atrás, se dirigió a la toldilla de popa donde Filocles, Diodoro y Niceas aguardaban, y el disco rojo del sol salió por el este, lamiendo las olas con lenguas de fuego, de modo que pareció que zarparan hacia Oriente por un camino en llamas.
El mismo sol ardía como una línea de fuego sobre la hierba de las praderas que se extendían tras la playa de la bahía del Salmón, donde una docena de galeras estaban varadas de popa. Las olas lamían sus proas acorazadas, y las gaviotas chillaban y volaban en círculo sobre los pescadores sindones que sacaban de su barca una red repleta de peces plateados para llevarlos al mercado donde los venderían por dinero contante y sonante.