Tirano II. Tormenta de flechas (17 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Kineas la ayudó a bajar de la piedra como haría con cualquier niña y recordó a sus hermanas en los olivares de la familia, y de cómo habían afirmado ser mujeres en cuanto habían aprendido a caminar. Aquella niña parecía tener cualquier edad y ninguna.

—¿Dónde estás acampada? —le preguntó.

—Con los prodromoi —contestó Nihmu.

—Todos los exploradores se han ido al Caspio —dijo Kineas. Estaba perplejo otra vez. Un trueno retumbó a lo lejos, una tormenta de final de verano que no traía lluvia.

La niña frunció el ceño y meneó la cabeza deprisa.

—¡Más vale que corras! —advirtió. Lo agarró de la mano y se puso a tirar como cuando una de sus hermanas quería una golosina de miel en el ágora—. ¡Corre!

—¿Por qué? —preguntó Kineas. Ahora ella parecía estar muy lejos.

—¡
Porque morirás
! —profirió la otra voz grave. Pero la niña se mostró tan asustada como él y echó a correr colina abajo perdiéndose en la creciente oscuridad.

Cuando Kineas despertó, Niceas estaba a su lado, sacudiéndolo.

—Sabía que te habías escabullido para echar un sueñecito —le dijo.

Kineas miró alrededor y poco a poco se dio cuenta de que estaba acurrucado contra la piedra del kurgán. Tenía el cuerpo helado y estaba asustado.

—¿Qué me está pasando? —preguntó al cielo.

Niceas olvidó sus chanzas y adoptó un aire preocupado.

—¿Qué ocurre?

Kineas se cogió la cabeza con las manos.

—Los velos entre el mundo de los sueños y el mundo de la vigilia se están desgarrando —respondió—. O me estoy volviendo loco.

La noche siguiente, Kineas soñó con su propia muerte, y soñó con el árbol, y soñó con esqueletos que le ofrecían la arena que manaba de sus bocas; un arquero persa, otro hombre a quien había comprado una copa de vino después del saqueo de Tiro. A veces, ni siquiera eran reconocibles; lo peor fue un cadáver decapitado que vomitaba arena por el muñón del cuello. Sueños como éste le impedían descansar, y comenzó a tener miedo de apoyar la cabeza en su manto. Y era incapaz de enfrentarse a los sueños del árbol. La idea de trepar al árbol era como una afrenta a su helenismo, y los sueños eran peores ahora que habían dejado atrás la ciudad.

Por la mañana cabalgó entre los campamentos. Observó a los granjeros sindones y a los pescadores meotes secar sus salmones. Observó a los capitanes griegos comprar salsa de pescado de cien en cien frascos en el mercado de la playa y cargarlos a bordo antes de levar anclas y remar lentamente a través de las olas verdosas de aguas someras hacia los bancos de arena que casi impedían navegar por el lago Meotis. Cuando sus velas se perdieron en el horizonte, empezó a pesar sobre él la enormidad de su compromiso con la expedición, pues había comprometido su fortuna personal y las riquezas heredadas; y eso, sumado a la falta de sueño, lo convertía en un peligro.

Kineas sabía que Niceas lo vigilaba con creciente inquietud, quizás incluso enojo. Niceas hacía lo posible por mantenerlo ocupado organizando inspecciones, cabalgadas por la playa, celebrando un simposio a orillas del mar para despedir a los marineros de Pantecapaeum. Nada de esto ocupaba plenamente a Kineas, y su mal genio se iba acrecentando. Igual que el de Niceas.

Al cabo de unos días de inactividad y más noches de sueños atroces, la sección de Diodoro emprendió la marcha, cargando con casi todo el grano que quedaba en el almacén que había montado Eumenes. Los rebaños ya se habían reducido en un tercio.

—¿Por qué no nos vamos con Diodoro? —preguntó Niceas—. El príncipe se las arreglará sin problema para cruzar las tierras altas. Ares podría cabalgar todo el camino hasta Maracanda sin nosotros.

—Si quieres, ve tú con Diodoro —repuso Kineas.

Niceas dio media vuelta y le plantó cara.

—¡No seas imbécil, strategos! —le espetó—. Llevas toda la semana incordiando y no tengo por qué aguantarlo. Intento ayudarte y no me dejas.

—Me es imposible dormir —reveló Kineas. Niceas le pasó una jarra de vino que quedaba del simposio.

—Filocles me dijo cómo remediarlo —dijo—. Empieza a beber. Ya te diré cuándo puedes parar.

—Soy el comandante de esta expedición —protestó Kineas—. No puedo emborracharme.

Niceas le acercó más la jarra.

—Vino griego para tener sueños griegos, según Filocles.

Kineas negó con la cabeza.

—Lo siento, amigo mío, pero aún no estoy tan mal.

Niceas enarcó una ceja.

—Que los dioses me libren del día que estés peor.

Kineas logró sonreír.

—Llevas razón. Tengo que marcharme de este campamento.

Niceas se frotó la nariz.

—¡Ya iba siendo hora!

—Vayamos a cazar. Alcanzaremos a Diodoro en el camino. Informaré a Lot.

10

El agobio de Kineas disminuyó en cuanto se alejó del lago Meotis, de modo que, cuando su caballo dejó atrás el primero de los grandes meandros del Tanais sólo sentía una terrible fatiga. Permitió que Niceas lo guiara durante unas cuantas parasangas y acamparon en un risco que se alzaba sobre el río como una fortaleza construida por la naturaleza.

—Sólo quiero dormir —dijo Kineas.

Niceas le pasó una copa de asta llena de vino aguado.

—Primero bébete esto —ordenó.

Kineas dirigió la mirada hacia las granjas de la otra orilla del río.

—Según Heródoto, estamos en Asia.

Niceas se encogió de hombros.

—Ya he estado antes en Asia —señaló—. Si insistes en seguir con esto, mañana tendremos que cazar.

Kineas asintió. En lugar de relajación, sólo sentía las angustias de un comandante alejado de sus tropas.

—No tendría que haber abandonado al ejército —dijo, y se bebió el vino. Luego tomó otra copa y finalmente cayó dormido.

El árbol se elevaba por encima de él, una interminable profusión de fecundidad, cargado de fruta madura; manzanas, limones y otras variedades jugosas que oscilaban en un derroche de vida y color. Los pájaros bajaban en picado y salían disparados del árbol, arrancando comida en la maraña de ramas. Y en torno a las ramas de frutas, siguiendo hacia arriba, hasta una capa de ramas y nubes que ocultaban el horizonte, había ramas de madera noble y de conífera, todas lozanas y perfectas, sin enfermedades, de modo que el árbol era todos los árboles y cubría el mundo entero.

Los pies se le hundían en el barro y la sangre de los muertos junto al tronco del árbol, y al moverse notaba los huesos que rompía al pisar por más cuidado que pusiera. Tenía que trepar; de hecho, veía a una pareja de aguiluchos acunados en una de las ramas que tenía encima, y le estaban gritando, y tenía que ir con ellos. Las necesidades de las aves eran más apremiantes que las suyas. Pero, cuando comenzaba a abrirse paso entre la inmundicia, un cadáver se levantó de la mugre para enfrentarse a él. Se levantó con garbo, sin la rigidez que tan a menudo mostraban los muertos, y el rostro del cadáver estaba terso y limpio y sin marcas, a pesar de las heridas que presentaba en el cuerpo.

Era Ajax.

Ajax sonrió. Fue una sonrisa llena de tristeza y de otras cosas: camaradería, amor, pérdida y añoranza. Pero era una sonrisa. Tendió la mano a Kineas y Kineas se la estrechó.

En torno a ellos, otros cadáveres aparecieron, cadáveres que conocía, los hombres de sus otros sueños, un silencioso clamor de muertos y carne en putrefacción. Kineas los rehuía, pero lo tenían cercado, cada uno con un puñado de arena.

Más allá del desgarrador espectáculo de los compañeros y los amigos muertos, hombres cuyas muertes en muchos casos llevaba sobre sus hombros, que habían muerto a sus órdenes o a su lado, había una espantosa llanura sembrada de muertos persas y getas y de otros pueblos que se extendía hasta el horizonte.

Ajax tiró de él y luego lo empujó hacia el árbol, interponiendo su cuerpo entre Kineas y los demás muertos. Kineas se agarró al tronco y se encaramó a la primera rama con toda la fuerza de su sueño, subió una pierna a la rama y quedó colgado, aterrado y sudoroso, mientras Ajax desaparecía en una melé de muertos, y Kineas tuvo la sensación de haber abandonado al muchacho, lo dio por muerto y lloró. Y el llanto era un atroz dolor descarnado que le oprimía los ojos como si los suyos propios amenazaran con salírsele de las órbitas, y entonces granos de arena le manaron de los ojos llenándole las manos, arena mezclada con sangre, y gritó y gritó y…

Niceas le sujetaba los brazos y le murmuró al oído hasta que se calmó. En su mente anegada en miedo y fatiga, Kineas supo que Niceas le hablaba como lo haría a un caballo asustado, y eso lo reconfortó, y a pesar de sus temores volvió a quedarse dormido.

Le asombró regresar al sueño en el mismo lugar, con una pierna sobre la áspera corteza de roble de las ramas bajas del árbol. No podía ver el suelo, sólo aquella niebla baja que corría a ras del mar de hierba en otoño, y los muertos habían desaparecido. Estaba en el árbol. Tuvo que admitir, empujado por el sueño, que se había resistido a ir al árbol desde el día de la batalla, y que ahora lo hacía con gusto.

Trepó hasta la rama en la que había visto a los aguiluchos, pero ya no estaban; habían subido más alto, según veía ahora. Se asomaban desde su rama, su inmaduro plumaje marrón apagado tenía algo de cómico, y lo miraban con ojos curiosos, y le gritaron armando mucho alboroto cuando él se encaramó a otra rama. A aquella altura, cada rama era tan grande como un noble árbol de un bosque imperial en Persia, o en la arboleda de un templo en Arcadia, y trepar por el tronco era cuestión de elegir con cuidado puntos de apoyo para las manos y los pies en la rugosa corteza. Buscaba y trepaba, y la cabeza se le llenó de recuerdos de juventud, recuerdos de estar sentado en el polvo del ágora de Atenas escuchando a tutores y filósofos, unos más sabios que otros, algunos oradores brillantes y uno incapaz de decir más que unas pocas frases sin que le fallara la voz y se quedara mirando estupefacto el mundo que los rodeaba, a menudo entre los abucheos de sus compañeros: sus propios abucheos.

¿Porqué? ¿Por qué había sido tan desdeñoso y burlón? Aquel hombre era discípulo de Platón, una mente brillante que estudiaba muchas cosas en el círculo de los cielos. Pero, con su discurso vacilante, se había ganado las burlas de los pupilos y sus tutores no habían hecho nada para detenerlos, hasta que el pobre hombre había huido del ágora. Aun en sueños, Kineas hizo una mueca al recordar que él había sido el primero en gritar un insulto, sintiéndose osado, viril, adulto.

¿Por qué no los habían reprendido sus tutores?

¿Tal vez porque ellos mismos, meros tutores de los ricos ociosos, se regodeaban con la turbación de alguien con más talento que ellos?

Era un recuerdo profundamente doloroso, un acto innoble mediante el que había incitado a otros a portarse mal. Y había sido uno de los momentos que definieron su liderazgo sobre los demás jóvenes: su osadía lo había convertido en líder.

La consecuencia de una mala acción había sido su propio éxito como líder. Por supuesto, su liderazgo de los jóvenes aristócratas había sido la causa de que lo enviaran con Alejandro para luego exiliarlo. Y Moira lo había enviado desde el exilio para que fuera arconte de Olbia, y luego hasta allí.

Reflexionó sobre todo ello y trepó más arriba.

Había otras formas de horror aparte de los cadáveres en descomposición…

Se despertó por la mañana, más descansado que desde hacía semanas, por culpa de los ronquidos de Niceas. Bajo el risco donde habían acampado, el Tanais discurría majestuosamente, todavía crecido por las aguas de la lluvia que había durado un mes, ancho como un lago. Amaneció, y el sol subió al éter pintado de rosa cuando el carro alado de Apolo inició su trayecto a través de los cielos. Kineas escuchó los sonidos del bosque que tenía detrás, observó a una manada de ciervos acercarse al río debajo del risco, un lanzamiento de jabalina fácil que dejó correr porque percibía la paz de Zeus en todo el Tanais y no abrigaba deseos de romper la tregua. Los pájaros cantaban.

Estaba confundido por sus sueños. Hacía años que no pensaba en cómo había atormentado al erudito en el ágora, pero ahora sabía que el sueño era real; de hecho, ahora recordaba el incidente y su secreta vergüenza. Volvió a sentirla otra vez. Asintió ante aquel pensamiento porque había aprendido algo. Estaba cansado, pero extrañamente pletórico de vitalidad.

—No tendría que haberme mantenido alejado del árbol —dijo en voz baja.

—No —dijeron el viento y los ronquidos y los pájaros en el cielo. Resultó aterrador, pues aquel «no» fue perfectamente audible.

Kineas se puso en pie de un salto, pero allí no había nadie más que Niceas con sus prosaicos ronquidos y los ciervos que corrían por la orilla del río como si los persiguieran los lobos. Mientras los miraba, los ciervos aflojaron el paso, se detuvieron y, con infinita cautela, se pusieron a beber de nuevo.

Kineas suspiró y se dispuso a encender el fuego con manos temblorosas como después de un combate. Fue paciente y meticuloso, y recordó muchas cosas: las primeras partidas de caza con su padre, sus primeros días en el campo con Niceas. Cortó ramas menudas con el cuchillo de comer y partió otras más grandes al mismo tamaño. Sacó del morral el tubo de carrizo, conservado cuidadosamente durante diez años de campañas, y soplando a través de él avivó el rescoldo y encendió el fuego con las ramas que había preparado, añadiéndolas de una en una hasta tener una buena fogata. Puso una perola de cobre encima para el té y se sentó satisfecho.

Abajo, en el río, saltó un salmón, y luego otro. Un águila se lanzó en picado desde la derecha, atrapó un salmón con sus poderosas garras y reemprendió el vuelo, batiendo con fuerza las alas para compensar el peso de su presa, de modo que el ave voló río abajo unos cuantos dactyloi a ras de la superficie del agua.

—Gracias, Señor de los Cielos, Guardián del Trueno —dijo Kineas.

El augurio era de los mejores y, además, la tregua del dios la había roto el propio Señor de los Cielos. Jabalina en mano, Kineas bajó con cuidado del risco y avanzó de árbol en árbol siguiendo la ribera. A lo lejos, veía una serie de granjas cercanas al siguiente meandro del río; sus chimeneas humeaban en la nueva mañana.

El ciervo dominante levantó la cabeza y Kineas, que se hallaba a sotavento, se quedó inmóvil. Una hembra levantó la cabeza; luego otra. Era un lanzamiento muy largo, y el tiempo que tardaría Kineas en cambiar de postura para efectuarlo lo hacía imposible. Aguardó.

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