Tirano II. Tormenta de flechas (12 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Todos referís historias sobre su heroísmo. Podría haber muerto en cualquiera de ellas. Os regocijabais en ello; os distanciabais y contemplabais cómo se arrojaba en brazos de la muerte.

Niceas estaba pegado a la oreja de Isocles; le sujetaba los brazos desde detrás.

—Tu hijo era un gran hombre —dijo—, pero tú eres un jodido idiota. —Inspiró profundamente. Isocles ya no oponía resistencia—. Cada día decíamos a tu hijo que mantuviera la cabeza gacha y que dejara de tentar a los dioses. —La voz se le quebró y también se puso a llorar—. ¿Cuántas veces? —gritó Niceas, sacudiendo al padre—. ¿Cuántas veces le dije que se cubriera la espalda y no abandonara su sitio en la línea?

—La noche anterior a la gran batalla —explicó Filocles, con las consonantes nasales tan rotas como su nariz—, Kineas le dijo que se dejara de chiquilladas y se comportara como un adulto.

León, que había conocido al muchacho en otro aspecto, habló con la vacilación propia de un antiguo esclavo.

—Mi amo, Nicomedes, le pidió muchas veces que tuviera cuidado.

—Si Nicomedes estuviera vivo, lo mataría —gruñó Isocles—. Sobre él pesa la mayor responsabilidad de todas.

Filocles, que también había llevado los laureles de un héroe militar, se puso en pie.

—Brilló intensamente con luz propia —dijo—. Brilló por su virtud y su honor y murió joven, y por siempre estará con los dioses.

Isocles dirigió unos ojos cuerdos y atormentados hacia él, las órbitas blancas como estelas en el rojo de su tez.

—Guárdate tu filosofía, espartano. Está muerto. Podría haber vivido y brillado con la misma intensidad cultivando trigo y criando hijos bajo el sol.

Filocles asintió.

—O quizá lo habría lisiado una enfermedad o un accidente. O quizá se habría ahogado en un barco. Eligió su camino, Isocles, y a pesar de tu aflicción, eres injusto con quienes fuimos sus amigos. Eligió la manera en que quería vivir y morir; más que la mayoría de hombres, casi como un dios. Yo lo honro. —Filocles se encogió de hombros—. Adoraba la guerra, que es algo estúpido y terrible para adorarlo y que le mostró su verdadero rostro destruyéndolo.

Isocles y Filocles estaban frente a frente, muy cerca, el uno derramando lágrimas de sus ojos enrojecidos y el otro aún sangrando por la nariz de tal modo que parecía estar llorando lágrimas de sangre.

Entonces Isocles se dejó caer entre los brazos de Filocles.

Y lloraron juntos.

6

Después de la profunda pena, la parte más dura fue decidir quién iría y quién se quedaría. Muchos ciudadanos, la mayoría de los hippeis, tenían poco interés en proseguir la campaña. Siendo hombres ricos, habían visto más guerra de lo que jamás esperaron. Al igual que la mayoría de veteranos, pocos de ellos querían volver a combatir. En cuanto a los oficiales, todos eran hombres importantes o jóvenes a punto de ascender como resultado de su servicio militar. La campaña contra Alejandro no añadiría ningún mérito a sus laureles civiles, y a sus padres tampoco les apetecía verlos marchar. De hecho, la asamblea había votado a favor de autorizar la expedición sólo como tributo a los servicios prestados por Kineas a la ciudad, y no fueron pocos quienes se levantaron para pronunciarse en contra de ella, encabezados por Alceo, que se la tenía jurada a Kineas por la disciplina impuesta durante la campaña. Por primera vez en meses se aludió a Kineas como aventurero y mercenario, acusaciones a las que respondió levantándose para renunciar en público al arconazgo. La ciudad exigió que se enviara un ejército «a abrir rutas comerciales en el este», pero los hombres que iban a ir llamaban a las cosas por su nombre.

—Vamos a luchar contra Alejandro —decían en el ágora.

Al final, la expedición contó con la renuente autorización de la ciudad, y luego con la de Pantecapaeum, ciudad hermana de Olbia, sita más al este.

Entre los hijos más jóvenes, había bastantes que estaban dispuestos a seguir a Kineas adondequiera que fuera, y todos los soldados profesionales de Kineas se alegraban de partir; servir como soldado era su oficio, y no era probable que fuera a haber otro conflicto en la zona de Olbia en un futuro inmediato. Junto con el grano, por el río llegaban desde las llanuras rumores que daban a entender que Marthax ya no tenía tropa alguna sobre el terreno y que todos los caciques habían regresado a sus feudos para ocuparse de sus granjeros y sus cosechas, tal como Filocles había predicho. También corría la voz de que Macedonia estaba en guerra contra Esparta y, por consiguiente, no disponía de hombres para vengar a Zoprionte.

Lo mejor de todo, a ojos de la asamblea, era que Kineas tuviera previsto llevarse consigo a los celtas. Que siguieran con vida era un tema espinoso para los elementos más democráticos de la ciudad, puesto que durante más de cinco años habían sido la herramienta de opresión del tirano. Muchos consideraban que deberían haberlos masacrado con la guarnición macedonia. Su presencia en el hipódromo era más pasto para Alceo y sus nuevos aliados: hombres corpulentos, entre ellos galos e incluso germánicos, que infundían miedo a griegos y sindones.

Ahora los trescientos hombres de Menón, los primeros mercenarios que el tirano había contratado, eran todos ciudadanos; pero ciudadanos sin oficio ni beneficio. Menón seguía al mando de la falange y había dicho a Kineas en privado que prefería quedarse en la ciudad, aunque no tenía inconveniente en permitir que su lugarteniente Licurgo o cualquier otro de sus hombres se alistaran para la expedición a Oriente. Los mercenarios habían sido contratados para oprimir a la población, y luego permanecieron para endurecer a los novatos de la ciudad. Pero los hombres de la ciudad ya eran todos veteranos y los mercenarios tenían poco que hacer y nadie a quien oprimir.

Y, por supuesto, algunos de los ciudadanos más pobres, o que estaban al borde de la pobreza, veían la expedición como la oportunidad de tener una paga regular y una vida a la que se habían acostumbrado durante el verano.

Kineas había visto todo aquello con anterioridad, a lo largo de toda su vida. La guerra engendraba guerra, y los hombres que habían saboreado la victoria y el saqueo optaban por la vida de soldado, ansiosos por conseguir más dinero fácil, olvidando con indiferencia las noches bajo la lluvia, el dolor de las heridas y el miedo incesante.

Al final reunió a trescientos jinetes «griegos» al mando de Diodoro, bien montados e instruidos, una fuerza mejor que cualquier escuadrón de mercenarios bajo la bóveda de los cielos, con los celtas y todos los exiliados de Herón en las filas. También contaba con otros trescientos soldados de infantería, todos ellos hoplitas, al mando de Licurgo, y con Filocles, que aunque rehusó tener graduación, aceptó un papel impreciso. El botín de Macedonia permitió a Kineas proporcionarles mulas a todos, y las riquezas de Nicomedes le permitieron imaginar que podría alimentarlos.

También contaba con cincuenta sindones, los supervivientes de la compañía que Temerix había formado y todavía comandaba. Eran psiloi, armados con arcos sakje y pesadas hachas, hombres tatuados que no temían a nada y buscaban la muerte y servían como avanzadilla de la falange.

Luego estaban el príncipe Lot y los sármatas, doscientos caballeros con las armaduras más pesadas de la estepa.

En total, con la inevitable cola que todo ejército arrastraba, tenía casi mil bocas que alimentar y más de dos mil animales que trasladar. Sólo una flota mercante ateniense tenía la capacidad de transportar tantos efectivos y el alimento para abastecerlos, incluso para una semana. Por suerte, tenía una a mano. Todavía le preocupaban el alimento y el forraje para la marcha, y pese a disponer de unos cuantos baúles de oro y de gran cantidad de plata, sabía que llegaría un momento en que se vería obligado a confiscar alimentos para continuar, perspectiva que lo asustaba.

Ya había enviado a Ataelo con sus exploradores y una docena de sármatas en una galera a localizar posibles campamentos a orillas de la bahía del Salmón y a buscar una ruta tierra adentro. Antes de que la asamblea se reuniera, envió a Eumenes con Arni y una docena de jinetes celtas a visitar Pantecapaeum y Gorgipia en la costa este del Euxino e incluso Dioskurias, al sur, en barco, con órdenes para comprar ganado y hacer que lo enviaran a la bahía del Salmón. De todos modos, Eumenes debía ausentarse de la ciudad; las facciones políticas pedían su sangre por la traición de su padre, o eso se decía. Cada día que pasaba en Olbia le dolía más, y su presencia se usaba políticamente contra Kineas, pues ya había quien iba a por él.

Había días en que se preguntaba por qué se marchaba y por qué conducía a mil hombres al mismo destino. Según la noción que los griegos tenían del poder, era rico y poderoso. Podía ser tirano. Podía ser rey.

Y la muerte le aguardaba en el este.

Pero Srayanka, también. Y empezaba a hartarse de las críticas de la asamblea.

Sólo habían transcurrido dos meses desde la batalla del vado del río Dios, y la asamblea ya había retomado sus tradicionales discusiones; la unanimidad del principio del verano se había disipado junto con la amenaza de Macedonia. Como Kineas ya había renunciado al título de arconte y a la posibilidad de ser tirano, peces más pequeños comenzaban a rondar la silla curul de marfil, en busca de poder. Así se lo contó Kineas a Filocles.

—Peces, dices —respondió Filocles. Estaban sentados juntos en la asamblea, reunida en el hipódromo por su aforo y porque el equilibrio de poder en la ciudad se había alejado de la ciudadela—. Más bien, buitres.

Demóstenes, el sobrino de Nicomedes, había llevado a cabo, de la noche a la mañana, la acrobacia política de dejar de ser un aristócrata esnob que utilizaba su posición para eludir el servicio militar, para transformarse en un verdadero demócrata empeñado en devolver plenos poderes a la asamblea. El hecho de que hubiese eludido servir con los hippeis y no hubiese entrado en acción en todo el verano seguía molestando a muchos en la asamblea, pero la memoria política era breve y Demóstenes prometía actuar en una serie de frentes que agradarían a los votantes, los hombres de la falange. Y, cuando Alceo denunció a Kineas por su antidemocrática actitud de dar cobijo a los celtas y al «hijo traidor de Cleomenes», fue Demóstenes quien se puso de pie en medio de los abucheos para brindarle su apoyo.

Una de sus primeras propuestas fue que la expedición de Kineas al este se postergara hasta que éste hubiera saldado sus cuentas con la ciudad. La propuesta fue recibida con silbidos cuando la presentó por vez primera, pero en la tercera reunión de la asamblea ya había pasado suficiente vino por los labios de todos para que la idea pareciera tener cierta validez.

Kineas pasó el resto del día muerto de vergüenza ajena. La resolución para pedirle cuentas había fracasado por un amplio margen, pero no había sido abucheada.

—¡Por Ares y Afrodita! —exclamó Kineas al tirar su manto sobre la cama—. ¿Cuentas? ¿Qué cuentas?

Filocles sonrió, mesándose la barba.

—Me imagino que el honorable Demóstenes sabe de sobra que no llevamos las cuentas.

Diodoro entró llevando del brazo a su hetaira, que se hacía llamar Safo. Era una mujer elegante de treinta años, con buena osamenta, la nariz larga y un aire imperioso que no dejaba traslucir su sentido del humor ni su educación. Diodoro había contratado los servicios de la hetaira con su botín de la batalla, y parecía satisfecho con el intercambio.

—¿Mal día en la asamblea? —preguntó Diodoro. Las pecas le brillaron al sonreír.

—¿Por qué no piden cuentas a la ciudadela? —repuso Kineas con una voz lastimera que sus hombres no le habían oído jamás.

Diodoro se encogió de hombros.

—Demóstenes no quiere ver las cuentas. Quiere tomaros a ti y a tu expedición como rehenes hasta que le des algo a cambio.

Kineas se sirvió vino de una jarra y se lo bebió de un trago, fulminándolos a todos con la mirada.

—¿La herencia de su tío, tal vez? —preguntó Safo. Arqueó las cejas depiladas—. ¿Alguien me serviría una copa de vino?

—¡Vaya, qué idiota! —exclamó Kineas, cayendo en la cuenta—. ¡Pues claro que se trata de eso!

Filocles lo miró como si tuviera dos cabezas. Diodoro ladeó la suya como un perro que examina un hueso particularmente bueno.

Kineas negó con la cabeza.

—No, no lo había pillado —confesó.

Diodoro meneó la cabeza.

—A veces pienso que tenemos suerte de que decidieras no ser tirano.

Kineas se sentía disgustado por no haber acertado a ver tan simple estratagema.

—He tenido muchas cosas en mente estas últimas semanas. —La excusa sonó débil, incluso para él—. ¿Podrá convencer a la asamblea?

Diodoro resopló y Filocles se hizo eco.

—Si sigues yendo de un lado a otro con la cabeza en las nubes, mostrándote dolido y guardando silencio, pues sí, sospecho que finalmente convencerá a la asamblea. Por otra parte —arguyó Diodoro—, si gastamos unas cuantas lechuzas de plata en vino para los votantes y empezamos a recordarles que Demóstenes es un cobarde y un presuntuoso, lo más probable es que pierda terreno. ¡Qué diablos! ¡Pero si todos sirvieron con Alceo! Recordarán que es un idiota sin que debamos insistir.

Filocles meneó la cabeza.

—Demóstenes no cederá terreno sin más. Ya ha clavado las garras en el patrocinio político del traidor Cleomenes, y ha heredado a muchos de los clientes de Nicomedes aunque no haya obtenido el dinero. —Filocles hizo una pausa—. Tampoco es que esté en contra de lo que aquí nuestro zorro sugiere. Cuando Ulises dice que hay que templar las lanzas al fuego, los meros mortales no se niegan a encender una hoguera.

Safo bebía su vino, contemplándolos. Kineas apenas la conocía. Diodoro se la había presentado y de vez en cuando se sentaba en una silla durante sus simposios y cantaba o tocaba la cítara, pero que fuera inteligente sólo lo sospechaba. Oriunda de Tebas, vendida como esclava por Alejandro, era silenciosa, y su buen humor podía verse interrumpido por súbitos arrebatos de profunda desdicha. Pero algo en el modo de mirarlos cobijada tras su copa de vino insinuaba inteligencia.

—¿Algo que sugerir, Despoina? —preguntó Kineas.

Ella negó con la cabeza.

—No estoy en mi terreno —dijo Safo con cautela.

Diodoro se aproximó y la cogió por el codo.

—Safo es más sabia que cualquier mujer que yo haya conocido; antes de que la esclavizaran, era la hija de un beotarca de Tebas y la hermana de otro.

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