—Que te jodan, griego —soltó Marthax, irguiéndose en la silla.
—Se acabó el oro. No tendréis dónde vender vuestro grano. Será el fin de vuestro estilo de vida. ¿Cuánto tiempo serás rey, Marthax? ¿Hasta después del verano? —Kineas acercó su caballo. Marthax se alzaba más alto que él, pero Kineas estaba demasiado enojado para tener miedo.
—Marchaos antes de que os hagamos daño —dijo Marthax entre dientes.
De pronto la niña apareció allí, abriéndose paso entre los caballos sin ser vista. Se plantó al lado de Kineas.
—Fingirá ser rey hasta que las águilas vuelen
—dijo la niña—.
Le dejarán los huesos limpios
.
—Y llévate a este diablillo carroñero contigo —añadió Marthax.
Kineas levantó a la niña con un brazo, dio media vuelta a su caballo y cabalgó de regreso a su columna. La niña se estuvo retorciendo hasta que logró saltar de su regazo al suelo.
—¡Tengo que ir a por mis caballos! —exclamó.
Kineas la dejó marchar. Un escita, incluso niño, no era nada sin sus caballos, y Kineas comprendió el impulso. Al observar cómo corría por la hierba hacia la manada real, vio que el príncipe Lot y los sármatas estaban montando. Llevaban menos caballos de refresco y ningún carromato, y vivían en tiendas de fieltro grueso. Eran unos doscientos, más otros cincuenta heridos que iban en angarillas arrastradas por los caballos disponibles.
El príncipe Lot lo vio y se aproximó. Su griego era terrible, y su sakje artificioso. Transcurrido un minuto, Kineas había deducido que los sármatas querían viajar con los griegos. Kineas cabalgó hacia la cabeza de la columna llamando a Eumenes. El chico, ya todo un hombre, tenía tres heridas y aún viajaba en carromato, pero se encontraba lo bastante bien para incorporarse y traducir.
—Dice: «Deseo viajar contigo. Hablé con la dama; cabalga demasiado deprisa para mis heridos.» Dice: «Puedo mostrarte el camino, y mis heridos tendrán más tiempo para descansar.» —Eumenes escuchó la última frase de Lot y sonrió cansado. Señaló hacia la nube de polvo que Srayanka y sus clanes dejaban tras de sí—. Dice: «Ella tendría que haber sido reina.»
Kineas sonrió ante la primera buena noticia de la mañana.
—Estaré encantado de llevaros conmigo —dijo. Lo repitió hasta que el príncipe Lot sonrió de oreja a oreja.
Kineas también contaba con un puñado de
prodromoi
sakje. Ataelo había reclutado casi a una veintena con generosas promesas de caballos, y los había convertido en su pequeño clan, en el que se incluía una nueva esposa. Ninguno de ellos había desertado, ni siquiera los dos Caballos Rampantes, y proporcionarían a Kineas una buena avanzadilla para su pequeño ejército adondequiera que marcharan. Otra de las recomendaciones del viejo Jenofonte, pese a que seguramente habría sido demasiado conservador para aprobar el empleo de «bárbaros» en dicha tarea.
Kineas hizo señas a Ataelo, que no quitaba ojo a las huestes sakje, para que se acercara, y le dijo que incluyera a los sármatas en sus cálculos. Ataelo gruñó. Cabalgó hasta la columna de angarillas, donde las chicas adolescentes montaban caballos más ligeros con los arcos en ristre.
—Para ellas, para explorar —dijo Ataelo. Se dirigió a Lot, que asintió.
Kineas los dejó en ello y se dirigió a la cabeza de la columna, pero de repente la esposa de Ataelo soltó un grito de guerra que halló eco en otros exploradores. Dio la vuelta a su caballo a tiempo para ver la desgarbada figura de Herón, el hiparco de los
hippeis
de Pantecapaeum, que hacía avanzar a la retaguardia. Lucía su perpetuo ceño fruncido mientras observaba cabalgar a su tropa.
Había movimiento en el campamento de Marthax. En la llanura de hierba, doce caballos galopaban. Tras ellos venía un pelotón de sakje, todos con armadura. Eran más lentos que los caballos que perseguían y perdían terreno. Más atrás, el grueso de las fuerzas de Marthax había comenzado a avanzar.
—¡Mierda! —exclamó Kineas. Se puso de rodillas sobre el lomo de su feo caballo de guerra e intentó ver a través del polvo que ya levantaba el frente de Marthax. Éste tenía tres mil efectivos de caballería, no más, y no podía esperar salir airoso de un enfrentamiento contra los hoplitas de Kineas y su caballería griega. Pero podía hacer mucho daño hostilizando el avance de Kineas. Podía obligarle a perder semanas. Y eso podía costarle a Kineas la ciudad de Olbia, dejaría al ejército varado en la estepa a merced del invierno.
Todo esto pasó por la cabeza de Kineas en cuestión de segundos, mientras observaba cómo la niña montaba un corcel blanco al galope, hacia él, con otra docena de caballos claros aja zaga. Los jinetes que la perseguían iban abandonando la persecución a medida que la retaguardia de Herón les bloqueaba el paso, contentándose con maldecir y agitar el puño en el aire. Herón gritaba órdenes a sus hiperetas, sin dejar de fruncir el ceño.
Lot había formado a los sármatas en un bloque y los había alineado con la tropa de Herón. Los hoplitas ya se desplegaban hacia la derecha. Filocles, el espartano, había sacado a sus hombres de la línea y corría con ellos hacia Herón; la pluma transversal escarlata se le agitaba al correr. Los griegos, por su parte, llevaban todo el verano en guerra. Eran capaces de pasar de la formación de columna a la de línea en cualquier dirección, deprisa y sin órdenes redundantes.
La línea de Marthax se detuvo a considerable distancia, a no menos de dos estadios de los griegos y los sármatas.
Ataelo tenía una flecha tensada en la cuerda y miraba a Kineas. Kineas negó con la cabeza y cabalgó hacia la niña.
—¿Qué carajo has hecho? —le gritó, con más aspereza de la que pretendía.
—Coger lo que es mío y lo que es tuyo —dijo la niña. En torno a ella pululaban dos docenas de caballos, todos blancos y plateados.
—¿Has robado los corceles? —preguntó Kineas.
—Mi padre dijo que, después de Satrax, tú serías rey —contestó con la simplicidad de la infancia—. Satrax está muerto. Son tuyos, excepto los potros blancos. Esos son míos.
Kineas estuvo tentado de darle una azotaina.
—¡Por Ares y Afrodita! —exclamó—. Herón, dame cuatro hombres con una bandera de tregua para devolver estos caballos.
Herón escogió a cuatro soldados de caballería que parecían asustados. Se frotó la frente y dejó que el yelmo beocio de bronce le colgara del barboquejo.
—Prefiero que me llames Eumeles —dijo—. Al menos, delante de mis hombres.
Kineas reprimió su fastidio. Herón se tomaba muy en serio a sí mismo; pero, cuando no se comportaba como un efebo con su primer amante, le daba por asumir el papel de buen oficial.
—Muy bien, Eumeles —se corrigió Kineas.
Las huestes sakje guardaban silencio a lo lejos.
El príncipe Lot tomó a Kineas del brazo. Habló deprisa, enfáticamente, señalando a Marthax en las líneas enemigas.
Ataelo azuzó a su caballo para acercarse y tradujo:
—Dice que Marthax no es rey. Dar caballos, para que Marthax sea rey. Tú para hacerlo rey.
Ataelo asintió, y la niña rió:
—¿No querrás ser tú quien convierta a Marthax en rey de los sakje, verdad?
Kineas se sentó en la silla y renegó, pero no quería ofender a Srayanka. Deseó tenerla a su lado para que le aconsejara.
Ambas tropas se vigilaron mutuamente durante una hora, hasta que los sakje empezaron a marcharse poco a poco. Eran disciplinados cuando convenía, pero el ejército de Marthax no estaba tan unido ni tan motivado como Kineas había temido. Ante sus ojos, hombres y mujeres abandonaban la formación, recogían sus campamentos y partían; primero caballeros de poca monta, luego otros más importantes. En tres horas, Marthax se quedó con tan sólo dos mil jinetes.
Llegados a ese punto, Kineas ordenó a su línea que formara en columna. Dio instrucciones a sus oficiales: a Menón y Filocles para la infantería, a Diodoro, Herón y Lot para la caballería. Fueron lentos y cuidadosos, pues formar un cuadrado vacío partiendo de una línea no era un juego de niños, y luego marcharon con los lanceros en la parte más exterior y la caballería en medio con los heridos y el equipaje.
Ya bien entrada la tarde, Kineas empezó a creer que habían perdido contacto. Aunque sabía lo rápido que Marthax podía echársele encima si decidía avanzar. Llovía otra vez; densos nubarrones de tormenta galopaban sobre las llanuras, deteniéndose para empapar a la columna entera y desbordar el río, de modo que el agua marrón corría entre los troncos de los árboles y arrastraba más cuerpos del campo de batalla, repugnantes formas abotargadas que se deslizaban con la corriente, adelantándolos río abajo.
—La gloria de la batalla —dijo Filocles a su lado, mientras observaba dos cadáveres.
Kineas había detenido a su caballo en una colina, tan sólo veinte estadios al sur del gran meandro. Filocles abandonó las filas de la columna para reunirse con él. A lo lejos, media docena de chicas sármatas habían dispuesto sus monturas más o menos en formación de escaramuza sobre un risco del río, desde donde vigilaban el terreno que acababan de dejar atrás.
Filocles se quitó el casco y se pasó la mano que tenía libre por el pelo. Kineas hizo caso omiso del humor del espartano.
—Si Jenofonte hubiese contado con media docena de chicas sármatas, jamás habría tenido que preocuparse de los exploradores —dijo Kineas.
—Y jamás habría escrito la
Anábasis
—repuso Filocles con ecuanimidad.
Kineas se rió; la primera risa franca del día.
—Llevo todo el día pensando en Jenofonte —confesó.
—¿Porque tenemos que llegar a Olbia con vida? —preguntó Filocles—. Marthax no nos seguirá. Su ejército se marcha a casa.
—Lo he visto —asintió Kineas.
—Lo has visto, amigo, pero ¿te has parado a pensar? Marthax acudió al consejo en representación de la facción que exigía poner fin a la guerra. Ahora paga el precio: aunque quisiera, no podría luchar contra nosotros o contra Srayanka.
Kineas no lo había pensado así.
—Ya sabía yo que por algo te conservaba a mi vera, espartano.
—Ahora soy ciudadano de Olbia —corrigió Filocles—. No lo olvides.
Permanecieron juntos observando bajo la lluvia el avance del ejército, por fin rumbo a casa.
Las lluvias del final del verano aplanaron el mar de hierba y llenaron los ríos hasta profundidades que sólo un hombre montado podía cruzar, incluso en los mejores vados. Limpiaron la sangre y arrastraron consigo los abundantes cadáveres del vado del río Dios hasta el mar, donde los vecinos de la ciudad de Olbia los veían pasar flotando, hinchados, repugnantes y apestosos. Siendo mercaderes, muchos de ellos llevaban la cuenta aproximada de lo que veían y sonreían forzadamente.
Llovió durante días, de manera que cada hogar estaba mojado y en ninguna casa griega había un rincón realmente seco, porque la humedad se pegaba a las mantas y las túnicas de lana. El humo que se alzaba sobre la ciudad hablaba de fuegos que ardían mal por culpa de la leña empapada, y el olor de la madera quemada competía con el hedor de la lana mojada y la subyacente acritud del estiércol.
Quienes contaban cadáveres en el río miraban hacia las puertas y las carreteras que conducían a la ciudad preguntándose qué había ocurrido en el mar de hierba. Aguardaban noticias de sus hermanos, sus padres, sus hijos y maridos, de sus amantes; prácticamente de toda la población de hombres libres. Unos pocos habían pasado flotando. Las mujeres los lloraron. Los hombres alzaron la vista hacia la ciudadela, con su guarnición macedonia, y sus maldiciones se elevaron a los cielos.
Los días pasaban y seguía lloviendo, y las maldiciones manaban como la lluvia. Las imprecaciones comenzaron a fluir día y noche. Un par de macedonios, en realidad peones de granja pese a los aires que se daban, fueron acorralados y apaleados en el ágora por una turba de esclavos. El comandante de la guarnición, Dion, respondió brutalmente, enviando a dos tercios de sus hombres a arrasar el mercado al alba, donde perecieron doce hombres, uno de ellos ciudadano.
Tras la tempestad, llegó la calma. Dion dijo al tirano que tenía a la ciudad atemorizada.
El tirano lo llamó idiota y bebió más vino sin aguar.
A la noche siguiente, otro jornalero macedonio fue degollado. Los insensatos que lo hicieron habían dejado su cuerpo ante la puerta de la ciudadela. Dion dio sus órdenes y, por la mañana, tomó represalias.
La muralla de la ciudad estaba resbaladiza a causa de la lluvia. Los hombres que trepaban en la húmeda oscuridad agradecían las gruesas sogas de cáñamo con nudos a cada tanto, y más aún los fuertes brazos de sus amigos y esclavos en lo alto de la fortificación. Permanecieron allá arriba tras unos momentos de terror, se abrazaron y desaparecieron en la noche.
—Estamos demasiado lejos de la puerta —dijo un hombre mayor. Le dolían las recientes heridas, y su genio, nunca del todo sereno, estaba encendido—. Si tienen arqueros en las murallas, ya podemos darnos por muertos.
Los hombres que tenía alrededor iban agachados, atentos como cazadores, escuchando cualquier sonido procedente de la ciudad que tenían debajo. Las murallas más cercanas quedaban a dos estadios de allí. Todos los hombres estaban de pie junto a la cabeza de sus caballos, con ambas manos levantadas, listos para sofocar cualquier relincho.
—¡Silencio! —ordenó el hipereta—. Atentos a las antorchas.
—Ya tendrían que estar aquí —observó uno de ellos.
—Quizá los han interceptado en la muralla —dijo otro.
—¡Callaos de una puta vez!
El susurro del hipereta transmitió más furia que si hubiese gritado.
Se oía un retumbar de pasos en la ciudad baja; demasiado ruido, y nada que hacer al respecto. La madera se golpeó contra la piedra cuando una mujer cerró las persianas de un portazo al asomarse a su balcón para ver qué pasaba.
Respiración ronca, piernas que avanzaban vigorosas, pies que chapoteaban por entre la mojada inmundicia de la ciudad sin importarles el cieno. Escudos que golpeaban espaldas, correas que cortaban el resuello de los hombres y les dejaban magulladuras en los hombros. Ojos que se esforzaban por seguir al hombre que tenían delante, uno tras otro, de modo que la larga hilera serpenteaba como un gusano a través del barrio de los esclavos al que la mayoría de hombres libres sólo acudía para echar un polvo rápido contra la fachada de una casa, a lo sumo. Esta vez no.