—¿Sabías que veníamos? —preguntó Kineas, atando cabos de repente.
—Nihmu dice por venir, dice «proteger al rey». —Ataelo se encogió de hombros—. No por necesitar niña para decir por proteger.
—¿Anoche nos vigilabas? —preguntó Niceas.
—No. Por hoy desde que el sol salió por allí. —Ataelo cerró un ojo y levantó una mano, con la palma abierta, justo por encima del horizonte.
Niceas meneó la cabeza.
—Ayer noche nos seguían el rastro. Si nos han visto llegar…
Kineas respiró hondo, de súbito ansioso por terminar con aquello.
—Si tenían intención de tendernos una emboscada, han tenido todo el día para hacerlo —repuso.
Las sombras se alargaban en los prados que tenía debajo y el aire se enfriaba a medida que los rayos del sol caían más lejos. Niceas y Kineas tuvieron que aplicarse para refrenar la impaciencia de sus caballos. El caballo geta de Kineas era el peor, se inquietaba constantemente y volvía la cabeza al menor movimiento, de modo que Kineas tuvo que desmontar y sujetarle la cabeza.
La muchacha rubia le dedicó una mirada de lástima; lástima por lo mal entrenado que estaba su caballo.
En dos ocasiones oyeron voces, y en ambas eran de unos persas que cogían agua del Tanais, debajo de ellos. Luego, cuando el sol aún era visible, vieron a un par de jinetes que salían del prado y cabalgaban un trecho corto monte arriba, desde donde tenían una buena visión del camino del este a sus pies.
Ataelo gruñó indignado porque, por casualidad o por alguna razón, los nuevos oteadores estaban mucho mejor situados que la pareja a la que reemplazaban para avisar al campamento de que se aproximaban. Chasqueó la lengua mientras los observaba y, al cabo de un rato, llamó a un guerrero de los Caballos Rampantes de su banda y ambos salieron cuesta abajo por la parte trasera de la sierra. Samahe desmontó y se tumbó en el mantillo, protegiéndose los ojos con la mano.
El tiempo transcurría despacio. Las mujeres sármatas estaban muy nerviosas y en cambio sus caballos seguían tranquilos, mascando en silencio cualquier cosa que tuvieran a su alcance, aunque por lo demás inmóviles. Niceas sacó y envainó la espada una docena de veces. Kineas se afanaba en intentar que su mal entrenado caballo se portara.
Lo asombraba aquella exhibición de disciplina. Una vez más. El no habría logrado que una docena de jinetes griegos guardaran tanto silencio sin la esperanza de conseguir un suculento botín.
Aún no había terminado de pensarlo, cuando se preguntó si no estaría suponiendo mal. Quizá los griegos pudieran hacerlo igual de bien. Tal vez practicando, saliendo unas cuantas veces con patrullas sakje…
Samahe se puso en cuclillas y Kineas salió de su ensoñación para observar el terreno que tenía debajo. Los dos oteadores montados eran casi invisibles, incluso desde arriba, pero pequeños movimientos en los árboles revelaban su posición a un atento observador. Ahora bien, a diferencia de Samahe, Kineas no lograba ver a Ataelo ni a su acompañante, de modo que lo primero que advirtió de su avance fueron un par de flechas que surgieron de las rocas de la derecha y cayeron silenciosamente sobre los oteadores.
—¡Ahora! —gritó Samahe en sakje, y se montó de un salto en su caballo y salió cuesta abajo a una velocidad que aterrorizó a Kineas, quien iba justo detrás de ella y no podía, por el bien de su honor, ir más despacio. Llegó al fondo del valle al galope, ya sin sentir miedo por lo malo que había sido el descenso en sí, y preparó una jabalina mientras cruzaban el prado a la carrera. Ahora veía el campamento, y le pareció que estaba lleno de hombres y caballos, docenas de ellos. Algunos llevaban arcos. Uno levantó el suyo y disparó, pero la flecha pasó muy por encima de Kineas, que se agachó sobre las crines de su caballo y siguió galopando, directo al centro del campamento de bandidos.
El caballo de Samahe esquivó un obstáculo en el prado, y ella disparó en la colina siguiente; su flecha lamió las flores y la hierba antes de derribar a uno de los pocos bandidos que iba a lomos de un caballo. La segunda flecha ya estaba en el aire.
Las chicas sármatas no estaban disparando. Gritaban con todo el entusiasmo del guerrero joven, desprendiéndose así de su miedo y su euforia, y arremetían directamente contra los bandidos que estaban junto al río.
Kineas atravesó el campamento sin tocar las riendas. Nadie le opuso resistencia y dejó atrás al grupo de bandidos de la orilla para subir la cuesta de una loma hasta un claro de bosque donde había una granja abandonada y la manada de los bandidos. Había diez hombres en el claro y, pese a los gritos que llegaban desde la ribera, parecieron sorprenderse cuando apareció allí en medio, y dos de ellos cayeron sin tiempo a coger un arma.
Kineas hizo girar a su caballo y extendió el brazo, aprovechando el impulso del movimiento para cambiar de mano el asta y las riendas en una sola zancada de su montura, y un círculo de gotas de sangre salieron volando de la punta de su jabalina en rotación.
Se sintió como un dios, al menos por un instante.
Uno de los hombres llevaba un arco y disparó contra su caballo, que se desplomó en otra zancada; Kineas cayó, quedándosele una pierna atrapada debajo, y luego rodó por el suelo hasta perder la jabalina. Se levantó apoyándose en un árbol, y lo rodeó para poner el tronco entre él y el arquero.
El arquero se rió.
—¡Toma ésa! —gritó en persa. Disparó. La flecha dio en el árbol y se hizo añicos, y el persa se volvió a reír. Tenía la barba negra y los ojos pintados con khol como un noble bactriano.
Abajo, en el río, los hombres perecían. Barbanegra lanzó otra flecha.
—¡Coged caballos! —gritó por encima del hombro, y dos chicos corrieron a obedecerle.
Kineas se quitó la clámide y se la enrolló en el brazo, al tiempo que corría hacia un árbol mayor que quedaba a su derecha.
—¡Toma ésa, griego! —Barbanegra disparó otra vez y su flecha impactó en el nuevo árbol.
Kineas dio un salto y recuperó su jabalina, evitando las coces de su montura geta agonizante y escondiéndose detrás de otro árbol justo cuando una tercera flecha rozó la corteza y golpeó la clámide que llevaba enrollada en el brazo.
—¡Toma ésa, ramera! —gritó Kineas, y le arrojó su jabalina. Entonces avanzó, saltando por encima de un árbol caído en su carrera, haciendo caso omiso de sus pocas posibilidades. Mejor eso que dejar que un maestro arquero se tomara su tiempo, además algo había ido mal en la lucha junto al río.
Su jabalina se clavó en el hombre que estaba junto al arquero, y lo derribó como al venado. El arquero dio media vuelta y echó a correr, Kineas tras él. Había más hombres en el claro y se dispusieron a detenerlo, pero ninguno puso la vida del arquero por encima de la propia, y Kineas corrió a través de ellos, derribando a uno con la espada al pasar.
Los dos chicos habían cogido un par de caballos cada uno y Barbanegra tomó el primero que pilló, apartó de un empujón al chico que lo sujetaba y montó de un salto, haciendo girar la cabeza del animal. Al otro lado del claro apareció Samahe disparando mientras se acercaba, y el otro chico cayó chillando con una flecha clavada en el vientre. Kineas se vio cruzando aceros con otro persa, otro noble, a juzgar por el púrpura de su andrajosa capa. Manejaba bien la espada y era muy agresivo.
Barbanegra dio la vuelta a su caballo y disparó. Lo mismo hizo Samahe. Ninguno de los dos dio en el blanco. Ambos se movían deprisa, pegados al lomo del caballo, y luego Kineas ya no pudo prestarles más atención.
El persa dio un salto y lo golpeó con fuerza en la cabeza. Kineas paró el golpe y sonó un entrechocar de aceros, y el persa le dio una patada en la espinilla. Kineas empujó su espada hacia arriba rompiendo la guardia de su oponente y entonces deslizó un pie detrás del tobillo del hombre y empujó otra vez, con la esperanza de derribarlo; pero el persa saltó hacia atrás, cortando alto.
Era todo un espadachín.
Kineas lo esquivó y contraatacó, y le hizo un tajo en la mano. Pero el persa ya había visto antes aquella jugada y efectuó una defensa alta que convirtió en un golpe por encima de la cabeza, golpe que Kineas esquivó por los pelos, recibiendo un mandoble en el hombro que no llegó a rajarlo. Con la mano izquierda, agarró la fusta sakje que llevaba sujeta en la faja a la espalda, la empuñó y cambió de postura poniendo el pie izquierdo por delante, manejando la fusta a modo de escudo.
El persa tenía una faca en la mano izquierda y avanzaba pisando fuerte, con el arma por delante.
Kineas retrocedió, pateó la pinaza y se arriesgó a mirar por encima del hombro. Ataelo disparaba detrás de él, en la dirección por la que había venido. Algo iba muy mal.
El persa sonreía. Lo rajó con la faca, tan sólo un amago que apenas lo hizo sangrar. Kineas se retiró un paso y la sonrisa del persa se ensanchó. De pronto cambió de ritmo, pivotando sobre el pie izquierdo y acometiendo con la espada para luego intentar atrapar la espada de Kineas con su faca.
Kineas a duras penas logró eludir la trampa, retorciendo el cuerpo, desgarrándose un músculo del cuello, renegando para sus adentros. Retrocedió un poco más, consciente de que aquel duelo estaba durando demasiado. Ataelo gritó en sakje algo a propósito de una herida.
Kineas efectuó un ataque alto con la espada, logrando sólo un golpe ligero contra el antebrazo de su oponente y suscitando un contraataque con la misma técnica; pero esta vez Kineas lo azotó fuertemente con la fusta de montar en la mano que sostenía la espada y luego cortó bajo con la espada, de manera que alcanzó al persa en la cadera, donde le hizo un corte profundo. El hombre dio un traspié hacia atrás. Ya no sonreía, pero tuvo la gentileza de saludar con la mano de la faca.
Kineas dio un salto al frente y golpeó con dureza el sable del persa, que no tuvo más remedio que soltarlo; el azote le había hecho daño y Kineas se dio cuenta.
—¡Ríndete! —gritó en persa.
El persa echó un vistazo por encima del hombro y vio que Samahe lo apuntaba a la espalda con una flecha. Asintió tres veces, como si se le acabara de ocurrir una cuestión filosófica, y tiró su faca al suelo.
—Me rindo —dijo.
Kineas levantó su espada, se apartó de él y fue en busca de Ataelo y Niceas. Ataelo estaba con la manada, gritando órdenes. De Niceas, no había ni rastro.
El espadachín fue el único prisionero. Su primo, Barbanegra, no había salido con vida del duelo de arquería contra Samahe y Ataelo, y el resto de su tropa había sido degollado o había huido. Kineas estaba un poco sorprendido con la violencia de los sakje, pero sólo un poco. Más le preocupaba Niceas.
Niceas yacía en el prado de flores con una flecha en las costillas. No estaba muerto, tan sólo inconsciente a causa de la caída, y una flecha le había rajado el costillar de abajo arriba, hasta abrirle una herida en el hombro.
—¡Mierda! —exclamó Kineas.
—Yo lo salvaré —dijo Nihmu.
Kineas giró en redondo. No la había visto acercarse, no había visto su caballo. Llevaba un arco colgado del hombro y el carcaj vacío. Se volvió y corrió por el prado hacia el campamento de los bandidos, y Kineas se quedó para poner lo más cómodo posible a su camarada. Enrolló la clámide de Niceas, se la puso bajo la cabeza y cortó los restos de su túnica para liberarle el cuerpo.
Nihmu regresó con un cuenco de cobre lleno de agua, todavía humeante de la hoguera de los bandidos.
—Parece peor de lo que es —dijo con la confianza de un adulto. Luego, en voz más baja, agregó—: Sirven ha muerto.
—¿Sirven? —preguntó Kineas.
—La hija mayor de Lot. La chica rubia. —Nihmu se encogió de hombros—. Le dije que moriría si luchaba aquí. Y, cuando bajó, todos pelearon por su cuerpo. A Ataelo le han hecho un tajo. —Señaló a una niña pelirroja de catorce años que lloraba—: Su hermana ha perdido un dedo y le han dado un flechazo en la pierna. Todos están muy enfadados.
Hablaba como la niña que era y, además, como una niña disgustada.
Kineas sintió que le sobrevenía la fatiga posterior al combate, ya que el daimon que lo poseía durante la lucha le dejaba el cuerpo vacío de cualquier otro sentimiento salvo el pesar.
Nihmu lavaba la herida con agua caliente, el pelo moreno le colgaba en mechones tapándole la cara.
—Todos están muy enfadados —repitió—. Por eso han matado a todos los bandidos.
—¿A todos? —preguntó Kineas, volviéndose para mirar a su prisionero.
—Deberías ir con él. Un día te devolverá el favor. Eso si Ataelo no le corta antes la cabellera.
Kineas dio media vuelta y trotó hacia la penumbra en busca de su persa.
Lo encontró enterrando a Barbanegra. Kineas oía a los sármatas llorar la muerte de Sirven con su hermana. «Mosva —pensó—. Se llama Mosva.» Kineas dejó trabajar a su prisionero persa y bajó al río en busca de Ataelo.
—¡Estúpida niña! —maldijo Ataelo amargamente—. Estúpida niña bárbara sármata. —Tenía los ojos anegados en lágrimas y le temblaba la voz—. Luchan como locas, espada contra espada contra hombres adultos, hombres duros. ¡Y yo por idiota! Demasiado tiempo luchando con estúpidos griegos.
Kineas abrazó al pequeño sakje, y apretó la mano de Samahe, y también abrazó a la princesita pelirroja, que se aferró a él y lloró hasta incomodarlo, y luego un buen rato más, de modo que se quedó mirando la creciente oscuridad y dándole palmaditas en la cabeza, pensando vaguedades sobre el bien y el mal y sobre lo lejos que estaba de ser un hombre virtuoso si era incapaz de consolar a una chiquilla que acababa de perder a sus hermanas. Pero finalmente ella percibió su incomodidad y se apartó con una disculpa, y luego él se castigó a sí mismo yendo a ayudar al persa a enterrar a su primo. Después se sentó junto al fuego y preparó sopa de cebada para Niceas, que seguía inconsciente.
—Vine a buscarte —dijo Nihmu, arrodillándose a su lado—. No me gustó que mataran a los prisioneros. Me dio miedo.
—Matar prisioneros nunca está bien. A veces hay que hacerlo, cuando están heridos y no puedes ayudarlos. A veces… ocurre.
Se encogió de hombros, a su mente acudió la imagen del geta que había matado un año atrás y sintió un escalofrío.
—Es la hora. ¿Ya estás trepando al árbol? —le preguntó Nihmu.
Kineas asintió.
—Sí.
—Te vi en el mundo de los sueños; hace tres noches, creo que fue. Eres un águila —dijo la niña.
Kineas se estremeció de nuevo por una razón bien distinta. Hablar del mundo de los sueños de aquella manera era como hablar de sexo; le constaba que muchos hombres lo hacían, pero él no. Hablar del mundo de los sueños con aquella… aquella niña, le resultaba casi imposible.