—¡Despierta ahora o muere durmiendo! —dijo la voz de Kam Baqca…
Ruidos en la oscuridad, y demasiado movimiento, y el carromato oscilando como si un hombre se subiera a él. Kineas saltó del lecho de pieles y su mano ya había empuñado la espada cuando el grueso fieltro que cubría el carromato se desgarró y una flecha le dio de refilón en la espalda causándole una punzada de dolor. Había antorchas en la oscuridad, y destellos de armas.
Srayanka se estaba poniendo de rodillas y Kineas la empujó hacia abajo justo cuando otra flecha se clavó profundamente en la madera de la plataforma del carromato.
—¡Los muertos! —gritó Kineas en griego.
Una silueta negra se subió a la plataforma con una espada en cada mano. Kineas aún estaba adormilado, tenía la mente en otro mundo.
El rostro de la criatura era negro. Titubeó, una reacción demasiado humana, y luego blandió ambas espadas a la vez. La niebla del sueño se disipó un poco más y Kineas se dio cuenta de que su adversario era un hombre con la cara tiznada. Mientras reparaba en ello, comprendió que el torpe ataque de aquel hombre era una distracción, y al agacharse para esquivar un golpe volvió la cabeza y vio a otra figura negra en el extremo opuesto del carromato, iluminada por la lámpara de aceite. Levantaba un arco, también titubeando, como si no supiera hacia dónde disparar.
Kineas no vaciló. Hizo un tajo a su primer adversario, un mandoble largo por encima de la cabeza con una rotación de muñeca al final, de modo que la torpe parada del hombre no logró impedir que la curva invertida de la hoja egipcia le cortara el cuello. Se desplomó sin un grito, con la cabeza medio cercenada y chorros de tinta negra manando a la luz de la luna.
Kineas brincó hacia atrás y golpeó al arquero, y su golpe rebanó el arco a la altura de la empuñadura. Un extremo del arco partido salió despedido hacia atrás y le atizó en la mano, haciéndole soltar la espada a causa del dolor, mientras que el otro extremo acuchilló el rostro del arquero. Kineas le propinó una patada y el arquero cayó del carromato. Otra flecha silbó en la oscuridad y pasó entre las piernas de Kineas.
—¡Alerta! ¡Nos atacan! —gritó Kineas en sakje. Oyó movimiento en las fogatas de los alrededores y gritos a lo lejos, pero los agresores eran silenciosos y de otro mundo, y a Kineas se le empezó a erizar el pelo del cogote.
Pese a la reinante oscuridad, vio que la empuñadura de su espada relucía sobre las alfombras del suelo del carromato, se agachó y la cogió. La notaba escurridiza por la sangre de su herida, así que se agachó otra vez para secarse la mano. Srayanka se levantó desnuda de espaldas a él, tensando un arco, y disparó antes de volver a esconderse detrás de los bancos.
Fuera, un hombre instaba a un ataque general. Kineas le oyó ordenar que todos «fueran juntos». Y una discusión; en sakje. Humano. Kineas inspiró profundamente y se calmó, desterrando así los últimos jirones de sueño.
El cerebro le funcionaba. Eran hombres; meros hombres, no espíritus vengativos que no habrían necesitado armas ni órdenes. Y él les traía sin cuidado; estaban allí para matar a Srayanka. Sólo eso explicaba el titubeo de los primeros agresores.
Al parecer, Marthax había hallado una solución al problema sucesorio.
El plan y su ejecución se sucedían sin solución de continuidad, y Kineas saltó de la plataforma del carromato y cargó directamente contra las voces que oía en la oscuridad. La espada egipcia derribó a un hombre que se volvía para enfrentarse a su arremetida, y empujó el cuerpo que se desplomaba para abalanzarse sobre otro hombre equipado con armadura completa. Éste le dio un mandoble y los aceros resonaron cuando Kineas paró el golpe.
Kineas retrocedió, situándose de manera que el hombre con armadura quedara entre él y la fogata para poder ver. El hombre al que había derribado gritaba (así que no era ningún monstruo de las tinieblas), y con sus gritos ahogaba cualquier otro sonido. El que llevaba armadura fue a por él, y Kineas se batió en retirada esquivando los pesados golpes, pero sus estocadas daban contra la gruesa loriga. No había suficiente luz para actuar con precisión, y se sentía apremiado por la falta de tiempo; de un momento a otro podía alcanzarlo un mandoble o una flecha por la espalda, y su cuerpo desnudo ofrecía mejor blanco que el de aquellos agresores pintados de negro.
Paró el siguiente golpe con la espada, empujó el otro acero hacia arriba y entró en el radio de acción de su oponente. Entonces forcejeó con él, agarrándolo por la cintura, y lo tiró al suelo, donde cada escama de la armadura le raspó el pecho desnudo. Ésa era la clase de lucha para la que estaban entrenados los griegos, y Kineas sabía que no había ningún sakje que pudiera con él. Su contrincante yacía derribado en el suelo, con los dedos de Kineas en la nariz, el pulgar en el ojo y la rodilla en la ingle; una salpicadura de sangre, olor a excrementos, y su hombre estaba muerto. Kineas aguzó el oído mientras se limpiaba la sangre del ojo del hombre y sintió náuseas; porque una cosa era ejercitarse en matar a un hombre de cerca, y otra muy distinta, hacerlo.
El hombre herido seguía chillando, y más a la izquierda, cerca del carromato, había pelea. Perdió unos segundos preciosos buscando su espada y echó a correr, aterrado al pensar que se había demorado demasiado y que ella ya estaría muerta.
Pero Srayanka no estaba muerta. Estaba en el carromato, luchando, y justo debajo de ella, el espartano Filocles blandía su pesada lanza negra. Tenía una flecha clavada en el hombro y otra en la pantorrilla, y dos hombres muertos a sus pies. La lanza negra mantenía a raya a un corro de adversarios, pero había más al otro lado del carromato, adonde Srayanka estaba disparando.
Kineas se aproximó en silencio y golpeó, y el acero egipcio atravesó limpiamente el cuello del hombre; luego dio un mandoble bajo, con el que cortó los tendones de las piernas de otro hombre. Entonces bramó:
—¡Atenea!
Y Filocles dio dos estocadas con la lanza. Un hombre se precipitó contra el costado de Kineas y de repente se vio en medio de una melé, rodeado de espadas por todas partes.
—¡Apolo! —se oyó gritar desde el otro lado del carromato. Era la voz de Diodoro.
Kineas se cayó, los pies le resbalaron al pisar sangre en la hierba mojada, y un acero silbó al rozarle el pelo. Rodó por el suelo hacia Filocles, se puso en pie y atacó a un nuevo adversario que paró el golpe y se le acercó para luchar cuerpo a cuerpo. Kineas le agarró la espada y se quedó paralizado: era Parshtaevalt.
—¡Kineas! —exclamó Parshtaevalt, y retrocedió. Entonces ambos lucharon espalda contra espalda durante una eternidad, quizás un minuto; el calor y el contacto de sus espaldas juntas significaban vida y seguridad.
—¡Apolo! —se oyó vocear de nuevo en la noche, una y otra vez, y la presión sobre Kineas iba cediendo. Golpeó bajo, algo que siempre resultaba peligroso a oscuras, y su rival se desplomó con un gruñido. Kineas retrocedió hasta notar la espalda de Parshtaevalt contra la suya e inspiró profundamente.
—¡Atenea! —gritó.
—¡Apolo! —respondieron otros hombres, y de pronto los tuvo a todos alrededor. Se abrió paso entre ellos, una horda de guerreros sakje y griegos mezclados. Allí estaba Urvara, desnuda como Srayanka, empuñando un arco rodeada de Gatos Esteparios. Detrás de ella, se erguía Bain, el joven jefe guerrero de los Manos Crueles, que cubría a Urvara arco en mano. Echó la cabeza hacia atrás y aulló como un lobo.
Kineas no tenía tiempo para ellos; corrió hacia el carromato.
Srayanka seguía allí, hermosa y fatal a la luz de la lámpara de aceite. Tenía un corte superficial en el cuello que le había sangrado por el costado derecho, haciendo que pareciera una estatua en blanco y negro.
—Ha sido Marthax —reveló.
—¡Estás viva! —exclamó Kineas.
—Ha sido Marthax —repitió Srayanka—. Quiere guerra. ¡Idiota! ¡Idiota! ¿Por qué no ha hablado conmigo?
—Nos tiene demasiado miedo —respondió Kineas. Entonces se dio cuenta de que ambos iban desnudos; de hecho, todos salvo los agresores muertos y heridos iban desnudos.
Srayanka asintió.
—Trae a los jefes que me sean leales —le dijo a Parshtaevalt, que se había acercado hasta allí.
Kineas se volvió y encontró a Niceas detrás de él, meneando consternado la cabeza.
—¿Qué te propones? —preguntó Kineas a la mujer que amaba.
—Coger a la gente que quiera marcharse y huir —contestó Srayanka—. De lo contrario habrá guerra cuando salga el sol, y los sakje ya nunca más volverán a unirse.
—Nos ha traicionado y ha incumplido el juramento de hospitalidad —dijo Urvara.
Srayanka meneó la cabeza.
—Tal vez.
Habló deprisa en sakje; demasiado para que Kineas la siguiera, y la mujer más joven asintió. A Kineas le dijo:
—O este ataque es cosa de uno de sus hombres, y se verá obligado a aceptarlo cuando se haga de día, o lo ha planeado él mismo y tiene otros mil jinetes aguardando para abalanzarse sobre nosotros al amanecer. Me llevo de aquí a mi pueblo y a los Gatos Esteparios, y a todo el que quiera venir.
—¿Ahora?
—Ahora. Me marcho al norte y al este. Cabalgaré hacia el norte hasta la Ciudad de las Murallas. Si me admiten, conseguiré dinero y grano. A partir de ahí, seguiré hacia el mar de hierba.
Kineas permaneció callado en la oscuridad, aún confundido por el sueño, con la agridulce excitación del combate en las venas, e intentó pensar.
—¡Nunca más volveré a verte! —protestó Kineas.
Srayanka le sonrió y bajó del carromato para abrazarlo.
—Es la voluntad de los dioses —repuso Srayanka—. Pero creo que no somos dos miembros de un clan perdidos en las llanuras. Tú eres baqca y yo sacerdotisa. Volveremos a vernos —dijo—. Ve y recupera tu ciudad. Luego, si así lo deseas, sígueme. Puedes ir por mar hasta la Bahía del Salmón; cualquier griego euxino sabrá mostrarte el camino. Nosotros iremos despacio; llevaremos muchos caballos y carromatos, y niños. Si no nos encuentras en el mar de hierba, sigue la ruta comercial hasta Maracanda. Es la ciudad más grande de la estepa.
—¿Maracanda? —preguntó Kineas. Una ciudad mítica. Meneó la cabeza—. Si yo puedo alcanzarte, ¡Marthax también! —observó Kineas. Las heridas le dolían; las nuevas, y las antiguas aún más. Pero lo que Srayanka decía tenía sentido. Y las llanuras no estaban tan vacías como solía creer. Había rutas y caminos.
—Marthax no querrá alcanzarme —dijo Srayanka. Le agarró la cabeza y tiró de ella para darle un beso hasta que, a pesar de sus heridas y de la sangre que la cubría, Kineas fue consciente de que estaban desnudos y a oscuras.
—¡Tengo que ser doña Srayanka! —exclamó ella, poniendo fin al abrazo y empujándolo—. ¡Vete!
—¡Escúchame! —suplicó Kineas—. Escucha, amor mío; puedo reagrupar a mis hombres en una hora. Marthax jamás se enfrentará a nosotros; los Gatos Esteparios, los Manos Crueles y mi falange lo aplastarán al amanecer. Serás reina.
Srayanka sonrió; una sonrisa que le dio a entender que ya lo había considerado y que, por más que lo amara, no necesitaba sus consejos políticos.
—Sería reina de nada —replicó—. En cambio, así, mi hijo será rey. Ahora vete.
—¿Hijo? —repitió Kineas estupefacto mientras ella lo apartaba y llamaba a Irene, su trompetera.
Y entonces ya no era amante o guerrero sino general, y tenía trabajo que hacer. La columna de Srayanka, con manadas de caballos, rebaños de ovejas y cabras y cien carromatos pesados partió hacia el este al amanecer. La caballería griega de Kineas escoltó su partida y los exploradores de Ataelo vigilaron a Marthax.
Marthax montaba su corcel, el sol naciente brillaba en su casco dorado y en su manto rojo, y sus guerreros llevaban el escudo en ristre, pero no se movieron.
El sol ya estaba en lo alto del cielo cuando los hoplitas de Kineas emprendieron la marcha hacia el sur. Como se dirigían a casa, iban contentos. Cantaron el pean mientras desfilaban ante los hombres de Marthax. Habían combatido juntos contra Macedonia y ninguno de los bandos parecía interesado en buscar problemas.
Kineas hizo caso omiso de la mano de Diodoro en su brida y de sus admoniciones, y se separó de la columna. Subió al trote a una pequeña loma donde Marthax, imponente con su manto rojo, contemplaba la escena, montado en su caballo de batalla, un animal magnífico que sacaba no menos de dos palmos a cualquier otro caballo del ejército. En torno a él, sus caballeros y sus jefes. Kineas los conocía bien. Habían sido compañeros de armas hasta la víspera.
—¿Somos enemigos? —preguntó Kineas sin más preámbulo.
Marthax parecía triste. Se encogió de hombros.
—¿Te casarás con ella? —preguntó él a su vez.
—¿Con doña Srayanka? Sí, tengo intención de casarme con ella.
Kineas llevaba un saco de tela en la mano y jugueteaba con el cordón que lo mantenía cerrado.
—Entonces somos enemigos —respondió Marthax despacio—. No puedo permitir que tú, el rey de Olbia, te cases con mi más poderosa jefe de clan.
Kineas lo miró a los ojos y pensó en el último año; planear y llevar a cabo una campaña con aquel hombre a su lado, su humor, su gran corazón, su invencible tamaño y su mente despejada.
—Te equivocas —repuso en voz baja—. No soy rey de Olbia. No quiero tu trono; y tú tampoco.
Marthax, un hombre impasible que no conocía el miedo, apartó la mirada para fijarla en la estepa.
—Yo seré rey —dijo—. Y no soy un Satrax, así que no voy a tolerar sus artimañas. Si no se casa conmigo no se casará con nadie.
Kineas meneó la cabeza.
—Te estás portando como un idiota. ¿Quién te da esos consejos? No se casará contigo. ¡Ni siquiera la deseas! Y su postulación al trono es mejor. Al primer error que cometas, las tribus te abandonarán.
Marthax se volvió lentamente hacia él. Se encogió de hombros.
—He dicho —sentenció—. Si regresa del este, será mi súbdita, mi esposa o un cadáver.
Kineas abrió el saco y dejó caer el contenido al suelo.
—Anoche estuvo a punto de convertirse en cadáver —dijo.
Los caballeros que estaban a su alrededor perdieron la compostura, y un murmullo de descontento llegó como una brisa sobre la hierba.
Marthax observó la cabeza cortada.
—¡Has matado a uno de mis caballeros! —exclamó, aunque parecía más confundido que enojado.
—Este atacó su yurta ayer noche —protestó Kineas, señalando la cabeza de Graethe—. Iba con cincuenta hombres. Todos están muertos. —Kineas miró alrededor—. Permíteme hablar claro. Tú, y sólo tú, has dividido a los clanes. Éste pagó por su intento de asesinar a la dama. Ahora ella cabalga hacia Oriente para luchar contra el monstruo. Dejarás que se marche.
Dejarás que se marche
. —Kineas inspiró profundamente—. Yo soy el señor de las lanzas errantes y de los caballos voladores. Y soy baqca. Hazle daño en su marcha hacia el este y quemaré tu Ciudad de las Murallas, y ningún mercader vendrá nunca más al mar de hierba.