—Hablo a la ciudad entera, a los ciudadanos y a las esposas y a las madres y a los granjeros y a los herreros y a los griegos y a los sindones e incluso a los esclavos —dijo. Un año de hablar en público había pulido su estilo, y la ocasión le brindó un silencio sepulcral.
»Nada de lo que yo pueda decir hará más grandes a los muertos a los ojos de los dioses —prosiguió Kineas—. Cleito, que dio su vida para salvaros del tirano, fracasó porque era un hombre solo. Pero todos los caídos juntos retiraron al macedonio del campo de batalla y lo mataron. Y todos juntos acabaron con el tirano y liberaron la ciudad. Todos los muertos se sacrificaron por igual para lograr el triunfo de la ciudad.
Paseó la mirada por el ágora y tuvo la sensación de estar viendo a muchos hombres que habían fallecido, y tal vez incluso a algunos que aún no habían nacido.
—Cuando nos enfrentamos a Zoprionte en la batalla, ningún hombre se arredró. Los sakje resistieron y los griegos resistieron. Los hippeis resistieron y los hoplitas resistieron. Los ciudadanos y los mercenarios resistieron juntos. De hecho, también los esclavos se mantuvieron firmes, y hoy esta ciudad tiene doscientos hombres libres más porque, como esclavos, no se acobardaron.
»La virtud, la libertad y la confianza son cosas que atañen a todos los hombres, no sólo a unos pocos políticos o a unos pocos soldados —agregó—. Te voy a reprender, Olbia, a plena vista de todos los dioses. Dejaste que un puñado de hombres dictara tus leyes y pagara a otro puñado de hombres para guardar tus murallas, y esos pocos se convirtieron en tus gobernantes. ¡Políticos y mercenarios! —bramó Kineas, y las paredes devolvieron el eco de sus palabras.
»Cleito murió para derrocar al tirano —prosiguió—, y fracasó porque era un hombre solo, asesinado por su voz. Nosotros nos metimos en un baño de sangre para detener a Macedonia; sí, y perdimos a cientos de los mejores hombres de esta ciudad en la flor de la vida. Pero a nuestro regreso derrocamos al tirano en una hora gracias a un millar de manos dispuestas a ayudarnos a entrar en la ciudad y en la ciudadela. ¡No permitáis que esta lección caiga en el olvido, ciudadanos de Olbia! ¡Mujeres de Olbia! ¡Esclavos de Olbia! ¡En vuestras manos tenéis las llaves de la ciudad y las llaves de vuestras cadenas!
«Cadenas, cadenas, cadenas», repitió el eco.
—Si Cleito hubiese vivido, ahora sería arconte —concluyó Kineas—. Era un hombre honesto, un orador convincente y un legislador cualificado. Pero está muerto. —Kineas hizo una pausa y luego señaló a otra Niké, también de casa de Nicomedes, a su lado en la escalinata—. De haber vivido, también Nicomedes podría haber sido arconte. Deseaba el puesto con toda su ambición y tenía talento para llevar a la ciudad a la grandeza. Pero cayó en la batalla.
Kineas miró a la multitud, donde algunos hombres gritaban como si les hubieran pagado para ello:
—¡Pues llévanos tú!
Kineas negó con la cabeza.
—He actuado como arconte durante unos días para ocuparme de que se diera sepultura a los caídos y se aprobaran buenas leyes. Pero no seré tirano. Y si me quedo, o yo mismo me convertiré en vuestro señor, o vosotros me haréis tomar el poder. Tengo que ir al este a luchar contra Macedonia para conservar la libertad que acabáis de ganar. Nuestros aliados de las llanuras siguen necesitando nuestra ayuda, y voy a reunirme con ellos. Cuando regrese, seréis un estado fuerte, con una asamblea libre, y daré mi voto y rezongaré cuando mi moción sea derrotada, y beberé vino en una taberna renegando porque mi bando haya tenido menos voces.
Luego refirió la historia de la campaña, desde que corrieran los primeros rumores a propósito de Zoprionte hasta que la asamblea votó ir a la guerra, pasando por la batalla contra los getas y concluyendo con la última de ellas; un relato largo que le dejó la voz ronca cuando llegó al final. Mencionó a tantos caídos como pudo, desde el joven Kyros, que había sido un gran atleta, el primero en caer en combate, hasta Sátiro de los Cíclopes, fallecido en el patio del palacio del tirano. Pronunció sus nombres y relató sus hazañas hasta que la muchedumbre lloró otra vez ante tan elevado número de caídos. Y mientras hablaba, el sol ascendió hasta lo más alto del cielo.
Cuando se calló, Eladio saludó al disco del sol y todo el pueblo aplaudió entusiasmado para entonar, acto seguido:
Comienzo cantando a Deméter,
la diosa de cabellos brillantes,
y a Perséfone, su hija, también blanca
y de finos tobillos. El Hades se la llevó,
Zeus se la dio a su hermano,
el clarividente Señor del Trueno.
Cantaron el himno hasta el final y luego otro a Apolo con el sol de lleno en sus caras. Y entonces Kineas levantó los brazos pidiendo silencio y convocó la asamblea para el día siguiente. Hizo una reverencia ante los símbolos de las tumbas de Cleito y Nicomedes como si ambos hombres estuvieran allí con él, y luego bajó renqueante la escalinata del templo, montó en su caballo y se marchó.
Aquella noche, Kineas soñó otra vez con la columna de los muertos, y de nuevo un amigo muerto vomitó arena; en esta ocasión lo hizo Graco, un amigo de la infancia que llevaba mucho tiempo fallecido. Pero el tono del sueño cambió y le dio menos miedo. Y luego se le apareció una mujer.
—He venido a ofrecerte una elección —dijo. Tenía la piel blanca de una diosa y se parecía a su madre; o a otra mujer a quien conocía tan bien como a su madre.
Kineas le sonrió en el sueño porque era un sueño muy griego, un bienvenido alivio que poco tenía que ver con la angustia del árbol, los animales totémicos y los extranjeros que habían infestado sus sueños desde que llegó a las llanuras. Iba vestida con una prenda muy peculiar, una falda acampanada y una chaqueta ceñida que le dejaba los pechos al descubierto. Kineas había visto una vez a una sacerdotisa ataviada de esa guisa, y también estatuas antiguas.
—Plantea tu elección, Diosa —instó Kineas.
La mujer se rió cuando la llamó diosa.
—Si te quedas aquí, serás rey. Gobernarás con atino y prudencia, y tu ciudad será la más rica del círculo de los mares.
Kineas asintió.
—Si viajas al este, tu vida será corta… —prosiguió la mujer. Kineas la interrumpió sin querer.
—¿Esta es la elección de Aquiles? —preguntó—. ¿Si voy al este, tendré una vida corta pero gloriosa? ¿Y el mundo entero conocerá mi nombre?
La mujer sonrió, y fue una sonrisa agorera de esas que aterraban a los hombres.
—No me interrumpas —le advirtió—. El orgullo desmedido tiene muchas formas.
Kineas guardó silencio.
—Si vas al este, tu vida será corta y sólo tus amigos y tus enemigos conocerán tu nombre —precisó la mujer.
Kineas asintió:
—Parece una elección fácil.
La diosa sonrió. Le dio un beso en la frente…
Al despertar, reflexionó sobre el significado del primer sueño; un sueño real, de eso estaba seguro. Necesitaba a Kam Baqca para interpretarlo, pero se le ocurrió que Eladio no era tan tonto como a veces pretendía. El segundo sueño no precisaba interpretación.
Kineas se levantó, notando aún el beso de la diosa en la frente y con una sensación de bienestar, un ánimo muy distinto del que tenía el día anterior. El sol brillaba en la arena del hipódromo. Y al fondo del pabellón, Sitalkes estaba incorporado en la cama y Coeno pidió un libro, y el humor en el cuartel cambió como si el sol hubiese penetrado en su interior. De hecho, Kineas se preguntó si los hombres eran seres más simples de lo que él suponía para que un día de sol pudiera cambiar en tal medida su estado de ánimo o bastara para curar a hombres heridos que habían abandonado toda esperanza y se habían vuelto de cara a la pared, aguardando la muerte. Los hombres se recobraban en la ciudadela y en sus hogares, como si la caricia del sol transmitiera la curación del Señor del Arco Plateado.
Kineas tenía prevista una reunión matinal con los capitanes atenienses en calidad de arconte en funciones, pero mucho antes de eso se puso su segunda mejor túnica y una clámide ligera y salió del cuartel a solas. Compró un zumo de frutas en un tenderete del ágora, comió un pastelito de semillas ante el puesto de un joyero, adquirió un bello anillo de oro para Srayanka y subió la escalinata del templo de Apolo justo cuando terminaba la plegaria matutina al sol.
Kineas aguardó a que el último cantante hubiera salido hacia el vestuario antes de abordar al sacerdote, y le sorprendió ver a una muchacha sakje desfilando con las doncellas.
El sacerdote guardaba sus vestiduras, examinaba la fina lana en busca de manchas mientras la iba doblando.
—Eladio —dijo Kineas—. El Señor del Arco Plateado ha visto oportuno devolvernos el sol.
Eladio asintió.
—Mi señor oculta su ira.
Kineas arqueó una ceja.
—¿Ira?
Eladio se encogió de hombros.
—¿Quién conoce los designios de los dioses? —preguntó—. Pero me imagino que mi señor no estaba complacido con los cuerpos sin enterrar en el vado del río Dios y ocultó el sol, tal como el Señor de los Caballos envió sus aguas para que cubrieran a los muertos en el vado.
Kineas asintió lentamente. Su madre y sus tíos habían sido creyentes; en todo veían la mano de los dioses.
—Quizá sea como dices —admitió.
—O no —replicó Eladio—. No peco de orgullo desmedido. ¿A qué debo el honor de que asistas a mi plegaria matutina?
—¿Quién es la muchacha sakje? —inquirió Kineas.
—Su padre era sacerdote; un gran profeta, aun siendo bárbaro. Su hija siempre es bienvenida.
Eladio sonrió a la muchacha que ya se marchaba.
—¿Conocías a Kam Baqca? —se sorprendió Kineas.
—¡Por supuesto! —exclamó Eladio—. Viajaba mucho. Pasó el invierno aquí en varias ocasiones.
Tomó a Kineas del brazo y lo condujo hacia el interior del templo.
—Siempre pienso en Kam Baqca como en una mujer —comentó Kineas.
—Nosotros le conocimos antes de que hiciera ese sacrificio —dijo Eladio, y acto seguido meneó la cabeza—. No creo que hayas venido a hablar de chamanismo bárbaro, por interesante que sea.
—Tengo un sueño —contestó Kineas.
—Tienes sueños poderosos, arconte. En realidad, me fijé cuando los sakje te trataron como a un sacerdote. —Eladio se volvió y comenzó a caminar hacia el jardín del templo—. Ven, demos un paseo.
Kineas se colocó a su lado.
—Sí. Los dioses siempre han estimado conveniente enviarme sueños poderosos.
Eladio asintió.
—Es un gran don. Percibo la voluntad de los dioses para contigo, y es fuerte. No necesito ser sacerdote para decirte que el interés de los dioses no siempre es una bendición. —Esbozó una sonrisa—. Los poetas y los dramaturgos siempre han estado de acuerdo en este punto.
Kineas se detuvo y miró al sacerdote como si lo viera por primera vez. Eladio era cualquier cosa menos humilde, y la ironía que acababa de mostrar no era propia de su personaje público.
Eladio enarcó una ceja.
—¿Recibes algo más que sueños, arconte? ¿Percibes la voluntad de los dioses estando despierto? ¿O las voces de los muertos?
Kineas se mesó la barba.
—¡Haces que la cabeza me dé vueltas, sacerdote! —Dejó vagar la vista por la quietud del templo—. No sé cómo responder a esto, no soy consciente de recibir otros mensajes de los dioses. Pero tal vez no les preste la debida atención. Dime a qué te refieres.
Eladio se rascó el mentón.
—Escucha, arconte. Tienes poderes sacerdotales. Los he visto en muchas partes; es bastante común entre los medos. No todos los hombres con poderes sacerdotales devienen en sacerdotes. ¿Conoces todas las clases de adivinación?
Kineas negó con la cabeza. Se sentía como un colegial. Su tutor le había enseñado cosas sobre adivinación.
—Hay tres clases, me parece recordar —respondió.
—¿Tu tutor era seguidor de Platón? Espero que no fuese pitagórico. Hay tantas clases de adivinación como pájaros en el cielo, pero te resumiré las tres principales para que puedas estar alerta. —La voz de Eladio asumió un tono profesional—: Mi padre me enseñó que existen tres clases de adivinación. Está la adivinación natural; la voluntad de los dioses revelada en el vuelo de los pájaros, por ejemplo. Yo la practico a diario. O tal vez en las entrañas de un sacrificio, como el que llevé a cabo para ti en el campo. ¿Recuerdas? Luego está la adivinación oracular; la voluntad de los dioses transmitida directamente a través de un oráculo. Esta puede ser difícil de interpretar: versos, palabras arcaicas; a menudo parecen no tener sentido o dejan a quien escucha más confundido con el enigma de lo que estaba con la pregunta. Y por último está la adivinación de los sueños; la voluntad de los dioses susurrada a través de las puertas de asta en nuestras mentes durmientes. —Eladio se encogió de hombros—. Los muertos también pueden hablar sirviéndose de cualquiera de estos canales; o, mejor dicho, podemos adivinar lo que dicen. Por ejemplo, existe el
kledon
, en el que un dios, o un muerto, pueden hablar en boca de un transeúnte, o incluso a través de una muchedumbre, para que un sacerdote pueda oír el discurso del dios manifestándose al azar. —Sonrió—. Me temo que empiezo a ponerme pedante. Cuéntame qué has soñado.
Kineas le contó el sueño sobre sus amigos muertos.
Eladio meneó la cabeza.
—Rara vez he tenido un sueño tan poderoso —observó un tanto irritado—. No me extraña que los bárbaros te traten como si fueras sacerdote. ¿Y lo has soñado dos veces?
Kineas asintió.
—O más.
Eladio arrugó la frente.
—¿Más?
Kineas miró hacia otro lado, como si de repente le interesaran más los mosaicos del dios que cubrían las paredes interiores del jardín del templo. No quería decir a Eladio que había tenido el sueño a diario desde la noche en que habían atacado a Srayanka.
Eladio se frotó las manos.
—Me parece posible —dijo con prudencia— que los muertos de la gran batalla quieran ser enterrados. Y que hablen por boca de tu viejo amigo.
Kineas estuvo de acuerdo.
—Lo suponía. Pero no puedo organizar el entierro de diez mil cadáveres, ni aun poniendo a trabajar a todos los esclavos de esta ciudad. Y hoy me ha parecido que Kleistenes me ofrecía un regalo; bastaba con que yo tuviera la inteligencia para tomarlo.
Eladio asintió:
—Mi primera interpretación es la obvia. Lamento decir que no puedo descartarla sólo porque su consecución sea imposible; los dioses hacen grandes peticiones. Por otra parte, tu idea a propósito del regalo es interesante. Rezaré por ti; te aguardo a última hora del día.