Por lo demás se comprobó que, aparte del herido, habíamos perdido un solo hombre, que había desaparecido de modo misterioso. Se trataba de un soldado que era ya casi inútil para el servicio de campaña, pues una herida anterior había dejado en él la secuela de un miedo enfermizo. Hasta el día siguiente no lo echamos en falta; supuse que, lleno de miedo, habría corrido hacia uno de los trigales y que allí una bala certera lo habría derribado.
Al atardecer del día siguiente recibí la orden de hacerme cargo otra vez de aquel puesto de vigilancia avanzado. Como cabía la posibilidad de que en el intervalo el adversario se hubiese hecho fuerte allí, rodeé el bosquecillo con dos destacamentos, en forma de tenaza. Uno lo mandaba Kius; el otro, yo. Por vez primera utilicé aquí un modo especial de aproximación a un punto peligroso: consistía en envolver el objetivo en un amplio círculo, haciendo que los hombres marchasen en fila india. De esta manera, si se descubría que el enemigo ocupaba el lugar, un simple giro a derecha o a izquierda nos proporcionaba un frente de tiro que cogía de flanco al adversario. Después de la guerra introduje esta táctica en el «Reglamento de combate de la infantería» con el nombre de «fila de tiradores».
Nuestros dos destacamentos se encontraron al pie de la pendiente sin haber sufrido ningún contratiempo —si prescindimos de que Kius, al montar su pistola, estuvo a punto de meterme una bala en el cuerpo.
Del enemigo no quedaba el menor rastro visible; sólo en aquel camino en hondonada que yo había reconocido con el sargento Hackmann había un centinela; nos dio el alto, disparó una bengala y abrió fuego contra nosotros. Tomamos buena nota de aquel impertinente joven para darle su merecido en nuestra próxima excursión.
En el sitio donde la noche anterior habíamos rechazado el ataque de flanco había tres cadáveres: dos indios y un oficial blanco. Este llevaba en las hombreras dos estrellas doradas; era, pues, un teniente. Le había entrado una bala por un ojo. El proyectil, al salir, le había perforado la sien y destrozado el borde de su casco de acero; me llevé aquel casco como trofeo. Su mano derecha aferraba aún la maza, que tenía salpicaduras de su propia sangre; la izquierda empuñaba un revólver Colt de seis tiros, cuyo cargador no contenía más que dos balas no disparadas. Así pues, había hecho todo lo posible por atentar contra nuestra vida.
En los días siguientes descubrimos aún varios cadáveres ocultos en la maleza del bosquecillo —señal de que los atacantes habían sufrido graves pérdidas—. Aquellos cadáveres hacían aún más lúgubre el lugar. En una ocasión en que iba solo abriéndome camino por la maleza me extrañó oír un ruido leve, algo que era como un siseo y un burbujeo. Me acerqué y tropecé con dos cadáveres que parecían haber resucitado a una vida fantasmal a consecuencia de las altas temperaturas. La noche era sofocante y silenciosa; largo rato estuve parado, como hechizado, ante aquel cuadro siniestro.
El 18 de junio volvió el enemigo a atacar nuestro puesto de guardia avanzado. Esta vez no rodaron tan bien las cosas. La guarnición fue presa del pánico, se dispersó y no fue posible reunirla. En la confusión uno de los hombres, el suboficial Erdelt, echó a correr directamente hacia la pendiente, cayó rodando por el otro lado y allí se encontró rodeado por un grupo de indios que estaban al acecho. Lanzó a su alrededor granadas de mano, pero pronto un oficial indio lo agarró por el cuello de la guerrera y le golpeó la cara con un látigo de alambre. Después le quitaron el reloj y a empujones y codazos lo obligaron a caminar; logró escabullirse, sin embargo, aprovechando un momento en que, acosados por el fuego rasante de nuestras ametralladoras, los indios se tiraron al suelo. Después de haber andado vagando largo tiempo por detrás del frente enemigo regresó a nuestra línea con gruesos verdugones en el rostro.
Al atardecer del 19 de junio, acompañado por el pequeño Schultz, diez hombres y una ametralladora ligera, salí de aquel lugar, que poco a poco empezaba a hacerse opresivo, con el propósito de realizar una pequeña patrulla; queríamos hacer una visita a aquel centinela inglés que poco antes se había hecho notar por su osadía en el camino en hondonada. Schultz avanzó con sus hombres por la derecha del camino, yo lo hice por la izquierda; habíamos acordado que, en caso de que el enemigo abriera fuego contra uno de los grupos, el otro acudiría en su ayuda. Avanzamos a rastras por entre hierbas y matas de retama; de vez en cuando nos parábamos a escuchar con atención.
De repente se oyó el chasquido del cerrojo de un fusil que alguien abría y cerraba. Nos quedamos pegados al suelo. Todo veterano de las patrullas sabe lo que significan los varios sentimientos desagradables que se experimentan en los segundos que siguen a una cosa como ésa. Uno ha perdido provisionalmente la libertad de acción y tiene que aguardar a ver qué hace el adversario.
Un tiro desgarró aquel silencio opresivo. Yo estaba detrás de una mata de retama; alguien, a mi derecha, dejó caer unas granadas de mano en el camino en hondonada. Luego vimos delante de nosotros los fogonazos de una línea de bocas de fusil. La seca detonación de los disparos indicaba que los tiradores se hallaban sólo unos pasos delante de nosotros. Me di cuenta de que habíamos caído en una trampa peligrosa y di la orden de repliegue. De un salto nos pusimos en pie y echamos a correr hacia atrás con una prisa loca mientras también desde nuestra izquierda abrían contra nosotros fuego de fusiles. En medio de aquel tiroteo abandoné toda esperanza de regresar sano y salvo. A cada momento aguardaba mi subconsciente que una bala me alcanzase. La Muerte estaba de cacería.
De la izquierda salió un destacamento que se lanzó contra nosotros gritando un estridente ¡hurra! El pequeño Schultz me confesó más tarde que tuvo la impresión de que tras él corría, blandiendo un cuchillo, un delgado indio, el cual estuvo a punto de agarrarle por el cuello de la guerrera.
En un determinado momento caí al suelo y por encima de mí cayó también el suboficial Teilengerdes. Perdí mi casco de acero, mi pistola y mis granadas de mano. ¡Seguir, seguir! Por fin alcanzamos la pendiente protectora y nos lanzamos hacia abajo. Al mismo tiempo llegó Schultz con sus hombres; me contó, jadeante, que al menos había dado su merecido al insolente centinela inglés, tirándole unas cuantas granadas de mano. Inmediatamente después trajeron a rastras hasta donde estábamos a un hombre nuestro que tenía atravesadas por las balas sus dos piernas. Nadie más estaba herido. La mayor desgracia fue que el soldado que portaba la ametralladora, un recluta, había tropezado con el herido y había abandonado el arma.
Mientras intercambiábamos palabras acaloradas y planeábamos una segunda aproximación, se inició un fuego de artillería que me trajo a la memoria la noche del día 12; entre otras cosas, por el funesto desconcierto que enseguida se propagó entre la tropa. De pronto me encontré a solas, y sin armas, junto a la pendiente; el único que allí quedaba era el herido. Arrastrándose sobre las dos manos se acercó hasta mí y me suplicó entre gemidos:
—¡No me deje solo, mi alférez!
Aunque me resultaba muy penoso, hube de dejarlo allí tendido, para ir a ocuparme de organizar nuestro puesto de guardia avanzado. Pero antes de que amaneciese evacuaron a aquel herido hacia la retaguardia.
Nos reunimos en una serie de pozos de centinela situados junto a la linde del bosque; cuando amaneció sin que hubiera acontecido nada especial, nos sentimos muy contentos.
La noche siguiente nos encontró en el mismo lugar; nos proponíamos ir a recoger nuestra ametralladora. Pero una serie de ruidos sospechosos que oímos mientras sigilosamente nos acercábamos nos hizo comprender que, una vez más, un fuerte destacamento enemigo estaba al acecho.
El mando nos ordenó que recuperásemos por la fuerza el arma perdida. A las doce de la noche siguiente, tras una preparación artillera de tres minutos, debíamos atacar los apostaderos enemigos y buscar la ametralladora. Ya me había temido que aquella pérdida nos iba a acarrear muchas molestias, pero puse al mal tiempo buena cara y yo mismo regulé aquella tarde el tiro de algunas baterías.
A las once de la noche volví a encontrarme con Schultz, mi camarada de infortunios, en aquel siniestro trozo de tierra que ya nos había procurado tantas horas agitadas. En aquella atmósfera sofocante el olor de la putrefacción había aumentado hasta tal punto que resultaba casi insoportable. Habíamos llevado con nosotros unos sacos de cloruro de cal y lo esparcimos sobre los caídos. Las manchas blancas brillaban en la oscuridad como mortajas.
La operación tuvo este comienzo: las balas de nuestras propias ametralladoras empezaron a revolotear alrededor de nuestras piernas y a estrellarse contra la pendiente. Por este motivo surgió una acalorada discusión entre el pequeño Schultz y yo, pues él era el que había apuntado las ametralladoras. Pero nos reconciliamos cuando Schultz me descubrió detrás de una mata conversando con una botella de Borgoña que me había llevado como reconstituyente para aquella dudosa aventura.
A la hora fijada llegó zumbando la primera granada; cayó a cincuenta metros detrás de nosotros. Antes de que nos diera tiempo a asombrarnos de aquel extraño tiroteo, una segunda granada dio en la pendiente, cerca de donde estábamos, e hizo caer sobre nosotros una lluvia de tierra. Esta vez ni siquiera pude maldecir a nadie, pues yo mismo había graduado el tiro.
Tras esta introducción tan poco alentadora seguimos avanzando, pero más por motivos de honor que porque abrigásemos la esperanza de tener éxito. Nos cupo la suerte de que los centinelas enemigos hubieran abandonado, al parecer, sus puestos; de lo contrario habríamos encontrado una acogida nada suave. Por desgracia no dimos con la ametralladora, aunque también es verdad que no estuvimos mucho tiempo buscándola. Es probable que estuviese en poder de los ingleses desde mucho antes.
Mientras regresábamos, Schultz y yo volvimos a decirnos claramente lo que pensábamos el uno del otro; yo, sobre la instalación de sus ametralladoras, y él, sobre la regulación de las piezas de artillería. Había graduado el tiro con tal exactitud que me resultaba incomprensible lo ocurrido. Hasta más tarde no supe que las piezas de artillería tiran más corto por la noche y que tenía que haber agregado cien metros cuando señalé la distancia. Luego deliberamos sobre lo más importante de aquella operación: el parte. Lo redactamos de tal manera que todo el mundo quedó contento.
Aquellas escaramuzas terminaron, pues al día siguiente vinieron a relevarnos tropas de otra división. Volvimos provisionalmente a Montbréhain y desde allí marchamos a pie a Cambrai; en esta ciudad pasamos casi todo el mes de julio.
Aquel puesto de vigilancia avanzado se perdió definitivamente la noche que siguió a nuestro relevo.
Cambrai, nombre que va unido a numerosos recuerdos históricos, es una ciudad pequeña y soñolienta de Artois. Callejuelas estrechas y vetustas ciñen el enorme edificio del ayuntamiento, así como las carcomidas puertas de las murallas y también las numerosas iglesias, en la más grande de las cuales predicó Fénélon. Sólidas torres emergen de una confusa aglomeración de tejados puntiagudos. Anchas avenidas conducen al cuidado parque municipal, en donde se alza un monumento al aviador Blériot.
Los habitantes de Cambrai son gentes tranquilas y amables, que llevan una vida cómoda en los grandes edificios de su ciudad; por fuera tienen estos edificios una apariencia sencilla, mas en su interior están lujosamente amueblados. Muchos rentistas pasan en Cambrai los últimos años de su vida. Con razón lleva esta ciudad el nombre de «La ville des millionaires», pues antes de la guerra la habitaban más de cuarenta millonarios.
La Gran Guerra despertó violentamente de su sueño de Bella Durmiente a aquella pacífica población y la transformó en un foco de batallas gigantescas. Una vida nueva y ajetreada pasaba con estruendo por el desigual empedrado de sus calles y hacía temblar los cristales de las pequeñas ventanas de las casas; detrás de aquellas ventanas acechaban rostros angustiados. El vino que los rentistas habían ido acumulando con tanto cariño en sus bodegas se lo bebían ahora, hasta no dejar gota, unos extranjeros que también se acostaban en sus amplios lechos de caoba y turbaban con sus continuas idas y venidas el contemplativo sosiego de sus vidas. En medio de un ambiente tan cambiado, los rentistas se congregaban en las esquinas de las calles y en las puertas de las casas y con voz precavida se murmuraban al oído historias de horror y noticias segurísimas acerca de la inminente victoria final de sus compatriotas.
La clase de tropa se instaló en un cuartel; los oficiales fuimos alojados en la Rue des Liniers. Durante nuestra estancia allí tomó esta calle la apariencia de un barrio de estudiantes; nos dedicábamos a charlar todos juntos de ventana a ventana, así como a entonar canciones por la noche y a intentar pequeñas aventuras.
Cada mañana marchábamos a hacer instrucción a la gran explanada próxima a Fontaine, aldea que, más tarde se haría famosa. El servicio que me tocaba hacer era de mi gusto, pues el coronel von Oppen me había encargado que formase y entrenase una unidad de asalto. Muchos voluntarios se presentaron para formar parte de ella; elegí preferentemente a los hombres que me habían acompañado en mis patrullas y correrías de reconocimiento. Como se trataba de nuevas modalidades de combate, redacté yo mismo las líneas básicas del reglamento.
El lugar en que me alojaba era cómodo; los dueños de la casa, una amable pareja de joyeros, los Plancot-Bourlon, raras veces me dejaban almorzar sin enviar a mi habitación algún agradable obsequio. Por la noche nos sentábamos juntos ante una taza de té, jugábamos al chaquete y charlábamos. Con mucha frecuencia comentábamos, como es natural, una cuestión que tiene difícil respuesta: por qué guerrean los seres humanos.
El buen Monsieur Plancot me contó en aquellas veladas toda clase de chismes acerca de los burgueses de Cambrai, gentes en todo momento ociosas y divertidas; en tiempos de paz aquellos chismes habían provocado ruidosas carcajadas en las calles, tabernas y mercados semanales de la ciudad. A mí me recordaban vivamente las deliciosas historietas de
Mi tío Benjamín
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Por ejemplo, un guasón envió cierto día una citación a todos los jorobados de los alrededores para que comparecieran en casa de un determinado notario con objeto de tratar un importante asunto de herencia. Escondidos en una ventana de la casa de enfrente, aquel guasón y sus amigos disfrutaron a la hora fijada del espectáculo de diecisiete furiosos y vociferantes monstruos contrahechos que invadían la casa del infortunado notario.