Tempestades de acero (49 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Primera línea

En la mañana de hoy me he mudado a un abrigo que descubrí ayer mientras andaba vagando por la maraña de abandonados ramales ciegos situados detrás de la primera trinchera. Para que pusiera orden en el abrigo envié por delante a Schüddekopf; luego el traslado se ha realizado con mucha rapidez.

Poseo ahora, en consecuencia, una auténtica vivienda veraniega. Es una guarida antigua, que no tiene ni escalones ni puerta y que tal vez fue construida ya a finales de 1914; parece haber estado olvidada durante mucho tiempo. El único mueble que dentro de ella hay es un banco medio podrido, construido con tres tablas delgadas; he dispuesto encima de él una capa de hierba; su agrio aroma, debido a la fermentación, llena ya en estos momentos la atmósfera.

Una vez que Schüddekopf barrió y arrojó fuera, sirviéndose de la rama de un árbol, una docena de oxidadas latas de conserva, unas cuantas botellas vacías, restos de periódicos rotos y toda una tropa de grandes cárabos de color azul acerado, tomé posesión de esta cabaña de Robinson en la que el sol se cuela a través de una cortina multicolor fabricada con enredaderas y epítimos. Dentro de ella me sentí muy a gusto.

Con poco esfuerzo podemos hacer habitables también los alrededores. Junto a la entrada hay, por ejemplo, una cavidad excavada en el talud de la trinchera; basta con tallar en forma apropiada, sus bordes para que sea posible colocar dentro de ella una mesa v un banco, que construiremos con maderos de los que se emplean para revestir las galerías; estarán tan bien hechos que no los habrá mejores en ningún lugar de veraneo. Justo detrás del abrigo fina granada de grueso calibre ha abierto un embudo enorme; mandaré construir hasta él un pequeño pasillo de comunicación v así podré tostarme al sol sin que me moleste el ajetreo, que pronto empezará, de las idas y venidas de los enlaces.

También nivelaremos y haremos más hondo el ramal ciego, con el fin de no tener que sufrir balazos innecesarios en la cabeza. Asimismo lo alargaremos hasta el inmediato camino de aproximación y de esta manera estableceremos una comunicación continua con la primera línea. A unos cuantos traveses del lugar en que habito están construyéndose Schüddekopf y Schmidt, mi enlace (le combate, un bunker Sigfrido. En las proximidades emplazaremos un grupo de ametralladoras; así tendremos algo importante que decir en las luchas por la posición, sobre todo porque nos encontramos en un sitio elevado desde el que se domina el terreno.

Apenas nos damos ya cuenta de hasta qué punto estamos absorbidos por la lucha. Y, sin embargo, cuando caminamos, tenemos a cada paso consciencia de la amenaza. Aunque casi no prestamos atención a ello, una prudencia latente divide el suelo que pisamos en zonas claras y zonas oscuras, en campo expuesto a los tiros y campo a cubierto. De esta manera nos movemos en la naturaleza como animales que abandonan sus madrigueras y que en todo momento procuran permanecer invisibles ellos mismos y también divisar la mayor extensión posible de terreno. Si en otro tiempo, cuando nos instruían en los movimientos tácticos, nos resultaba difícil imaginarnos dentro de la realidad de la guerra, ahora sucede lo contrario. Esa realidad nos envuelve con tanta fuerza que lo que nos cuesta trabajo es ver el campo con los ojos de un paseante.

Y así, hoy he tenido casi que forzarme a mí mismo para mirar la zona que habitamos, no como un terreno de lucha, sino como un paisaje, tal como lo contempla el hombre que por él pasea. Me gusta mucho hacer esto, pues de esa manera resalta con mayor nitidez lo que de prodigioso y único hay en nuestra situación. Merced a esa mirada, el lugar en que nos encontramos adquiere en cierto modo profundidad, y al proyectarse contra su fondo se hace realmente visible nuestra situación. Una vez que distribuí a los hombres encargados de realizar las tareas de atrincheramiento, tuve mucho tiempo de ocio para dedicarlo a eso.

Ya durante las primeras horas de la mañana lanza el sol sus rayos ardientes sobre el terreno, que está desnudo de árboles. Los campos, sobre los cuales no ha pasado la guadaña desde hace años, se encuentran enteramente cubiertos de flores silvestres; los aromas que de éstas se desprenden penetran en las trincheras como un baño hirviente compuesto de millares de esencias aromáticas mezcladas; estos aromas volátiles se funden con el áspero tono fundamental del olor de la hierba, retorcida y ensortijada por el tórrido calor. El ejército de los insectos está animado por una loca alegría; una vitalidad desbordante se ha apoderado de él. El sentido, el auténtico contenido del paisaje parece residir en ellos. Nubes de alas cristalinas cubiertas de escamas multicolores danzan por encima de las trincheras; sus infinitos zumbidos, chirridos y crujidos producen adormecimiento, son como un gran canto que uno olvida cuando se entrega a sus sueños. El aire vibra de colores múltiples y ardientes, se parece a la película que se forma sobre el plomo fundido; su esmalte es interrumpido únicamente por el color pardo terroso de los innumerables embudos. En el horizonte brillan las ruinas de Puisieux; al mirar esos restos de paredes blancas, despojados de sus techos y rodeados de esqueletos de árboles, uno podría llegar a creer que se encuentra en medio del desierto y es sorprendido por el espejismo de un oasis muerto y fantasmal. Hasta donde la vista alcanza, no hay la menor señal de la Vida; también la Muerte parece haberse ido a dormir. La calma del frente al mediodía es interrumpida apenas por el disparo de un fusil. Ningún sonido, ningún movimiento delata que aquí están ocultos regimientos enteros. Parece haber una paz profunda, y sólo la Naturaleza habla consigo misma.

Y, sin embargo, los ojos no pueden dejar de ver el conflicto que desgarra esta región, tan apropiada para que en ella se siembre y se recojan cosechas. Sin duda se encuentra en el límite entre Artois y Picardía, dos condados ricos y antiquísimos, cuya población combina en su forma de ser la fogosidad de los galos y la gravedad de los flamencos. Es un terruño viejo que da cosechas abundantes y generosas, una llanura vasta y amena que a veces se eleva en pequeñas ondulaciones, rica en aguas y cubierta de poblaciones muy próximas entre sí. Los parques de las innumerables mansiones señoriales, en torno a los cuales se cierne todavía un hálito de
Ancien Régime
, están diseñados en parte con aquel estilo ligero y monumental propio de los jardines trazados por Le Nôtre, aunque es posible que, desde hace ya mucho tiempo, quien en ellos pase sus veranos sea un industrial o un banquero de París. Las iglesias, pequeñas y numerosas, que en otro tiempo gobernaba y vigilaba con dulzura Fénélon desde su sede arzobispal de Cambrai, están siempre abarrotadas los domingos; las poblaciones, en las que la Vida se entrega a cavilaciones pesadas y gratas, muestran todavía la misma faz adormilada bajo la cual supieron encontrar los Balzac y los Stendhal unas pasiones tan ardientes y unas intrigas tan complicadas como las que se dan en cualquier parte del mundo.

Pero ahora han quedado borradas todas esas cosas, como si fueran una frágil pintura al pastel; un buril de acero ha dejado inscritas sus rayas en este país, desde aquí hasta Flandes allá abajo y hasta los Vosgos allá arriba. En sus campos se han alzado bastiones y en las derruidas aldeas están preparados y a punto cañones poderosos. Los campos de labor, en los que ahora debería crecer una cosecha dorada y abundante, han quedado cubiertos por una máscara cuya visión hace estremecer al contemplador solitario. Si alguien que ignorase del todo los acontecimientos que aquí han ocurrido fuese trasladado de repente a este lugar —sin duda barruntaría el espíritu de aniquilación que ha dejado impresos sus rasgos en este suelo y cuya frialdad atraviesa con reflejos negros incluso la brillante luz del sol.

Oh tú, parcela de la soleada Francia a la que nos han traído fuerzas que son más poderosas que nosotros —no creas que nuestro corazón permanece frío en medio de esta desolación. Completamente insoportable sería que no presintiésemos que detrás de la aniquilación llega, apremiante, una vida nueva. Tú has de soportar, igual que nosotros, una suerte que no has merecido. No serás tratada con indulgencia, como no puede ser tratada de ese modo ninguna cosa cuando lo que está en juego es la vida de los pueblos. Pues en cada una de tus aldeas silenciosas y desconocidas, que hoy son conquistadas al asalto y cuyo nombre será mañana conocido en todos los países del mundo, se está representando un fragmento de historia, un fragmento que puede ser decisivo para los países y los imperios. Debemos desterrar, por tanto, toda aflicción, pues volverán a ser cultivados los campos, volverán a ser edificadas las aldeas y volverán a ser engendrados más seres humanos de los necesarios —pero el Tiempo y el Destino se acercan a nosotros de manera inapelable.

Primera línea

Los trabajos han quedado concluidos antes de lo pensado. Ahora estoy bien instalado, y la trinchera vuelve una vez más a dominarme con su hechizo cotidiano.

No hemos elegido un mal sitio y podemos estar contentos del lugar en que residimos. La artillería no parece prestar atención a este perdido rincón que habitamos. Nos encontramos a la sombra de sus proyectiles; éstos se cruzan a mucha altura por encima de nosotros y van a caer en algún lugar allá lejos. Casi siempre se dirigen hacia el sitio que constituye el foco de esta posición, el Bosquecillo 125, situado a nuestra izquierda y separado de nosotros por dos sectores defendidos por sus respectivas compañías; el aspecto que en algunas ocasiones ofrece es terrible. A diferencia de lo que ocurre en nuestra trinchera, los caminos de aproximación, especialmente allí donde atraviesan la aldea, sí están sometidos a un fuego intenso. Muchas hondonadas, en las que resulta difícil mantener oculto el tráfico que las recorre, son bombardeadas con proyectiles de grueso calibre tanto al amanecer como al anochecer, de modo que casi en un instante desaparecen bajo nubes de polvo y humo. Por ello hemos vuelto a tener tres heridos, además de las bajas sufridas en el primer relevo; los tres han sido alcanzados por las balas cuando transportaban el rancho.

Peor aún es la aparición de una grave gripe, cuyos virus provienen de las trincheras enemigas; es una gripe que deja extenuadas a sus víctimas de un día para otro y las hace inútiles para el combate. Casi todas las mañanas nos vemos obligados a enviar a la retaguardia a dos o tres hombres que, febriles y apáticos, permanecen acurrucados en sus búnkeres y a los que, sin duda, no volveremos a ver pronto. Si las cosas siguen así, habremos de reducir el número de las guardias —una medida arriesgada, pues no tenemos delante de nosotros ninguna alambrada que obstaculice el paso al enemigo.

Como ya he dicho, tengo la impresión de hallarme en la trinchera desde hace ya varios meses. El gran ciclo está regulado de la manera siguiente: cada compañía permanece seis días en la zona avanzada, dos días en la línea principal de resistencia, en la que hay numerosas y bien construidas galerías subterráneas, y luego cuatro días en período de descanso junto al terraplén del ferrocarril de Achiet, allí donde, la primera noche, nos estaban aguardando los guías. El período más fatigante es el que pasamos en la zona avanzada —mañana tendremos a nuestras espaldas uno de esos períodos—, pues en la línea principal de resistencia apostamos pocos centinelas.

Con pequeñas variaciones, mi jornada transcurre de la manera siguiente:

A las cinco de la mañana me despierta Schüddekopf, que ha regresado ya de Puisieux; cada madrugada el carro de la cocina acerca hasta la salida de esa aldea el café, el agua, las raciones y el correo a los hombres encargados del rancho, que allí aguardan impacientes en la oscuridad. Me levanto de un salto y sólo necesito dar un paso para estar en la trinchera. Sobre una banqueta de barro está preparado el casco de acero, lleno de agua; a su lado se hallan el vaso de beber y los útiles necesarios para el aseo. Tras haberme refrescado me siento afuera, en el banco, y bebo con toda calma el café; por desgracia, no son muchos los elogios que de él pueden hacerse. Tampoco la ración es demasiado seductora; en los últimos tiempos nos reparten con el pan una pasta gris hecha de fibras de carne molidas. Esta pasta representa, de todos modos, una cierta mejora, si se la compara con la masa amarillenta que antes nos daban y a la que pusimos el nombre de «grasa de mono»; se murmuraba que la extraían de las cabezas de los arenques. Con todo, es preciso cuidar esa pasta con tiento, pues las grandes moscas brillantes que tanto abundan en esta zona andan como locas tras ella y aprovechan cualquier ocasión para depositar allí sus rojizos paquetes de huevos. Ya lo han logrado algunas veces, aunque guardo mi ración en un botellín que se puede cerrar herméticamente. La única explicación que encuentro es que disponen de unos órganos de puesta inverosímiles, que pueden extender a su antojo. También noté, y eso ya desde la primera noche, que un ratoncillo había estado royendo mi pan. Esta es una de las distracciones agradables que surgen en medio de este aburrimiento. Enseguida hice mis preparativos, garantizados por la experiencia; coloqué un pequeño cebo, extraje luego de un cartucho la bala, tiré casi toda la pólvora, puse como carga una bolita de papel y me aposté en el rincón más oscuro del abrigo. Aquel huésped, al que nadie había invitado, no se hizo realmente esperar mucho tiempo; de un tiro certero lo cacé. Parece que entre los ratones de los alrededores ha corrido la voz de lo ocurrido, pues desde entonces no he vuelto a ver ninguno más.

Después del café llega el momento de encender la pipa, que permanece en funcionamiento casi todo el día; luego me pongo a examinar el correo. Esta media hora es la más grata de toda la jornada. Encuentro cartas que han llegado de la patria, de las ciudades en paz; desde aquí resulta casi inimaginable que en ellas prosiga la Vida su curso acostumbrado. Uno recuerda el último permiso —y pronto surge una imagen agradable: la de una tarde pasada ociosamente caminando por el adoquinado frío, regado poco antes, de la calle de una gran ciudad. Más tarde le llega su, turno al periódico; estudio con suma atención la política, que, según Clausewitz, nosotros continuamos aquí con otros medios.

Los cañones inician casi siempre sus juegos mientras estoy entregado a esta apacible lectura matutina. Los proyectiles de grueso calibre recorren sus trayectorias a tal altura que el ruido producido por su vuelo llega hasta aquí abajo como un susurro prolongado. Luego, a intervalos de corta duración, se oye en la aldea un estampido de hierros; de entre las ruinas se levantan ruidosamente penachos de humo. También en el Bosquecillo hay mucha animación; allí explotan dos o tres minas de grueso calibre, y es como si unas montañas se estrellasen contra la tierra. Nuestra artillería envía su respuesta; disparos golpeantes, retumbantes, seguidos de un canto estridente y ponzoñoso que sisea a lo lejos y que tal vez se dirige hacia Fouquevilliers o hacia la Granja del Seto, que está en ruinas; en nuestros mapas están marcados esos lugares como los emplazamientos de las baterías enemigas. El viento trae el ruido sordo y débil producido por las explosiones. Nubes de
shrapnels
, semejantes a tapones de algodón, se deshilachan mientras tanto sobre el terreno. Sus explosiones suenan a hojalata y las pequeñas llamaradas parecen inofensivas; pero quien se ha encontrado ya alguna vez dentro de su silbante cono sabe que son artefactos peligrosos, hechos a propósito para alcanzar blancos móviles.

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