Tempestades de acero (23 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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En Fresnoy se sucedían continuamente las columnas de tierra, altas como campanarios; cada segundo parecía querer sobrepujar en violencia al anterior. La tierra se tragaba casa tras casa como por arte de magia, las paredes se venían abajo, las fachadas se derrumbaban, los desnudos armazones de las techumbres eran lanzados por los aires e iban a segar los techos vecinos. Por encima de blancuzcos bancos de vapor danzaban nubes de cascos de metralla; ojos y oídos permanecían hechizados por aquel exterminio vertiginoso.

En el puesto de socorro pasamos dos días; estuvimos atrozmente apretujados, pues, además de mis hombres, también se alojaban allí las planas mayores de dos regimientos, los comandos de relevo y los inevitables «despistados». Naturalmente, el intenso tráfago en las entradas, delante de las cuales había siempre una aglomeración parecida a la que se da ante las piqueras de las colmenas, no pasó inadvertido al enemigo. En el camino que pasaba por delante empezaron a caer pronto, a intervalos de un minuto, granadas de tiro preciso, que se cobraron numerosas víctimas; las voces de llamada a los enfermeros eran continuas. Aquel molesto tiroteo me hizo perder cuatro bicicletas que habíamos dejado junto a la entrada de la galería en la que aquel puesto de socorro estaba instalado. Fueron lanzadas por los aires y quedaron retorcidas de un modo extraño.

Envuelto en una lona de tienda de campaña yacía ante la entrada, rígido y mudo, el jefe de la Octava Compañía, el alférez Lemiére, al que sus hombres habían llevado hasta allí; aún tenía puestas sus grandes gafas de concha. Un tiro le había entrado por la boca. Víctima de una herida igual moriría unos meses más tarde su hermano pequeño.

El 30 de abril se hizo cargo del servicio mi sucesor, un hombre del 25.º Regimiento, que fue el que vino a relevarnos. Nosotros salimos hacia Flers, punto de concentración del Primer Batallón. Dejando a la izquierda la calera «Chezbontemps», que había sido alcanzada por proyectiles de grueso calibre, en una tarde cálida fuimos marchando alborozados por el camino vecinal que conducía a Beaumont. Contentos de haber escapado a la inaguantable estrechez de aquel agujero que era el puesto de socorro, los ojos disfrutaban otra vez de la belleza de la tierra, y los pulmones se embriagaban con el aire tibio de la primavera. Teniendo a las espaldas el tronar de los cañones nos era lícito decir:

Ein Tag, von Gott, dem hohen Herrn der belt
,

Gemacht zu süsserm Ding als sich zu schlagen

[Un día hecho por Dios, Señor del mundo,

para cosas más dulces que el andar golpeándose]

En Flers encontré ocupado por algunos sargentos del servicio de retaguardia el alojamiento que me había sido asignado; se negaban a hacerme sitio con la excusa de que tenían que guardar aquella habitación para el barón X. Pero no habían contado con el mal humor de un cansado e irritado soldado del frente. Sin más contemplaciones hice que mis acompañantes echaran abajo la puerta; tras un breve forcejeo, que se desarrolló ante los ojos de los asustados moradores de la casa, que acudieron en camisón, aquellos caballeros salieron volando escaleras abajo. Knigge llevó tan lejos la cortesía que les arrojó, mientras huían, sus botas altas, que habían dejado olvidadas. Tras este combate de asalto me metí en la cama, que aún guardaba el calor de su anterior ocupante; la mitad de ella se la ofrecí a mi amigo Kius, quien, carente de alojamiento, andaba errante de un lado para otro. Dormir en aquel mueble del que por tanto tiempo habíamos carecido nos sentó tan bien que a la mañana siguiente nos despertamos «tan frescos como antes».

El Primer Batallón había sufrido poco en los pasados días de lucha y por ello era excelente nuestra moral cuando marchamos a pie hacia la estación de Douai. Nuestro punto de destino era la aldea de Sérain, donde íbamos a pasar algunos días de descanso. La amable población de este lugar nos proporcionó buenos alimentos y ya la primera noche salía de muchas casas el alegre ruido de las fiestas con que los camaradas celebraban su reencuentro.

Estas ofrendas a Baco, celebradas tras batallas en que el desenlace ha sido favorable, cuentan entre los recuerdos más bellos de los viejos guerreros. Y aunque de doce hayan muerto diez, es seguro que, en la primera noche tranquila, los dos últimos se encontrarán ante una botella, beberán silenciosamente un vaso a la memoria de los camaradas muertos y luego comentarán entre bromas las vivencias comunes. En estos hombres está viva una fuerza elemental que subraya, pero a la vez espiritualiza, la ferocidad de la guerra: el gusto por el peligro en sí mismo, el caballeresco afán de salir airoso de un combate. En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida.

A la mañana siguiente vino Knigge a leerme unas órdenes; hacia el mediodía saqué en claro de ellas que debía tomar el mando de la Cuarta Compañía. En el otoño de 1914 había caído ante Reims, siendo miembro de ella, el poeta de la baja Sajonia Hermann Löns; tenía casi cincuenta años y se había presentado voluntario para marchar al frente.

Contra indios

El 6 de mayo de 1917 estábamos ya otra vez caminando hacia Brancourt, lugar que nos era bien conocido. Al día siguiente, atravesando Montbréhain, Ramicourt y Joncourt, nos dirigimos hacia la Posición Sigfrido, que habíamos abandonado un mes antes.

La primera noche fue agitada; violentos chaparrones cayeron sobre el inundado terreno. Una serie de días hermosos y cálidos nos reconcilió pronto, sin embargo, con nuestro nuevo lugar de residencia. Disfruté a manos llenas de aquella naturaleza espléndida, sin preocuparme ni de las bolas blancas de los
shrapnels
ni de los conos de tierra, semejantes a surtidores, que las granadas levantaban; de tales cosas apenas hacía caso ya. Con cada primavera empezaba un nuevo año de lucha; de él formaban parte tanto los indicios de una gran ofensiva como las prímulas y el verde joven de los árboles.

El sector ocupado por nosotros formaba un saliente en forma de media luna delante del canal de San Quintín; a sus espaldas se hallaba la famosa Posición Sigfrido. Para mí era un enigma el que nosotros tuviéramos que ocupar unas trincheras angostas, aún inacabadas, abiertas en la greda, mientras teníamos detrás aquel poderosísimo bastión.

La primera línea corría serpenteante por una zona de prados a los que daban sombra pequeñas arboledas; aquellos prados mostraban ya los delicados colores de la naciente primavera. Uno podía moverse impunemente por delante y por detrás de la trinchera, ya que numerosos puestos de vigilancia avanzados garantizaban la seguridad de nuestra posición. Estos apostaderos constituían una seria molestia para el enemigo; por ello, durante muchas semanas no hubo noche en que no intentase, por la astucia o por la fuerza, expulsar de acá y de allá a nuestros pequeños destacamentos.

Nuestro primer período en aquella posición transcurrió, sin embargo, en una agradable calma; el tiempo era tan hermoso que pasábamos las noches tumbados en la hierba. El 14 de mayo nos relevó la Segunda Compañía; dejando a nuestra derecha San Quintín en llamas, nos dirigimos a Montbréhain, lugar en que íbamos a descansar. Era una aldea grande; aún no había sufrido mucho por causa de la guerra y nos brindó unos alojamientos muy cómodos. El día 20 ocupamos, como compañía de reserva, la Posición Sigfrido. Allí tuvimos unas auténticas vacaciones de verano; pasábamos el día sentados en las numerosas glorietas construidas en el talud o nos bañábamos y remábamos en el canal. Durante este período leí con gran placer, tumbado en la hierba, todo Ariosto.

El inconveniente de estas posiciones modélicas reside en las frecuentes visitas de los mandos superiores. En las trincheras de tiradores, sobre todo, este tipo de visitas estropea en medida considerable el ambiente. De todos modos mi ala izquierda, que lindaba con la aldea de Bellenglise, ya bastante «arañada», no pudo quejarse de falta de fuego. Ya el primer día un
shrapnel
hirió en la nalga derecha a uno de mis hombres; era una herida sin orificio de salida. Enterado de lo ocurrido, acudí a toda prisa al lugar del accidente. Me encontré a mi hombre apoyado en la nalga izquierda; había ya recobrado el buen humor y, mientras aguardaba la llegada de los enfermeros, bebía café y se comía un gigantesco bocadillo de pan con mermelada.

El 25 de mayo relevamos a la Duodécima Compañía en la Granja de Riqueval; había sido en otros tiempos una importante explotación agrícola y ahora servía para alojar por turnos a las cuatro compañías que defendían la posición. Desde allí era preciso atender, asignando un pelotón a cada uno, tres nidos de ametralladoras que se hallaban diseminados en la retaguardia. Aquellos puntos de apoyo, que estaban agrupados detrás de la posición en forma ajedrezada, representaban el primer ensayo de una defensa elástica.

La granja quedaba a no más de mil quinientos metros detrás de la primera línea; sin embargo, todas sus edificaciones, que se agrupaban en torno a un parque en estado de abandono, se hallaban todavía intactas. La granja estaba abarrotada de hombres, ya que aún no se habían excavado galerías subterráneas. Las avenidas del parque, bordeadas de floridos acerolos de flores encarnadas, y los amenos alrededores daban a nuestra existencia, a pesar de la proximidad del frente, una cierta apariencia de esos alegres goces de la vida campestre de que tanto saben los franceses. En mi dormitorio había hecho su nido una pareja de golondrinas; ya en las primeras horas de la mañana comenzaba a alimentar con gran ruido a sus insaciables polluelos.

Al atardecer cogía del rincón mi bastón de paseo y me dedicaba a recorrer los estrechos senderos que serpenteaban por aquel paisaje de colinas. Los abandonados campos estaban llenos de flores de un perfume cálido y salvaje. A veces se alzaban junto al camino árboles aislados, a cuya sombra seguramente habían descansado en tiempos de paz los campesinos. Aquellos árboles estaban cubiertos de flores de color blanco, rosa o rojo oscuro; en medio de aquellas soledades constituían unas apariciones mágicas. A esta imagen del paisaje la guerra, sin destruir su encanto, había sobrepuesto sus tintes heroicos y melancólicos; la exuberancia de las flores producía allí un efecto más adormecedor y deslumbrante que en ningún otro lugar.

Resulta más fácil lanzarse a la batalla desde un paisaje como éste que no desde un muerto y frío paisaje invernal. Incluso al alma sencilla se le impone aquí el presentimiento de que su vida está asentada en una realidad profunda y de que su muerte no es un final.

El 30 de mayo se me acabó esta vida idílica, pues el alférez Vogeley, que había salido del hospital, retomó el mando de la Cuarta Compañía. Volví a la primera línea, a mi Segunda Compañía de siempre.

Dos secciones defendían la zona encomendada a nosotros, que se extendía desde la calzada romana hasta la denominada «Trinchera de la Artillería». El capitán de la compañía y los hombres de la tercera sección tenían su alojamiento detrás de una pequeña pendiente, a unos trescientos metros de la primera línea. Allí se levantaba también el diminuto cobertizo de madera en que me instalé con Kius, confiando en la mala puntería de la artillería inglesa. Uno de los lados de aquel cobertizo quedaba pegado a una pequeña pendiente que corría paralela a la dirección del tiro; los otros tres lados ofrecían sus flancos al enemigo. Todas las mañanas, cuando barría el terreno la primera granada inglesa, llamada por nosotros «el saludo matutino», podía oírse un diálogo parecido a éste, que se desarrollaba entre el ocupante de la litera de arriba y el ocupante de la litera de abajo:

—¡Oye, Ernst!

—¿Hm?

—¡Creo que están disparando!

—Bah, quedémonos un ratito más en la cama; creo que han sido los últimos disparos.

Al cuarto de hora:

—¡Oye, Oskar!

—¿Qué?

—Parece que hoy la cosa no acaba nunca; creo que un balín de
shrapnel
acaba de atravesar la pared. Más vale levantarse. ¡Hace ya mucho tiempo que se ha largado el observador de artillería de al lado!

Éramos tan insensatos que siempre nos quitábamos las botas al acostarnos. Cuando por fin estábamos listos, casi siempre habían dejado también de disparar los ingleses, así que podíamos sentarnos felices a nuestra mesa, que era ridículamente pequeña, tomar el café, que las altas temperaturas habían estropeado, y encender el puro mañanero. Por las tardes, para escarnio de la artillería inglesa, tomábamos un baño de sol delante de la puerta de la barraca, tendidos en nuestra lona de tienda de campaña.

También en otros aspectos resultaba muy divertido nuestro cobertizo. Cuando estábamos tumbados, entregados a una dulce inactividad, en nuestro camastro —un camastro que tenía somier de tela metálica— contemplábamos las gigantescas lombrices de tierra que colgaban de la pared pegada al talud. Era incomprensible la rapidez con que se metían en sus agujeros cuando las molestábamos. Un huraño topo salía de vez en cuando a olisquear fuera de su madriguera y contribuía en gran medida a animar nuestras prolongadas siestas.

El 12 de junio tuve que ir con veinte hombres a hacerme cargo del puesto de guardia avanzado correspondiente al sector defendido por nuestra compañía. Dejamos a hora tardía la posición y fuimos caminando hacia un tibio atardecer por un caminito que serpenteaba a través del ondulado terreno. Estaba ya tan avanzado el crepúsculo que las amapolas que en los incultos campos crecían se fundían en un bien empastado color con el verde de la hierba. A medida que la luz disminuía, más penetrante era la intensidad que iba adquiriendo mi color favorito, el rojo casi negro, un color que provoca un estado de ánimo fiero y a la vez melancólico.

Con el fusil colgado del hombro íbamos caminando silenciosos por aquella alfombra de flores, ocupado cada cual en sus pensamientos; veinte minutos tardamos en llegar a nuestro destino. En voz baja nos pasaron la consigna y el puesto de guardia. Aposté en silencio a los centinelas. Luego desapareció en la oscuridad la tropa que habíamos venido a relevar.

Aquel puesto de guardia avanzado se apoyaba en una pequeña pendiente; en ella habían sido cavadas de prisa unas cuantas madrigueras. A nuestra espalda se hundía en la noche un espeso bosquecillo de vegetación intrincada; un prado de unos cien metros de ancho lo separaba de nuestra pendiente. Dos colinas, por las que discurría la línea inglesa, se alzaban una en la parte de delante y otra en el flanco derecho. En una de ellas había unas ruinas que llevaban el prometedor nombre de «Granja de la Ascensión». Entre las dos colinas un camino en hondonada se dirigía hacia el adversario.

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