Tempestades de acero (48 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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—¡Eh!

—¿Qué pasa, el relevo?

—¡El relevo!

Ruidos confusos resuenan en la parte de abajo. Desciendo contorsionándome; me siguen Schüddekopf y los enlaces, que han dejado fuera su equipaje.

Abajo encontramos la estampa habitual: una mesa diminuta, unos asientos —cajas llenas de granadas de mano—, un hornillo de latón y tres camastros con somier de tela metálica empotrados en la pared. Entre dos maderos del revestimiento de la galería está clavada en el barro una bayoneta, en cuyo puño brilla la luz temblorosa de una vela; de un alambre cuelgan las pistolas de señales y un buen número de granadas de mano. En un hueco se encuentra el teléfono, sellado; sólo está permitido usarlo cuando hay que informar de un ataque enemigo. Este es uno de los muchos agujeros donde habita desde hace años, como si fuera su casa, la juventud de los pueblos, una de las muchas fortalezas-viviendas llenas de humo que con bastante frecuencia se han convertido en ataúdes.

Mi predecesor, un sargento en funciones de alférez, se sienta a la mesa; está ya preparado, lleva apretado el cinturón y tiene puesto el casco en la cabeza. Un saludo breve y también yo me siento a su lado para hacerme cargo del sector; sé muy bien que la gente desea abandonar lo antes posible la trinchera cuando ha pasado una larga temporada en la posición. Me hace entrega del memorando de instrucciones sobre el sector, también me pasa las fotografías aéreas y un mapa de la posición; los enlaces realizan entretanto el recuento de la munición de reserva.

Mientras nos hallamos aún comentando algunos detalles aparecen los tres enlaces de las secciones y nos alargan unas papeletas; en ellas está escrito que el sector ha sido entregado y recibido de acuerdo con lo que ordena el reglamento. A una de las papeletas le han sido añadidas estas palabras: «Dos hombres heridos levemente durante el relevo». Así, pues, el pequeño ataque artillero de antes nos ha ocasionado algunos arañazos. Ahora podemos escribir también nosotros una papeleta similar y reexpedirla al batallón, tras haber puesto en ella dos firmas.

Hemos acabado; mi predecesor me desea unos días tranquilos y se despide. Al llegar arriba se vuelve y me habla de una barricada transversal que ha empezado a construir. Conozco lo que son esos sentimientos con respecto a una posición a la que, a pesar de todo, queremos; es mucho lo que en ella hemos trabajado y hemos estudiado tan a fondo sus posibilidades que casi hemos llegado a familiarizarnos con ella como si fuera un ser vivo. Estos sentimientos eran aún más pronunciados en otros tiempos, antes de la Batalla del Somme, cuando todavía habitábamos trincheras enormes, unas trincheras que habíamos excavado durante largos meses, que luego habíamos reforzado con hormigón armado, y que, por fin, habíamos completado con pasillos subterráneos de comunicación.

Por fin estoy solo. Enciendo un cigarrillo y subo otra vez para echar un vistazo al paisaje nocturno. La luna se ha ocultado; oscura y silenciosa se extiende a mi alrededor la superficie de la que acabo de hacerme responsable mediante una simple firma, un terreno de mil pasos de largo por quinientos de ancho. Hay en él una maraña de cavernas y zanjas de comunicación donde en este momento acechan ciento cincuenta hombres armados; la mera presión de un dedo puede hacer que delante de este terreno surja una cortina de llamas.

Este pedazo de tierra, que en cualquier momento puede transformarse en un cráter ardiente, es el campo que ahora nos toca labrar a nosotros y en el que tal vez quedemos enterrados como semillas. Detrás, hacia el este, queda la patria; su voluntad de vivir se encarna en nuestra voluntad de morir. Delante, en los lugares a que apuntan los cañones de nuestras piezas de artillería, se encuentra el enemigo, iluminado por un movedizo resplandor. Vigilada por innumerables ojos, la tierra de nadie es como el fiel de la balanza que separa estos dos pesos enormes.

Todo está tranquilo. En la parte de delante se alza a veces, con un siseo, una bengala que traza líneas sinuosas —es el oficial de servicio en la trinchera, que quiere reconocer el terreno—. Puedo acostarme un par de horas; cerca de mi abrigo se halla de pie un centinela que, a la menor señal de inquietud, dará la voz de alarma. Para estar bien seguro le pregunto una vez más por las señales de tiro de barrera, del de exterminio y también del de ataque de gas; luego vuelvo a bajar al abrigo, al que Schüddekopf ha proporcionado entretanto un poco de comodidad, me tumbo en el camastro y me cubro la cabeza con la manta.

Primera línea

La primera mañana que aquí he pasado la he dedicado a examinar con todo detalle la posición; así podré orientarme en ella sin el menor titubeo, lo mismo de día que de noche, tanto si llueve como si nos bombardean.

El sector defendido por nosotros es el A; constituye, por tanto, el ala derecha de la posición encomendada a nuestro regimiento. Delante de nuestro sector se extiende un terreno que asciende con suavidad y en el que resaltan vagamente los pliegues de color pardo claro formados por las trincheras inglesas; al fondo hay una vasta zona boscosa. Por la derecha nuestro sector enlaza con el regimiento vecino por medio de un tramo de trinchera deshabitado; por la izquierda confina con el sector de nuestro batallón ocupado por la compañía siguiente. A los dos jefes de compañía de mi derecha y de mi izquierda he ido a hacerles una visita. Varias trincheras de comunicación, anchas y semiderruidas, conducen hacia atrás hasta la línea principal de resistencia. Mas lejos todavía queda la aldea que ayer noche atravesamos, separada de nosotros por algunas ondulaciones del terreno. En francés lleva el nombre de Puisieux-au-Mont; si no me engañan mis conocimientos, en alemán se llamaría algo así como Bergbronn. Lo único que de ella divisamos es su parte alta, en la que quedan escasos restos de paredes blancas, así como las ruinas de la iglesia, rodeadas de pelados troncos de árboles; los proyectiles han transformado aquélla en un montón de piedras de color pardo rojizo. Al parecer, los ingleses sospechan que tenemos instalado un puesto de observación de artillería en aquel montón de escombros, que domina el terreno; lo han estado bombardeando durante casi toda la mañana con granadas de grueso calibre que pasaban aullando a mucha altura por encima de nuestras cabezas.

Las trincheras se encuentran en mal estado; son anchas y poco profundas, y las lluvias las han derruido. En muchos sitios se ha intentado evitar su total desmoronamiento reforzándolas con estacas. Estas trincheras son una parte de la gran red formada por la posición disputada durante la Batalla del Somme; más tarde evacuamos esa red, tras haber volado todos los abrigos; y, finalmente, después de haber estado abandonada mucho tiempo, hemos vuelto a reconquistarla durante la gran batalla del pasado mes de marzo. Son, pues, muchos los acontecimientos que esta zona ha vivido. Por ello no existe en todo el terreno un solo paraje que no esté desgarrado por los embudos. Espesos tapices de hierba han logrado que muchos de ellos cicatricen, pero los proyectiles han vuelto a abrir recientemente numerosas heridas.

Nos hemos encontrado, por consiguiente, con una red de trincheras ya hecha, una red que tiene, por eso, la desagradable peculiaridad de estar unida con la posición enemiga por un gran número de ramales ciegos. Estos se hallan cerrados por alambres y por caballos de Frisia y defendidos por ametralladoras y centinelas; mas, a pesar de ello, sin duda constituirán los puntos de partida de todas las operaciones que aquí se lleven a cabo. Otra peculiaridad de esta posición es que falta en ella todo rastro de un obstáculo de alambre. Con esto se pretende dejar bien clara ante el enemigo nuestra voluntad ofensiva; la visión de la pelada zona avanzada ha provocado en mí, sin embargo, un sentimiento agridulce. Los tres segundos que el atacante necesita para salvar el obstáculo de alambre, durante los cuales se ve obligado a quedar enteramente al descubierto, representan una ventaja tan importante para el defensor que éste renuncia a ella de mala gana.

Por lo que respecta a los abrigos, tampoco son muchos los elogios que de ellos cabe hacer. Son eso que ahora se llama «bunker Sigfrido» —unos agujeros semicirculares excavados horizontalmente en los taludes de las trincheras—. Su longitud es la de la altura normal de un hombre y están protegidos por una capa de tierra de apenas dos metros de espesor; se encuentran reforzados con una chapa curva de latón, que soporta poco más que el peso de la tierra. En ellos pueden caber, acostados uno al lado de otro, dos hombres. Quienes construyen estas jaulas se encuentran, desde luego, en una situación más favorable que quienes, soportando dentro de ellas los bombardeos, miran fijamente el techo galvanizado de su ratonera; en cualquier momento puede ésta aplastarlos si encima de ella cae un proyectil de grueso calibre. Cuando fui a visitar el sector que confina con el nuestro por la izquierda, vi a Domeyer descansando dentro de uno de estos búnkeres; estaba allí junto con su ordenanza del servicio de trincheras y encontró enseguida el lado favorable.

—Si estos artilugios no vibrasen —dijo—, serían un desastre.

La única obra de todo el sector que con un poco de buena voluntad cabe calificar de galería subterránea es la que yo habito. Esto ya sería por sí solo un motivo suficiente para cambiarla lo antes posible por otra; aun sin contar con que el lugar en que se encuentra es muy desfavorable, pues está situada detrás del ala derecha del sector vecino.

La seguridad de nuestros alojamientos ha disminuido considerablemente en comparación con tiempos anteriores, cuando nos enterrábamos en el terreno a diez metros de profundidad, y a veces a más de diez. Aquellas posiciones sí que eran espléndidas; tenían corredores subterráneos largos y cómodos como una novela de Dickens; de éstos salían, a derecha e izquierda, salas de estar, dormitorios, almacenes para la munición, pasillos de salida, pasillos transversales de comunicación; uno podía moverse por todo el sector como un topo, sin aflorar jamás a la superficie. En Monchy, además de un cómodo abrigo para las jornadas tranquilas, en el que una ancha claraboya proyectaba la luz del sol sobre mi mesa de escribir, poseía una morada subterránea a la que se bajaba por cuarenta escalones excavados en la roca gredosa; cuando estábamos sentados allí, entregados a interminables partidas de cartas, incluso las granadas de máximo calibre se dejaban notar, en aquella profundidad, únicamente como agradables sacudidas. En una de las paredes me había hecho empotrar una cama, enorme como los lechos parecidos a cajones que usan los campesinos de Westfalia; allí dentro dormía, metido en la blanda y seca roca gredosa, aislado de todo ruido, rodeado de pesados tablones de encina. En la cabecera de mi cama colgaba una lámpara eléctrica, de modo que podía leer cómodamente hasta que me cansaba; las paredes estaban adornadas con láminas sacadas de la revista
Jugend
y todo el conjunto quedaba aislado del mundo exterior por una manta de color rojo oscuro que hacía las veces de cortina y que, colgada de unas anillas, podía correrse. A los visitantes les enseñábamos aquello como si fuera el colmo de la depravación, mientras les contábamos chistes apropiados al caso. En aquella época podía atreverme a dormir en pijama, pues una alambrada de quince pasos de ancho nos proporcionaba una gran seguridad; la pistola, que quedaba al alcance de mi mano junto a la caja de los cigarrillos, la usaba únicamente cuando, para interrumpir el aburrimiento, realizaba una patrulla. Aquella sí que fue una época estupenda.

Ahora, en cambio, la guerra se ha vuelto más móvil, y trabajos como aquéllos no merecen la pena. Es preciso confesar, además, que cuando comenzó, con la ofensiva de Verdun, la serie de las grandes batallas de material, era demasiado grande el contraste entre el seguro cobijo proporcionado por aquellas gigantescas galerías subterráneas y, por otro lado, la trinchera de lucha, que era asolada por los lanzallamas y arrasada por los impactos de las granadas. Aun prescindiendo de estas consideraciones, ocurría que, cuando se producía un ataque enemigo, la guarnición resguardada en aquellas cavernas se veía obligada a salvar, antes de hallarse en condiciones de defenderse, un camino igual al que tendría que recorrer alguien que subiese los escalones de un edificio de cuatro Pisos. Y así se daba el caso de que el enemigo propinaba un cálido recibimiento a la guarnición cuando ésta se encontraba todavía a medio camino; tal recibimiento consistía en granadas de mano y tubos incendiarios, sin que la guarnición pudiera defenderse. Esto ocurría sobre todo cuando los centinelas apostados se habían desangrado hacía ya rato, sin que nadie de los de abajo sospechase nada.

Todo esto trajo consigo que cierto día, tras un descalabro especialmente penoso que sufrimos en las alturas de Vimy, apareciese una instrucción del ejército que ordenaba volar todas las galerías subterráneas existentes y prohibía que en la primera línea se excavasen en lo sucesivo abrigos de más de dos metros de profundidad.

Quien conoce las cantidades de proyectiles arrojadas permanentemente contra las trincheras, en bombardeos que a veces duran semanas enteras, sabe lo que esa férrea orden significa. Pues tener que aguantar el fuego en cuclillas sin ninguna clase de protección, ser bombardeado ininterrumpidamente con proyectiles de tal calibre que uno solo de ellos bastaría para arrasar una aldea de medianas dimensiones, tener como única distracción la de contar maquinalmente, medio enloquecido, el número de proyectiles disparados —eso representa una prueba tan dura que casi alcanza los límites de la capacidad humana—. La mencionada orden, que ha arrojado al fuego, sin la menor protección, a centenares de millares de hombres, encierra en sí una de las más grandes sentencias de muerte nunca dictadas. Pero nuestra época trabaja con medios poderosos, y, cuando se combate por un espantoso campo de escombros en el que se enfrentan dos imágenes del mundo, lo que importa no son los millares de seres humanos que tal vez podrían ser salvados de la destrucción; lo que importa es que la docena de hombres supervivientes se halle lista en el lugar preciso y pueda arrojar en un platillo de la balanza el peso decisivo de sus ametralladoras y granadas de mano.

Tras regresar al abrigo he estado estudiando el memorando de instrucciones sobre nuestro sector. Estos memorandos se parecen a esos cuadernillos, sucios de aceite y hollín, que en los talleres cuelgan de un clavo cerca de las máquinas y que se titulan «Prevención de accidentes»; sólo en un acceso de aburrimiento los toma uno de donde están. Este de aquí es instructivo, pues ha sido redactado hace poco y procura aprovechar la experiencia de los últimos ataques. Lo que pretende es dar mayor profundidad a la defensa. El atacante no debe encontrar ante sí ni una línea ni una serie de líneas, sino un espacio de fuego en donde quede paulatinamente paralizada su fuerza. El memorando da a ese espacio el nombre de «zona avanzada»; ésta se extiende desde las primeras trincheras de los centinelas hasta la línea principal de resistencia. Nosotros somos, por tanto, una parte de la guarnición de la «zona avanzada» y, en el caso de un ataque serio, hemos de replegarnos luchando hasta la línea principal de resistencia. Nuestra misión equivale a la de un rompeolas que fragmenta y atenúa el choque de la ola que llega hinchada, antes de que vaya a estrellarse contra el bastión.

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