—Tengo que darles una grave noticia, y es que atacamos. Habrá una preparación artillera de media hora y a las siete nuestro batallón se lanzará al ataque. Partirá de la linde occidental de Favreuil; el punto de dirección de la marcha es el campanario de Sapignies.
Hicimos algunos comentarios acerca de la orden y tras un enérgico apretón de manos salimos deprisa hacia donde se hallaban nuestras compañías; el fuego comenzaría diez minutos más tarde y aún teníamos que recorrer a pie un largo trayecto. Informé a mis jefes de sección de la orden recibida y mandé que la compañía formase.
—Los pelotones, en columna de a uno, separados por una distancia de veinte metros. Dirección de la marcha, hacia la izquierda, oblicuamente, las copas de los árboles de Favreuil.
Una buena señal del espíritu que aún seguía vivo entre nosotros fue que me vi obligado a decidir quién se quedaría atrás para informar a la cocina de campaña sobre el lugar en que estaríamos. Nadie se ofreció voluntario.
Iba caminando muy por delante de mi compañía; me acompañaban mis ordenanzas y el sargento Reinecke, que conocía bien aquella zona. De detrás de los setos y las ruinas saltaban los disparos de nuestros cañones. Su fuego se asemejaba más a un ladrido furioso que a una marea exterminadora. Cuando miraba hacia atrás veía a mis pelotones avanzar en un orden impecable. Junto a ellos se alzaban las pequeñas nubes de polvo producidas por los proyectiles lanzados desde los aviones. Ráfagas de balas, vainas de granadas y aletas de
shrapnels
atravesaban con un bufido infernal los espacios vacíos que entre las menguadas hileras de mis hombres quedaban. A la derecha se hallaba Beugnâtre, que estaba siendo bombardeado con dureza; desde allí llegaban pesadamente hasta nosotros con un gruñido trozos dentados de hierro que, tras una breve detonación, quedaban aplastados en el suelo legamoso.
Más desagradable todavía fue el avance detrás de la carretera Beugnâtre-Bapaume. Varias granadas de efecto explosivo estallaron de repente delante, detrás y en medio de nosotros. Nos dispersamos y nos arrojamos dentro de los embudos. Yo caí de rodillas encima del «producto del miedo» dejado allí por alguien que me había precedido; a toda prisa hice que mi ordenanza me limpiase burdamente los pantalones con un cuchillo.
Las nubes producidas por las numerosas explosiones de las granadas se aglomeraban ya en las afueras de la aldea de Favreuil; en medio de aquellas nubes subían y bajaban en rápida alternancia columnas de tierra de color pardo. Me adelanté hasta las primeras ruinas con el fin de escoger una posición y luego, con mi bastón de paseo, hice señales a los hombres para que me siguieran.
Aquella aldea estaba rodeada de barracones destruidos por los disparos; detrás de ellos se fueron reuniendo algunos contingentes de los batallones primero y segundo. Una ametralladora enemiga nos causó algunas víctimas durante el último trecho del camino. Desde mi puesto observaba el fino cordón de nubecitas de polvo que las balas levantaban; de vez en cuando quedaba prendido en aquel cordón, como en una red, alguno de los hombres que llegaban. Uno de los heridos fue el sargento Balg, de mi compañía; una bala le atravesó una pierna.
Una figura humana vestida con un Manchester pardo atravesó impasible el bombardeado terreno y vino a estrecharme la mano. Kius y Boje, el capitán Junker y Schaper, Schrader, Schläger, Heins, Findeinsen, Hóhlemann y Hoppenrath se encontraban detrás de un seto barrido por el plomo y por el hierro y discutían largamente acerca del ataque. Durante muchos días de cólera habíamos luchado en
un mismo
campo y también aquella vez los rayos del sol, ya muy bajo en el horizonte, iluminarían la sangre de casi todos nosotros.
Algunos contingentes del Primer Batallón penetraron en el parque del castillo. Del Segundo Batallón, únicamente mi compañía y la quinta habían logrado cruzar casi intactas aquella cortina de llamas. Atravesando embudos y ruinas de edificios nos fuimos abriendo paso hasta llegar a un camino en hondonada que corría por la linde occidental de la aldea. Mientras iba andando recogí del suelo un casco de acero y me lo planté en la cabeza —sólo en situaciones muy comprometidas solía hacer eso—. Con gran asombro comprobé que Favreuil estaba muerto. Al parecer, la guarnición había abandonado el sector que le correspondía defender; sobre las ruinas gravitaba ya esa atmósfera tensa que en tales momentos es peculiar de los espacios sin dueño, una atmósfera que otorga una agudeza extrema a los ojos.
Sin que nosotros los supiéramos, el capitán von Weyhe, gravemente herido, yacía a solas dentro de un embudo situado detrás de la aldea. La orden que nos había dado era que las compañías se lanzasen al asalto del modo siguiente: en primera línea, las Compañías Quinta y Octava; en segunda, la Sexta; y en tercera, la Séptima. Como ni la Sexta ni la Octava daban señales de vida, resolví atacar, sin preocuparme por más tiempo del escalonamiento.
Eran ya las siete de la tarde. A través de las bambalinas formadas por restos de edificios y troncos de árboles vi salir a campo abierto, disparando un débil fuego de fusil, una línea de tiradores. Seguramente era la Quinta Compañía.
En el camino de hondonada que nos servía de protección dispuse a la tropa para el ataque y ordené que entrase en acción en dos oleadas.
—Distancia, cien metros. Yo mismo iré entre la primera y la segunda oleada.
Partimos hacia el último asalto. ¡Cuántas veces habíamos caminado en los años anteriores hacia el sol poniente en un estado de ánimo similar al que entonces nos embargaba! ¡Les Eparges, Guillemont, Saint-Pierre-Vaast, Langemarck, Passchendaele, Moeuvres, Vraucourt, Mory! De nuevo nos aguardaba una fiesta de sangre.
Abandonamos el camino en hondonada con la misma precisión con que lo habríamos hecho en un campo de ejercicios, si prescindimos de que «yo mismo», como decía la bonita fórmula de la orden que había dado, me encontré de repente en campo abierto delante de la primera oleada; junto a mí caminaba el alférez Schrader.
Mi estado físico había mejorado un poco, pero aún me sentía débil. Haller, que más tarde emigró a Sudamérica, me contó, cuando vino a despedirse, que el hombre que iba a su lado le había dicho:
—¡Oye, me parece que el alférez no regresa hoy!
Haller era un hombre extraño; a mí me gustaba su espíritu salvaje y destructivo. En aquella conversación me reveló una serie de cosas por las cuales me enteré, con asombro, de que el simple soldado pesa el corazón de su jefe en una balanza de precisión. Yo me sentía efectivamente muy débil y desde el principio pensé que aquel ataque era un error. Sin embargo, de todos los que realicé es éste el que más me gusta recordar. Aquel ataque carecía del ímpetu poderoso de la Gran Batalla, de la hirviente euforia que reinaba en ésta. Pero los sentimientos que me embargaban eran muy impersonales, era como si me observase a mí mismo con unos prismáticos. Fue aquélla la primera vez que en la guerra pude oír los siseos de los pequeños proyectiles como algo que pasase silbando junto a un objeto. El paisaje era de una transparencia cristalina.
Los disparos que salían a nuestro encuentro llegaban todavía de manera aislada; tal vez los muros de la aldea que quedaban a nuestra espalda impedían que el enemigo nos viese con claridad. Yo llevaba en la mano derecha mi bastón de paseo y en la izquierda la pistola; avanzaba a grandes pasos. Casi sin darme cuenta dejé en parte a mi espalda y en parte a mi derecha la línea de tiradores de la Quinta Compañía. Mientras avanzaba noté que se me había desprendido del pecho la Cruz de Hierro; había caído al suelo. Schrader, mi ordenanza y yo nos dedicamos a buscarla con todo interés, aunque tiradores ocultos nos tomaban como blanco de sus fusiles. Por fin la sacó Schrader de una mata de hierba y volví a prendérmela.
El terreno descendía. Sobre un fondo de barro de color pardo-rojizo se movían unas figuras borrosas. Una ametralladora nos aporreaba con sus ráfagas. Se acrecentó la sensación de que no había escapatoria. Pese a ello, empezamos a correr mientras el fuego se concentraba sobre nosotros.
Saltamos por encima de pozos de tiradores y de tramos de trinchera excavados a la ligera. En el preciso momento en que estaba saltando por encima de una trinchera un poco mejor construida, me lanzó por los aires, como un ave de caza, un golpe incisivo que noté en el pecho. Di un sonoro grito, con cuyo chillido pareció escapárseme el aire de la Vida, giré en redondo y caí al suelo con estrépito.
Por fin me había atrapado una bala. A la vez que percibía el balazo sentí que aquel proyectil me sajaba la vida. Delante de Mory, en la carretera, había notado ya la mano de la Muerte —esta vez me aferraba más fuerte, más nítidamente—. Mientras caía pesadamente sobre el piso de la trinchera había alcanzado el convencimiento de que aquella vez todo había acabado, acabado de manera irrevocable. Y, sin embargo, aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase. Notaba un asombro incrédulo, el asombro de que precisamente allí fuera a acabar mi vida; pero era un asombro lleno de alegría. Luego oí cómo el fuego se debilitaba; parecía que me hundiese como una piedra bajo la superficie de un oleaje furioso. Allí no había ya ni guerra ni enemistad.
He tenido numerosas ocasiones de ver en su lecho de heridos a muchos hombres que estaban perdidos y que soñaban; no participaban ya ni en el ruido del combate ni en la suprema excitación de las pasiones humanas que en torno a ellos se agitaban. Y puedo decir que no he permanecido completamente ajeno a sus secretos.
El tiempo que estuve inconsciente en el suelo, si se lo mide por el reloj, tal vez no fuese muy largo —seguramente duró lo que tardase en llegar nuestra primera oleada de ataque hasta la trinchera en que yo había caído. Me desperté con la sensación de una gran desgracia; estaba encajado entre unos estrechos taludes de barro. A lo largo de una fila de hombres agachados se deslizaba este grito:
—¡Enfermeros! ¡Está herido el jefe de la compañía!
Un hombre ya mayor, perteneciente a otra compañía, inclinó hacia mí su rostro bondadoso, me desabrochó el cinturón y me abrió la guerrera. Aquel hombre vio dos manchas redondas ensangrentadas —una en el centro del lado derecho del pecho y otra en la espalda. Una sensación de parálisis me encadenaba a la tierra; el aire ardiente de la angosta trinchera me bañaba en un sudor angustioso. Mi compasivo ayudante me refrescaba abanicándome con mi guardamapas. Me costaba un esfuerzo enorme respirar y tenía puestas mis esperanzas en la llegada de la oscuridad.
Una tormenta de fuego se desencadenó repentinamente desde Sapignies. Eran unos truenos continuos, unos aullidos y martilleos seguidos y regulares, y evidentemente no significaban sólo el rechazo de nuestro ataque, tan mal planeado. Encima de mí veía el rostro, petrificado bajo el casco de acero, del alférez Schrader; como si fuera una máquina, disparaba y cargaba una y otra vez su arma. Entre nosotros se entabló una conversación que recordaba la escena de la torre de
La doncella de Orleans
[10].
. Yo no estaba ciertamente para bromas, pues tenía clara consciencia de hallarme perdido.
Pocas veces le quedaba tiempo a Schrader para decirme algunas palabras sueltas; yo ya no contaba. Sabedor de mi impotencia, intentaba leer en su rostro cómo se desarrollaban arriba los acontecimientos. Todo indicaba que nuestros atacantes iban ganando terreno, pues oía cómo Schrader señalaba cada vez más frecuentemente, y cada vez con más excitación, a los hombres que estaban a su lado, unos blancos que necesariamente habían de moverse muy cerca de nosotros.
De repente, como cuando en una inundación se rompe un dique, saltó de boca en boca este grito horrorizado:
—¡El enemigo se ha infiltrado por la izquierda! ¡Estamos cercados!
En aquel instante horrible sentí que mi energía vital tornaba a encenderse como una chispa. Logré asirme con dos dedos a un agujero que había en el talud a la altura del brazo; seguramente lo habría hecho un ratón o un topo. Luego me fui alzando con lentitud, mientras la sangre retenida en los pulmones salía de la herida a chorros. A medida que fluía la sangre me sentía aliviado. Con la cabeza descubierta, la guerrera abierta y la pistola en la mano miré fijamente el combate.
Una hilera de seres humanos cargados con bultos cruzaba precipitadamente, en línea recta, unos bancos de humo blancuzco. Algunos caían y quedaban tendidos, otros daban una voltereta, como las liebres cuando reciben un balazo. A cien metros de donde estábamos el terreno de embudos engullió a los últimos. Aquellos hombres pertenecían sin duda a una unidad muy joven y no habían gustado aún el sabor del fuego; el valor que exhibían era el valor de la inexperiencia.
En la cresta de una elevación del terreno aparecieron, como arrastrados por un hilo, cuatro tanques. La artillería tardó pocos minutos en dejarlos allí clavados. Uno de ellos quedó partido en dos mitades, como si fuera un juguete de hojalata. A mi derecha se desplomó, con un grito de muerte, el valiente cadete Mohrmann. Tenía el valor de un león joven; ya me había dado cuenta de ello en Cambrai. Un disparo certero, que le dio en la frente, lo derribó; aquella bala iba mejor dirigida que la que Mohrmann me vendó a mí en aquella ocasión.
No todo parecía perdido, sin embargo. Al sargento aspirante a oficial Wilsky le dije con un susurro que se arrastrase hacia la izquierda y barriese con su ametralladora la brecha abierta por el enemigo. Regresó poco después y me dijo que veinte metros más allá se había rendido todo el mundo. Quienes allí estaban pertenecían a un regimiento distinto del nuestro. Hasta entonces había estado agarrado a una mata de hierba; me aferraba a ella como si fuera un timón. En aquel momento logré darme la vuelta y el espectáculo que se me ofreció fue extraño. Una parte de los ingleses se había infiltrado ya dentro de los elementos de trinchera que enlazaban con el nuestro por la izquierda; otra parte caminaba por encima de la trinchera con la bayoneta calada. Antes de que me percatase de la proximidad de aquel peligro me distrajo de él una sorpresa nueva y mayor; ¡por nuestra espalda avanzaban hacia nosotros otros atacantes y conducían prisioneros que iban con los brazos en alto! Sin duda el enemigo había penetrado en la abandonada aldea inmediatamente después de que nos lanzásemos al ataque. En aquel momento estaba completando el cerco; nos había cortado los contactos con nuestras tropas.