Tempestades de acero (44 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Para acudir en su ayuda ordené que el pelotón del cadete Mohrmann avanzase por la Trinchera del Seto. Tuvimos que detenernos, sin embargo, ante una barrera de minas de botella que caían como granizos. Un casco de metralla llegó volando a estrellarse contra mi pecho; quedó retenido por la hebilla de mis tirantes.

Se desencadenó entonces un fuego artillero de gran violencia. A nuestro alrededor surgían rayos de tierra de los vapores coloreados, y el sordo retumbar de los proyectiles que contra el suelo reventaban se mezclaba con unos chillidos agudos, metálicos, que recordaban el sonido producido por una sierra circular al cortar troncos de árboles. Bramando se aproximaban, a intervalos siniestramente cortos, bloques de hierro, y en medio de todo aquello cantaban y gorjeaban nubes de
shrapnels
. Como era de temer un ataque, me puse uno de los cascos de acero que por el suelo andaban desparramados y regresé a toda prisa, con algunos compañeros, a nuestra trinchera de lucha.

En el otro lado aparecieron algunas figuras humanas. Nos apoyamos en el derruido talud de la trinchera y abrimos fuego contra ellas. A mi lado un guerrero jovencísimo apretaba con manos febriles el gatillo de su ametralladora, pero no conseguía que por el cañón saliese una sola bala. Le quité el arma de las manos y logré hacer algunos disparos; luego volvió a encasquillarse, como en una pesadilla. Sin embargo, los atacantes desaparecieron en trincheras y embudos, mientras se hacía cada vez más intenso el fuego. La artillería no hacía ya distinción ninguna entre un bando y otro.

Cuando, seguido de un enlace, caminaba hacia mi abrigo, algo se estrelló, entre él y yo, contra el talud de la trinchera; con extraordinaria violencia me arrancó de la cabeza el casco de acero y lo arrojó lejos. Creí que me había caído encima toda una ráfaga de
shrapnels
y, medio aturdido, me introduje en mi madriguera; segundos después estallaba en su borde una granada, que llenó de una densa humareda aquel pequeño habitáculo. Un largo casco de metralla aplastó un envase de pepinos que estaba junto a mis pies. Volví a salir del agujero, para no quedar sepultado bajo masas de tierra, y me metí a rastras en la trinchera; desde abajo exhortaba a los dos enlaces y a mi ordenanza a que permaneciesen muy despiertos.

Fue una media hora muy penosa; la Muerte volvió a pasar por la criba a mi compañía, ya muy reducida. Una vez comenzó el reflujo de aquella ola de fuego, recorrí la trinchera, examiné los daños y comprobé que aún quedábamos catorce hombres. Con ellos solos era imposible defender una posición tan extensa como aquélla. En consecuencia encargué a Mohrmann y a tres hombres que defendiesen la barricada y con los restantes formé un grupo en forma de erizo dentro de un profundo embudo situado detrás de la trinchera. Desde allí podíamos intervenir en la lucha por la barricada y podíamos asimismo acosar desde arriba con granadas de mano al adversario, en el caso de que se infiltrase en la trinchera. Sin embargo, la ulterior actividad bélica se limitó a una prolongada refriega con minas de pequeño calibre y granadas de fusil.

El 27 de julio nos relevó una compañía del 164.º Regimiento. Estábamos muy agotados. Ya en el momento en que se dirigía hacia la primera línea fue gravemente herido el jefe de aquella compañía; su sucesor quedó sepultado dentro de mi abrigo cuando éste fue hundido unos días más tarde por una granada. Todos respiramos aliviados al dejar a nuestra espalda la aldea de Puisieux; en el horizonte empezaban a alzarse las tempestades de acero de la gran lucha final, y sus truenos llegaban ya hasta aquel sitio.

Estos avances ingleses mostraron que crecía mucho la fortaleza de nuestros adversarios, los cuales afluían desde las partes más remotas del mundo. Nosotros teníamos cada vez menos hombres que oponerles; a menudo eran casi niños y además carecían de armamento e instrucción. Lo más que podíamos hacer, aun con la mejor voluntad, era tapar acá y allá las brechas producidas por aquella creciente marea viva, arrojando nuestros cuerpos dentro de ellas. No disponíamos de recursos para realizar grandes contraataques, como aún pudimos hacerlo en Cambrai.

Más tarde, cuando reflexioné sobre el modo en que los neozelandeses habían aparecido triunfalmente a campo raso y habían empujado a los nuestros a un atolladero mortal, caí en la cuenta de que, al obrar así, habían representado exactamente el mismo papel que a nosotros nos proporcionó el gran éxito en Cambrai el 2 de diciembre de 1917. Habíamos contemplado, pero invertida, nuestra propia imagen.

Mi último asalto

El 30 de julio de 1918, quedamos acuartelados en Sauchy-Léstrée, una bonita aldea de Artois rodeada de estanques resplandecientes; allí íbamos a pasar un período de descanso. A los pocos días marchamos a pie hasta Escaudoeuvres, situado todavía más lejos del frente; era un triste suburbio obrero que el aristocrático Cambrai había expulsado, por así decirlo, de su seno.

La casa en que me alojaba estaba en la Rue des Bouchers; allí ocupaba la mejor habitación de la vivienda de una familia obrera del norte de Francia. El mueble principal de mi cuarto era el habitual lecho gigantesco; había además una chimenea en cuya repisa se encontraban varios jarrones de vidrio rojo y azul, una mesa redonda, sillas, algunos cromos del
Familistére
sujetos en las paredes, con títulos como
Vive la classe
o
Souvenir de premiére communion
, tarjetas postales y otras cosas por el estilo. La ventana de aquella habitación daba a un camposanto.

Las claras noches de luna llena favorecían la visita de los aviones enemigos, que nos hicieron ver la superioridad material cada vez mayor del otro bando. Noche tras noche llegaban numerosas escuadrillas que volaban por encima de nosotros y arrojaban bombas de una siniestra potencia explosiva sobre Cambrai y también sobre los suburbios. La miedosa precipitación con que bajaban al sótano mis huéspedes me molestaba más que el zumbido de los motores de los aviones, un zumbido fino, parecido al que producen los mosquitos, y más también que el gran número de explosiones retumbantes. Es preciso tener en cuenta, de todos modos, que la víspera de mi llegada había estallado una bomba delante de la ventana de mi habitación; aquella bomba había tirado al suelo, aturdido, al dueño de la casa, que estaba durmiendo en la cama, había arrancado además una pata de ésta y llenado de agujeros las paredes. Este hecho fortuito me dio, sin embargo, una sensación de seguridad, pues yo compartía un poco la superstición de los viejos guerreros; según ella, el embudo que acaba de ser abierto por un proyectil es el lugar que más seguridad ofrece.

Tras un día de descanso recomenzó la cantinela de siempre, es decir, los ejercicios. Una gran parte del día nos la ocupaban la instrucción, las clases teóricas, las revistas, las reuniones y las inspecciones. En una ocasión tuvo que dictar un tribunal de honor un fallo y ello nos llevó una mañana completa. El rancho volvía a ser escaso y malo. Hubo una temporada en que lo único que nos daban para cenar eran pepinos; el seco humor de la tropa los bautizó con el acertado nombre de «salchichas de jardinero».

Me dediqué principalmente a entrenar una unidad de choque, pues los últimos combates me habían hecho ver con claridad que nuestras fuerzas de lucha estaban sufriendo una transformación creciente. Lo único con que se podía contar para el choque propiamente dicho era un pequeño número de hombres, pero tales hombres habían llegado a constituir una estirpe dotada de una dureza especial. En cambio, la masa de los demás contaba a lo sumo como fuerza de fuego. Casi siempre era preferible, en aquellas circunstancias, ser el jefe de un pelotón de soldados decididos que no mandar una compañía de pusilánimes.

El tiempo libre lo dedicaba a leer, bañarme, hacer prácticas de tiro y montar a caballo. Muchas tardes disparaba más de cien cartuchos contra botellas y latas de conservas. Cuando paseaba a caballo encontraba octavillas que el enemigo lanzaba en cantidades masivas sobre nosotros; el servicio de propaganda del otro bando nos las distribuía en ediciones cada vez más numerosas, como si fueran proyectiles morales. Junto a insinuaciones sobre asuntos políticos y militares, contenían, sobre todo, descripciones de la magnífica vida que se llevaba en los campos ingleses de prisioneros. Una de ellas decía: «Y ahora, en confianza, ¡qué fácil es extraviarse en la oscuridad cuando uno regresa de llevar el rancho a las trincheras o de realizar labores de fortificación!». Otra contenía incluso el poema de Schiller «Britania libre». Pequeños globos que flotaban libremente en el aire llevaban hasta el frente, cuando el viento era favorable, aquellas octavillas; iban atadas en paquetes y, tras haber estado balanceándose en el aire un determinado tiempo, una mecha las dejaba sueltas. Por cada ejemplar que uno entregase daban una recompensa de treinta peniques, lo que indicaba que el mando consideraba peligroso el efecto que pudieran producir; de todos modos, los costes se hacían recaer sobre la población del territorio ocupado.

Una tarde cogí una bicicleta y marché con ella hasta Cambrai. Aquella amable y antigua ciudad estaba desolada y vacía. Las tiendas y los cafés se hallaban cerrados, y aunque una oleada de figuras vestidas con el uniforme alemán anegaba sus calles, éstas parecían muertas. Mi visita alegró sinceramente al señor y a la señora Plancot, que un año antes me habían ofrecido un alojamiento tan espléndido. Me contaron que la situación había empeorado en todos los aspectos. De lo que principalmente se lamentaron fue de las frecuentes visitas de los aviones; éstos los obligaban a subir y bajar varias veces las escaleras cada noche. Entre ellos discutían qué era más aconsejable, si perecer por causa de una bomba en el primer sótano o morir aplastados por los escombros en el segundo. Aquellos ancianos señores, cuyos rostros reflejaban tanta preocupación, me causaron verdadera lástima. Cuando los cañones empezaron a hablar algunas semanas más tarde, tuvieron que abandonar precipitadamente la casa en que habían pasado toda su vida.

Sobre las once de la noche del 23 de agosto me desperté sobresaltado apenas acababa de coger dulcemente el sueño; alguien dada violentos golpes en la puerta de mi habitación. Era un enlace, que traía la orden de marcha. Ya la víspera nos habían llegado desde el frente los monótonos truenos y estampidos de un fuego de artillería inusitadamente violento; mientras hacíamos la instrucción, mientras comíamos, mientras jugábamos a las cartas, a todas horas estuvimos oyendo aquellos ruidos. Eran una advertencia para que no nos imaginásemos que nuestro período de descanso iba a durar mucho tiempo. Habíamos acuñado una palabra especial, muy sonora, para referirnos a aquel lejano gorgoteo del tronar de los cañones: «bumbumbar».

Rápidamente hicimos el equipaje y formamos en la carretera que llevaba a Cambrai; en aquellos momentos caía una lluvia torrencial. Nos dirigimos a Marquion, adonde llegamos sobre las cinco de la mañana. Nuestra compañía quedó alojada en una granja de enormes dimensiones, cuyo, patio estaba rodeado de numerosos establos semiderruidos; cada cual se acomodó como buenamente pudo. Yo y el alférez Schrader, mi único oficial de la compañía, nos metimos en una construcción de ladrillo parecida a una mazmorra; el fuerte olor a cabruno que allí había nos indicó que en tiempos pacíficos había servido para alojar cabras, pero en aquel momento sus únicos habitantes eran unas grandes ratas.

Por la tarde se celebró una reunión de oficiales para estudiar la situación; durante ella nos dijeron que aquella noche debíamos permanecer en estado de alerta en un lugar situado no lejos de Beugny, a la derecha de la gran carretera que unía Cambrai con Bapaume. Se nos advirtió que el enemigo podía atacarnos con los nuevos tanques, rápidos y manejables.

Distribuí a mi compañía en orden de combate dentro de un pequeño huerto de legumbres. De pie bajo un manzano dirigí unas palabras a mis hombres, que me rodeaban en semicírculo. Los rostros aparecían serios y viriles. No era mucho lo que había que decir. Todos habían llegado a ver con claridad por aquellos días que íbamos cuesta abajo; en todo ejército existe, además de la unidad de las armas, también una unidad moral, y ésta es la única que explica aquella unanimidad de criterio. El enemigo exhibía en cada nuevo ataque armas cada vez más poderosas; sus golpes empezaban a ser más rápidos y violentos. Todo el mundo sabía que no podíamos vencer. Pero plantaríamos cara al enemigo.

Schrader y yo cenamos aquella noche en el patio de la granja, sentados a una mesa que nos habíamos fabricado con los restos de un carro y la puerta de una casa; luego bebimos una botella de vino. Cuando acabamos nos metimos en la cabreriza, hasta que a las dos de la madrugada vino el centinela a decirnos que los camiones estaban ya esperándonos en la plaza mayor de la aldea.

Iluminados por luces fantasmales atravesamos, en medio de un gran estruendo, aquel terreno removido por la lucha; sobre él se había librado el año anterior la Batalla de Cambrai. Los villorrios de la zona habían quedado machacados de una manera inverosímil y cuando cruzábamos sus calles, a cuyos lados quedaban los muros de las casas en ruinas, nos veíamos obligados a serpentear por entre los escombros. Muy cerca de Beugny nos descargaron de los camiones, luego nos condujeron hasta los lugares desde los que íbamos a partir para el asalto. Nuestro batallón ocupaba un camino en hondonada situado junto a la carretera Beugny-Vaux. Antes del mediodía llegó un enlace que me trajo la orden de que mi compañía se adelantase hasta situarse junto a la carretera Frémicourt-Vaux. Este avance escalonado me hizo comprender que nos aguardaban sangrientos sucesos antes de que acabase el día.

Aquel terreno estaba siendo bombardeado y ametrallado por aviones que volaban en círculo por encima de nosotros y por ello hice que mis tres secciones lo atravesaran en hilera, moviéndose en zigzag. Una vez que llegamos a la meta nos distribuimos en embudos y agujeros, pues hasta la parte de acá de la carretera llegaban, aunque de manera aislada, las granadas lanzadas por el enemigo.

Me sentía tan mal aquel día que inmediatamente me tendí en una pequeña zanja y me quedé dormido. Al despertarme me puse a leer el ejemplar de
Tristram Shandy
que llevaba en mi guardamapas; así pasé la tarde, tumbado al sol, que me calentaba con sus rayos, en ese estado de indiferencia propio de los enfermos.

A las seis y cuarto de la tarde llegó un enlace; nos convocaba a los jefes de compañía a una reunión con el capitán von Weyhe.

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