Tempestades de acero (31 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Ya había perdido toda esperanza de escapar sano de aquel avispero cuando de repente se me escapó de la garganta un grito de júbilo. Mis ojos acababan de tropezar con aquel plato que tenía dentro una cuchara; ahora estaba orientado. Ya había amanecido del todo y por ello no teníamos un solo segundo que perder. De un salto salimos a campo descubierto y hacia nuestras líneas, mientras las primeras balas de fusil silbaban a nuestro alrededor. En la primera línea de la trinchera francesa topamos con la patrulla del alférez von Kienitz. Cuando oímos el grito de
Lüttje Lage
supimos que habíamos pasado lo peor. Por desgracia, caí encima de uno de nuestros hombres que estaba gravemente herido. Kienitz me contó a toda prisa que en la primera trinchera había expulsado con granadas de mano a unos franceses que allí estaban cavando, y que, ya en el inicio mismo del avance posterior, había tenido muertos y heridos por causa de nuestra propia artillería.

Tras larga espera aparecieron todavía dos de mis hombres, el suboficial Dujesiefken y el fusilero Hailer. Este último me trajo al menos un pequeño consuelo; mientras erraba de un lado para otro había ido a parar a un alejado ramal ciego y había descubierto allí tres ametralladoras abandonadas; había desmontado de su emplazamiento una de ellas y se la había traído consigo. Como cada vez se hacía más de día, atravesamos a toda prisa la tierra de nadie y nos dirigimos corriendo a nuestra primera línea.

De los catorce hombres que conmigo habían salido volvieron solamente cuatro; también la patrulla de Kienitz había sufrido grades pérdidas. Hubo algo que alivió mi abatimiento, y fueron unas palabras del bueno de Dujesiefken, un hombre nacido en Oldenburg. Mientras me vendaban la mano dentro de la galería, Dujesiefken se hallaba en la puerta de ésta y contaba a sus camaradas lo ocurrido. Acabó con esta frase:

—Y ahora yo, desde luego, le tengo respeto al alférez Jünger; muchachos, muchachos, había que ver cómo saltaba las barricadas.

Después atravesamos a pie el bosque y nos dirigimos al puesto de mando del regimiento; casi todos llevábamos vendadas las manos y las cabezas. El coronel von Oppen me saludó y ordenó que me sirvieran café. Ciertamente nuestro fracaso le había causado decepción, pero nos manifestó su aprecio. Ello nos sirvió de consuelo. Luego me subieron a un auto y me llevaron a la división, donde deseaban tener un relato exacto de lo ocurrido. Mientras seguían atronándome los oídos las salvajes explosiones de las granadas de mano, pude disfrutar a manos llenas del alivio que representaba atravesar a toda velocidad, reclinado en el asiento, la carretera comarcal.

El oficial de Estado Mayor de la división me recibió en su despacho. Estaba de muy mal humor y noté, cosa que me irritó, que intentaba hacerme responsable del desenlace de la operación. Aquel hombre ponía un dedo en el mapa y hacía preguntas como ésta:

—¿Y por qué no torció a la derecha en este ramal de aproximación?

Me di cuenta de que aquel oficial era incapaz de concebir un laberinto en el que ya no existen en absoluto las nociones de derecha e izquierda. Para él todo aquello era un plano; para nosotros, una realidad vivida con pasión.

El jefe de la división me recibió con un saludo amistoso y pronto consiguió disipar mi mal humor. Durante la comida estuve sentado a su lado con mi raída guerrera y mi mano vendada; me esforcé en hacer aparecer a su verdadera luz, sin falsa modestia, los acontecimientos de la mañana; y lo conseguí.

Al día siguiente el coronel von Oppen revistó una vez más la patrulla, impuso algunas Cruces de Hierro y concedió a cada uno de los participantes dos semanas de permiso. Por la tarde fueron enterrados en el cementerio militar de Thiaucourt los caídos cuyos cuerpos habíamos conseguido recuperar. Entre las víctimas de esta guerra reposaban también allí luchadores de 1870/71. Una de aquellas tumbas estaba adornada con una piedra cubierta de musgo; tenía esta inscripción:
Dem Auge fern, dem Herzen ewig nah!
[Lejos de los ojos, pero cerca para siempre del corazón]. En una gran lápida se hallaban esculpidos estos dos versos:

Heldentaten, Heldengraber reihen neu sich an die alten
,

Künden, wie das Reich erstanden, künden, wie das Reich erhalten
.

[Nuevas acciones heroicas, nuevas tumbas de héroes se alinean con las antiguas,

Proclaman cómo surgió el Imperio, proclaman cómo se mantiene]

Por la noche leí en el comunicado militar francés estas palabras! «Ha fracasado una operación alemana cerca de Regniéville; hemos hecho prisioneros». Estos prisioneros habían sido lobos que se habían extraviado en un aprisco de borregos. De esta noticia del comunicado pude deducir, con gran alegría, que había supervivientes entre los camaradas que habíamos perdido.

Meses más tarde recibí una carta de uno de los desaparecidos, el fusilero Meyer, que en los combates con granadas de mano de aquella operación había perdido una pierna. Largo tiempo había errado con sus camaradas por las trincheras, viéndose envuelto en un combate con el enemigo. Gravemente herido, había sido hecho prisionero; antes habían muerto los otros, entre ellos el suboficial Kloppmann. Este era ciertamente un hombre al que no era posible imaginar prisionero.

Muchas aventuras corrí en la guerra, pero ninguna fue tan siniestra como ésta. Todavía se me encoge el corazón cuando vuelvo a pensar en nuestras extraviadas correrías por aquellas trincheras que nos eran desconocidas, iluminadas por la fría luz de la amanecida. Todo aquello parecía acontecer en un sueño laberíntico.

Unos días más tarde los alféreces Domeyer y Zürn se infiltraron con varios acompañantes en la primera línea enemiga; lo hicieron tras una breve preparación artillera, consistente en el lanzamiento de unos pocos
shrapnels
. Domeyer se topó con un soldado francés de la segunda reserva, un «territorial»; éste llevaba unas largas barbas y le conminó:


Rendez vous!

Domeyer le replicó rabiosamente:


Ah non!

Y se abalanzó sobre él. En el transcurso de una enconada lucha cuerpo a cuerpo le atravesó el cuello con un disparo de su pistola y hubo de volver sin ningún prisionero, como me había ocurrido a mí. Pero en la acción que yo había llevado a cabo se había malgastado una munición que en 1870 habría bastado para toda una batalla.

Flandes una vez más

El mismo día en que regresé de permiso nos relevaron tropas bávaras y por el momento quedamos acantonados en la cercana aldea de Labry.

El 17 de octubre de 1917 nos cargaron en vagones y, tras día y medio de viaje en tren, volvimos a poner el pie en el suelo de Flandes; hacía sólo dos meses que lo habíamos abandonado.

Pernoctamos en el pueblo de Iseghem y a la mañana siguiente marchamos a pie a Roulers, o Roeselaere, como se dice en flamenco. Esta población se encontraba en el primer estadio de la destrucción. Aún se vendían mercancías en las tiendas, pero los habitantes vivían ya en los sótanos; los frecuentes bombardeos habían roto los lazos de la vida civil. Frente a la casa en que yo vivía había un escaparate en el que se exhibían sombreros de señora; en medio del tumulto de la guerra producía una impresión de incoherencia fantasmal. Por las noches los saqueadores penetraban, forzándolas, en las viviendas abandonadas.

Yo era el único ocupante de las habitaciones de arriba de la casa en que me alojaba, situada en la Ooststraat [calle del Este]. El edificio era propiedad de un comerciante de tejidos que al comienzo de la guerra había huido, dejando allí, para que vigilasen la casa, a una anciana criada y a su hija. Las dos cuidaban de una chiquilla huérfana que habían encontrado vagando por las calles durante nuestro avance y de la que no sabían ni la edad ni el nombre. Enorme era el miedo que aquellas mujeres tenían a las bombas; casi de rodillas me suplicaron que no encendiese la luz en mi habitación del piso de arriba, para no atraer con ella a los malvados aviadores. También a mí se me fueron, de todos modos, las ganas de reír cuando, en una ocasión en que yo y mi amigo Reinhardt estábamos contemplando, de pie junto a la ventana, las evoluciones de un avión inglés que, iluminado por nuestros reflectores, pasaba rozando los tejados, explotó en las cercanías de la casa una bomba gigantesca y la presión del aire arrojó en torno a nuestras orejas los fragmentos de los cristales de la ventana.

Para los próximos combates el mando me había destinado a actuar de oficial de reconocimiento; con este motivo había sido agregado a la plana mayor de nuestro regimiento. Antes de que comenzasen las operaciones acudí al puesto de mando del 10.º Regimiento de reserva bávaro, al que íbamos a relevar; quería que me pusieran al corriente de mis tareas. El jefe de este regimiento fue muy amable conmigo, aunque al recibirme murmuró algo entre dientes acerca de la «banda roja de la gorra», que era contraria al reglamento; en realidad, para no atraer hacia sí los funestos balazos en la cabeza, la gorra debía llevar cosida encima de la banda roja una banda de color pardo.

Dos enlaces de combate me guiaron hasta la cabecera de transmisión de mensajes; según decían, desde allí se tenía una buena visión general. No habíamos hecho más que dejar el puesto de mando cuando una granada lanzó a lo alto un trozo del prado que estábamos cruzando. Pero mis guías sabían evitar con mucha habilidad el fuego en aquel terreno cubierto por numerosos bosquecillos de álamos. Hacia el mediodía aumentó el tiroteo hasta transformarse en un trueno que retumbaba de manera continua. Con el instinto peculiar de los veteranos luchadores de las batallas de material, que incluso en medio de un fuego muy denso saben encontrar una senda más o menos segura, mis guías se fueron abriendo paso en aquel paisaje otoñal, que brillaba con resplandores de oro.

En el umbral de una solitaria casa de labor, que mostraba las huellas de explosiones recientes, divisamos a un muerto tendido de bruces.

Uno de aquellos honrados bávaros dijo:

—Le ha dado.

—Aire espeso —opinó el otro, mientras miraba en redondo con ojos inquietos y seguía adelante.

La cabecera de transmisión de mensajes quedaba al otro lado de la carretera que unía Passchendaele con Westroosebeke. Aquella carretera era bombardeada intensamente. La cabecera consistía en una instalación similar a la que yo había dirigido en Fresnoy. Se encontraba instalada en un edificio que los disparos habían transformado en un montón de escombros; tan escasa era su protección que el primer proyectil un poco potente que diese en ella la aniquilaría sin remedio. A tres oficiales que allí llevaban en común una vida propia de trogloditas, y que se alegraron mucho al enterarse de que iban a ser relevados, les pedí informaciones sobre el enemigo, nuestra posición y sus accesos. Luego, pasando por Roodkruis y Oostnieuwkerke, regresé a Roulers, donde informé al coronel.

Cuando atravesaba las calles de esta última ciudad me fijé en los pintorescos nombres puestos a los pequeños y numerosos establecimientos de bebidas que allí había; eran una expresión muy apropiada del bienestar flamenco. ¿Quién no se hubiera sentido atraído por carteles de locales que llevaban nombres como los siguientes: De Zalm [El salmón], De Reeper [La garza real], De Nieuwe Trompette [La trompeta nueva], De drie Koningen [Los tres reyes] o Den Olifant [El elefante]? Ya la manera como los habitantes nos acogían, con aquel rudo idioma de Flandes y el tuteo familiar, nos ponía de buen humor. Quiera Dios que también de esta guerra resucite en su vieja realidad este espléndido país que tantas veces ha servido de escenario a los combates de los ejércitos.

Al atardecer cayeron bombas sobre la ciudad. Bajé al sótano, donde ya estaban apretujadas en un rincón, temblorosas, las mujeres, y encendí mi linterna de bolsillo para calmar a la chiquilla; gritaba de miedo, pues una explosión había apagado la luz. Una vez más se ponía allí de manifiesto que el ser humano está atado a su patria con lazos muy fuertes. Aquellas mujeres sentían un miedo enorme del peligro, mas, a pesar de ello, se aferraban con fuerza a aquel pedazo de terreno que en cualquier momento podía transformarse en su sepultura.

En la mañana del 23 de octubre, acompañado por mi unidad de reconocimiento, compuesta de cuatro hombres, partí hacia Kalve, donde la plana mayor de mi regimiento iba a tomar el relevo en el transcurso de la tarde. En el frente retumbaban los truenos de un fuego violento; sus relámpagos teñían la niebla con un color rojo de sangre. En la entrada de Oostnieuwkerke se derrumbó con gran estruendo cerca de nosotros un edificio que había sido alcanzado por una granada de grueso calibre; las piedras de los escombros iban rodando por la calle. Intentamos evitar, dando un rodeo, aquella población, pero nos vimos forzados a atravesarla, pues desconocíamos la ruta que desde Roodkruis llevaba a Kalve. Al pasar a la carrera junto a un suboficial al que yo no conocía y que estaba de pie en la entrada de un sótano le pregunté por el camino. En vez de responderme metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros. Me hallaba rodeado de proyectiles y no tenía tiempo que perder, así que di un salto hacia él y, poniéndole la pistola debajo de la nariz, le obligué a que me proporcionase los datos que necesitaba.

Fue ésta la primera vez en que tropecé, en medio del combate, con un hombre que causaba dificultades, aunque no por cobardía, sino evidentemente porque estaba hastiado de todo. Pese a que, como es natural, este hastío aumentó y se generalizó en los últimos años, era sumamente insólito que se manifestase durante el combate; pues la batalla crea vínculos entre los hombres, en tanto la inactividad los aísla. En el combate los hombres están sometidos a una coerción objetiva. Donde más claramente se manifestaba el relajamiento de la disciplina militar era en las marchas, entre las columnas que regresaban de la batalla de material.

En Roodkruis, una pequeña granja situada junto a una bifurcación de carreteras, las cosas empezaron a ponerse serias. Los armones de la artillería atravesaban al galope la bombardeada carretera; a ambos lados de ella iban serpenteando por el terreno las unidades de la infantería; innumerables heridos volvían arrastrándose hacia la retaguardia. Encontramos a un joven artillero que llevaba clavado en un hombro un alargado y dentado casco de metralla; parecía la punta de una lanza rota. Sin alzar los ojos pasó a nuestro lado como un sonámbulo.

Dejamos la carretera y nos desviamos hacia la derecha para dirigirnos al puesto de mando del regimiento; lo encontramos circundado de una corona de fuego. Dos telefonistas iban desenrollando cerca de allí un cable en un campo de coles. Al lado mismo de uno de ellos explotó una granada; lo vimos caer al suelo y pensamos que había sido liquidado. Pero volvió a levantarse enseguida y con gran sangre fría continuó tendiendo el cable. El puesto de mando consistía en un diminuto fortín de hormigón en el que apenas había sitio para el jefe, su ayudante y el oficial de ordenanzas; por ello me busqué un cobijo en las cercanías. Junto con el oficial de transmisiones, el oficial de la defensa antigás y el oficial de los lanzaminas me metí en una débil barraca de madera; no constituía precisamente el modelo ideal de un refugio a prueba de bombas.

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