De las nubes de humo y polvo fueron saliendo finalmente, primero dos hombres, luego uno, y por último otros dos. Con estos cinco alcancé sano y salvo mi objetivo.
El alférez Sandvoss, jefe de la Tercera Compañía, y el pequeño Schultz estaban sentados dentro de un medio aplastado fortín de hormigón; tenían consigo tres ametralladoras pesadas. Me dieron la bienvenida con un clamoroso ¡hola! y con un buen trago de coñac y luego me explicaron la situación; era muy poco agradable. Los ingleses se hallaban inmediatamente delante de nosotros y ni por la derecha ni por la izquierda existían contactos con otras tropas nuestras. Llegamos a la conclusión de que aquel rincón sólo era apto para guerreros muy veteranos, encanecidos entre el humo de la pólvora.
De pronto me preguntó Sandvoss si me habían dicho algo acerca de mi hermano. No será difícil de imaginar mi inquietud al enterarme de que había participado en el ataque nocturno y que lo habían dado por desaparecido. Era el hermano que yo más quería; experimenté, como un abismo que se abría ante mí, la sensación de una pérdida irreparable.
Inmediatamente después llegó un hombre y me comunicó que mi hermano yacía herido en un abrigo próximo. Mientras hablaba me señalaba con el dedo un desolado blocao; se hallaba cubierto de árboles arrancados de cuajo y sus defensores lo habían abandonado ya. Rápidamente atravesé un claro del bosque que estaba batido por un preciso fuego de artillería, y entré. ¡Qué reencuentro! En una habitación llena de olor a cadáver estaba tumbado mi hermano en medio de una muchedumbre de heridos graves que gemían. Lo encontré en unas condiciones deplorables. Dos balines de
shrapnel
lo habían alcanzado mientras se lanzaba al asalto; uno le había perforado un pulmón, el otro le había reducido a astillas el codo derecho. Sus ojos estaban brillantes por la fiebre; sobre el pecho tenía una máscara antigás abierta. Le costaba mucho esfuerzo moverse, hablar y respirar. Nos estrechamos la mano y nos contamos lo ocurrido.
Para mí era claro que mi hermano no debía permanecer en aquel lugar, pues en cualquier momento podían lanzarse al asalto los ingleses, o bien una granada podía dar el golpe de gracia a aquel fortín de hormigón, ya muy deteriorado. El mejor servicio que como hermano podía prestarle era lograr su evacuación hacia la retaguardia. Aunque Sandvoss se oponía violentamente a todo lo que debilitase nuestras fuerzas de combate, di a los cinco hombres que conmigo habían venido la orden de que condujesen a Fritz al puesto de socorro denominado «Huevo de Colón» y que trajesen de allí a más gente para evacuar a los otros heridos. Envolvimos a mi hermano en una lona de tienda de campaña, atamos la lona por los picos, metimos un palo largo y luego dos hombres cargaron con aquel fardo. Un nuevo apretón de manos, y aquella triste comitiva se puso en movimiento.
Seguí con los ojos la bamboleante carga que se alejaba serpenteando por entre un bosque de columnas, altas como campanarios, que las granadas levantaban al estallar. Cada una de las explosiones provocaba en mí una sacudida; por fin el pequeño cortejo desapareció entre los vapores del combate. Me sentí representante de nuestra madre y, a la vez, responsable ante ella de la suerte de mi hermano.
Desde los embudos situados junto a la linde delantera del bosque sostuvimos una pequeña escaramuza con los ingleses, que iban avanzando; luego pasé la noche, junto con mis hombres —cuyo número había aumentado entretanto— y con los sirvientes de una ametralladora, entre las ruinas del fortín de hormigón. Ininterrumpidamente caían muy cerca de nosotros granadas de efecto explosivo de una violencia extraordinaria; por un pelo no me había matado una de ellas a última hora de la tarde.
Hacia el amanecer el tirador de nuestra ametralladora abrió fuego de repente, pues se aproximaban unas sombras humanas oscuras. Era una patrulla de enlace de 76.º Regimiento de Infantería; uno de sus hombres fue abatido por aquellos disparos. Errores como éste eran frecuentes en aquellos días, pero nadie les daba demasiada importancia.
A las seis de la mañana vino a relevarnos un contingente de la Novena Compañía; me trajeron la orden de que pasase a ocupar una posición de combate en el denominado Fuerte de las Ratas. Mientras marchábamos hacia aquel lugar un
shrapnel
dejó inútil para la lucha a un sargento aspirante a oficial.
El Fuerte de las Ratas resultó ser una casa reforzada por dentro con un revestimiento de hormigón; estaba acribillada a balazos y se hallaba al lado mismo del lecho pantanoso del arroyo Steen. El nombre de la casa estaba bien elegido. Agotados, entramos en ella y nos tumbamos en unos camastros cubiertos de paja, hasta que una comida copiosa y la reconfortante pipa de tabaco que la siguió consiguieron levantarnos un poco el ánimo.
En las primeras horas de la tarde se inició un bombardeo enemigo con proyectiles de grueso calibre. Desde las seis hasta las ocho se sucedieron ininterrumpidamente las explosiones; a menudo las atroces sacudidas de los proyectiles que caían cerca y no explotaban hacían temblar la estructura del edificio que nos albergaba; parecía que iba a derrumbarse. Durante este tiempo estuvimos haciendo comentarios, como era usual, acerca de la seguridad que nos ofrecía nuestro refugio. Opinábamos que la cubierta de hormigón era bastante fiable; pero como aquel edificio se hallaba al lado mismo de la escarpada orilla del arroyo, temíamos que algún proyectil de grueso calibre y de tiro rasante socavase sus cimientos y nos arrojase, junto con los bloques de hormigón, al fondo de aquél.
Hacia el anochecer, cuando se calmó un poco el fuego, me escabullí hasta el puesto de socorro Huevo de Colón por una loma que estaba envuelta en una chirriante red de balines de
shrapnel
. Iba a pedir al médico noticias de mi hermano. En el momento en que llegué, estaba examinando la pierna horrorosamente destrozada de un moribundo. Tuve la gran alegría de oír que a mi hermano lo habían evacuado hacia la retaguardia en relativo buen estado.
A hora tardía aparecieron los hombres del rancho; trajeron a nuestra pequeña compañía, que había quedado reducida a veinte hombres, lo siguiente: una sopa caliente, carne en latas, café, pan, tabaco y aguardiente. Comimos abundantemente e hicimos pasar de mano en mano una botella de Porcentaje 98. Después nos entregamos al sueño, que fue interrumpido muchas veces por las nubes de mosquitos que subían del arroyo, así como por las granadas y por ocasionales bombardeos con gas.
Me quedé tan profundamente dormido tras aquella agitada noche que mis hombres tuvieron que despertarme cuando, por la mañana, empezó a parecerles inquietante la violencia cada vez mayor de los disparos. Me contaron que de la zona de delante volvían ya algunos soldados diciendo que nuestra primera línea había sido evacuada y que el adversario estaba avanzando.
Me atuve al principio militar que dice: «Un buen desayuno fortalece el cuerpo y el alma», y lo primero que hice fue tomar un copioso desayuno y encenderme una pipa; luego salí a ver qué ocurría fuera.
Era muy reducida la zona que podía abarcar con la vista, pues los alrededores estaban envueltos en una espesa humareda. A cada minuto que pasaba crecía la intensidad del fuego; pronto alcanzó aquel máximo de potencia en que la excitación nerviosa, incapaz ya de aumentar, deja paso a una indiferencia casi placentera. Un diluvio de terrones de tierra caía ininterrumpida y ruidosamente sobre el techo de nuestro fortín, que en dos ocasiones fue alcanzado directamente. Granadas incendiarias lanzaban a lo alto pesadas nubes de color blanco lechoso, de las que se desprendían y caían a tierra haces de fuego. Un pedazo de esa masa de fósforo se estrelló contra una piedra ante mis pies y allí estuvo ardiendo todavía algunos minutos. Más tarde oímos decir que los hombres alcanzados por el fósforo se revolcaban en el suelo sin conseguir apagar el fuego. Los proyectiles de espoleta retardada se hundían en el suelo con un bramido y levantaban pequeñas campanas de tierra. Bancos de gas y de niebla se arrastraban pesadamente sobre los campos. Delante de nosotros se oían muy cerca disparos de fusiles y de ametralladoras, señal de que el enemigo tenía que encontrarse cerca.
Abajo caminaba chapoteando por el cauce del arroyo un grupo de hombres; atravesaba un bosque de géiseres de cieno que arrojaban sus salpicaduras a lo alto. Reconocí al jefe de nuestro batallón, el capitán von Brixen, que llevaba un brazo en cabestrillo y se apoyaba en dos enfermeros; me precipité hacia él. Con palabras presurosas me gritó que el enemigo iba avanzando y me advirtió que no me quedase allí más tiempo al descubierto.
Pronto resonaron en los embudos cercanos los primeros disparos de la infantería, que iban también a estrellarse contra lo que quedaba de las paredes de nuestro fortín. Siluetas fugitivas, cada vez más numerosas, desaparecían a nuestras espaldas en las nubes de humo, mientras un furioso fuego de fusil daba testimonio de la enconada defensa de nuestros hombres que aún resistían en vanguardia.
Había llegado el momento. Era preciso defender el Fuerte de las Ratas e hice ver bien claro a mis hombres, algunos de los cuales ponían mala cara, que de ningún modo había que pensar en una retirada. Distribuí a la tropa detrás de las aspilleras y emplacé en el hueco de una ventana la única ametralladora que poseíamos. Decidí que un embudo hiciera las veces de puesto de socorro e instalé en él a un enfermero; pronto tuvo abundante trabajo. También recogí del suelo un fusil que no tenía dueño y me colgué del cuello una cartuchera.
Como nuestro grupo era muy reducido procuré reforzarlo con los numerosos soldados que, carentes de jefe, iban errantes de un lado para otro. Los más hacían caso a nuestras llamadas, contentos de poder unirse a alguien; otros, en cambio, tras detenerse un momento perplejos y ver que teníamos poco que ofrecerles, seguían corriendo. En situaciones como éstas no se anda uno con cumplidos, así que ordenaba a mis hombres que los encañonasen con los fusiles.
Atraídos magnéticamente por las bocas de las armas, aquellos hombres iban acercándose poco a poco, aunque en su cara podía leerse que se unían a nosotros de muy mala gana. Hubo excusas, discusiones y exhortaciones más o menos suaves.
—Pero si yo ni siquiera tengo fusil.
—Pues aguarde a que un tiro mate a alguien.
Hubo una última, poderosa intensificación del fuego. Durante ella las ruinas de nuestra casa fueron alcanzadas en varias ocasiones; los fragmentos de tejas que caían de lo alto chirriaban al chocar contra nuestros cascos. Un relámpago, una explosión horrible, me tiró al suelo. La tropa se quedó estupefacta cuando me vio levantarme sin la menor herida.
Después de esta poderosa tromba final vinieron unos momentos más tranquilos. El fuego saltaba por encima de nosotros y se fijaba en la carretera que unía Langemarck con Bixschoote. Esto no nos gustó nada. Hasta entonces el bosque no nos había dejado ver los árboles. Tanto y de tantas maneras nos había amenazado el Peligro que no nos había sido posible parar mientes en él. Ahora que la tormenta había pasado rugiendo sobre nosotros, cada cual encontraba tiempo de equiparse para hacer frente a lo que inevitablemente llegaría.
Y llegó. Callaron los fusiles que delante de nosotros disparaban; los defensores habían sido abatidos. De la humareda surgió una compacta línea de tiradores enemigos. Acurrucados detrás de las ruinas, mis hombres abrieron fuego de fusil contra ellos; la ametralladora empezó a tabletear. Como si algo los hubiera borrado, los atacantes desaparecieron en los embudos y nos inmovilizaron con sus disparos. Pronto estuvimos rodeados por una corona de tiradores.
Era una situación sin salida; carecía de sentido sacrificar la tropa. Di orden de emprender la retirada. Ahora lo difícil era conseguir que se pusieran en pie aquellos hombres; se habían aferrado al combate con fuego de fusil.
Aprovechando una larga nube de humo que se mantenía a ras del suelo nos escabullimos; en algunas ocasiones tuvimos que atravesar arroyos cuyas aguas nos llegaban por encima de la cintura. El cerco estaba casi cerrado, pero, serpenteando cautelosamente, supimos atravesarlo. Fui el último en abandonar aquel pequeño fortín; apoyado en mí caminaba el alférez Höhlemann, que sangraba por una grave herida de la cabeza y hacía chistes para sobreponerse a la torpeza de sus pasos.
Al cruzar la carretera nos topamos con la Segunda Compañía. Soldados heridos habían informado a Kius de la situación en que nos encontrábamos y acudía a sacarnos de aquel trance; lo había hecho no sólo por propio impulso, sino también porque sus hombres lo apremiaron.
El mando no había ordenado ejecutar aquella operación y por eso me emocionó y me llenó de una alegría loca y desbordante, de una moral en la que a uno le gustaría arrancar árboles de cuajo.
Tras una breve deliberación decidimos quedarnos en aquel lugar y parar al adversario. También allí fue preciso recurrir a la violencia para hacer comprender a los artilleros, a los hombres de las señales ópticas, a los telefonistas y a otra gente similar a ellos, que erraban solos por el campo de batalla, que, dadas las circunstancias, también ellos tenían que formar en la línea de tiradores con un fusil en la mano. A fuerza de ruegos y culatazos logramos crear un nuevo frente de tiro.
Luego nos sentamos en una trinchera apenas comenzada a construir y desayunamos. Kius sacó su inevitable máquina e hizo algunas fotos. Notamos que había movimiento por nuestra izquierda, junto a la salida de Langemarck. Nuestros hombres abrieron fuego contra unas figuras humanas que corrían de un lado para otro, hasta que lo prohibí. Poco después apareció un suboficial y nos comunicó que una compañía de fusileros de la Guardia se había apostado junto a la carretera y que nuestros disparos habían causado algunas bajas.
Ordené entonces a mis hombres que se adelantasen y colocaran a la misma altura. Este movimiento lo realizamos bajo un intenso fuego de fusil. Algunos hombres cayeron muertos; Bartels, un alférez de la Segunda Compañía, fue herido de gravedad. Kius permaneció a mi lado; mientras avanzaba iba comiéndose su bocadillo de pan con mantequilla. Una vez que nos instalamos unto a la carretera, desde la cual el terreno descendía hacia el arroyo Steen, nos percatamos de que los ingleses habían pensado hacer lo mismo que nosotros. Las primeras figuras vestidas con uniformes de color caqui habían avanzado ya hasta quedar a veinte metros de nosotros. Hasta donde alcanzaba la vista, el terreno de delante estaba lleno de líneas de tiradores y de columnas de a uno inglesas. También alrededor del Fuerte de las Ratas había ya una enorme cantidad de soldados enemigos.