En el lado enemigo todo estaba en calma, así es que volví a irme de allí con mis pelotones. En Monchy vimos sentada delante del puesto de socorro una muchedumbre de hombres intoxicados por el gas; se apretaban los costados con las manos, gemían y se ahogaban, mientras de sus ojos fluía agua. La cosa no era inofensiva en absoluto, algunos de ellos murieron días después, tras padecer dolores espantosos. Habíamos tenido que soportar un ataque de gas de cloro puro, un gas de combate que actúa sobre los pulmones corroyéndolos y quemándolos. A partir de aquel día decidí no volver nunca más a salir sin llevar conmigo la máscara antigás; hasta entonces, haciendo gala de una ligereza increíble, muchas veces había dejado en el abrigo la máscara misma para meter en su estuche, como si éste fuera una bolsa de herborista, mi bocadillo de pan con mantequilla. Lo que ahora había visto con mis propios ojos me había dado una lección.
En el camino de regreso entré a hacer unas compras en la cantina del Segundo Batallón y allí encontré al desolado cantinero en medio de un montón de mercancías destrozadas. Una granada había perforado el techo de la tienda, estallado dentro y transformado sus tesoros en un revoltijo de mermelada, conservas salidas de sus latas y jabón verde. Con la típica precisión prusiana el cantinero acababa de evaluar sus pérdidas: ochenta y dos marcos y cincuenta y ocho peniques.
Aquella tarde mi sección, que hasta entonces había permanecido separada de las demás en la segunda posición, fue llevada a la aldea, dada la insegura situación táctica del combate; allí se le asignó como alojamiento la mina abandonada. Los agujeros que había dentro de ésta los arreglamos de tal manera que pudimos dormir en ellos; también encendimos una fogata gigantesca, cuyos humos hicimos salir a través del pozo, con gran disgusto de algunos cocineros que arriba estaban sacando agua con cubos y que casi se asfixian. Como nos habían repartido un fuerte ponche caliente, nos sentamos alrededor de la hoguera, sobre los bloques de greda, y allí estuvimos cantando, bebiendo y fumando.
Sobre la medianoche se desarrolló en el arco de trincheras que defendían a Monchy un espectáculo infernal. Docenas de campanas de alarma repicaban, centenares de fusiles crepitaban y constantemente ascendían por los aires bengalas luminosas de color verde y blanco. Inmediatamente después dio comienzo un tiro de barrera. Estallaban minas de grueso calibre, que arrastraban tras de sí estelas de chispas incandescentes. En todos los sitios en que, dentro de aquel caos de escombros, quedaba una persona viva, resonaba un largo grito:
—¡Ataque de gas! ¡Ataque de gas! ¡Gas! ¡Gaaas!
Una cegadora corriente de gas iba rodando, a la luz de las bengalas, sobre las negras almenas de los muros. Puesto que también dentro de la mina se dejó sentir un fuerte olor a cloro encendimos delante de las entradas grandes hogueras de paja; a punto estuvo su acre humareda de expulsarnos de nuestro refugio, y nos obligó a purificar el aire agitando capotes y lonas de tienda de campaña.
A la mañana siguiente pudimos ver en la aldea, estupefactos, las secuelas dejadas por el gas. Muchísimas plantas estaban marchitas, caracoles y topos yacían muertos por doquier y a los caballos acantonados en Monchy y pertenecientes a los enlaces montados el agua les fluía de la boca y de los ojos. Una hermosa pátina verde cubría los proyectiles y los cascos de metralla que por todas partes estaban diseminados. Incluso en Douchy había dejado sentir su efecto aquella nube. El personal civil, a quien aquello le produjo mucho miedo, se concentró ante el alojamiento del coronel von Oppen para reclamar máscaras antigás. El mando cargó a aquella gente en camiones y la trasladó a poblaciones muy alejadas en la retaguardia.
La noche siguiente volvimos a pasarla en la mina; a última hora de la tarde se nos comunicó que a las cuatro y cuarto de la madrugada nos repartirían café, pues un desertor inglés había dicho que a las cinco habría un ataque.
En efecto, acababan apenas de despertarnos los hombres encargados de traer el café, que volvían con él, cuando resonó el grito, bien conocido ya por nosotros, de «¡ataque de gas!». Afuera flotaba en el aire un olor dulzón; más tarde nos enteramos de que en esta ocasión el enemigo nos obsequió con fosgeno. En el arco de trincheras de Monchy se desencadenó un violento fuego de tambor, cuya intensidad, sin embargo, decreció pronto.
Aquella agitada noche fue seguida por una mañana reparadora. El alférez Brecht apareció en la calle de la aldea saliendo del ramal 5 de aproximación. Llevaba la mano envuelta en una venda empapada de sangre y lo acompañaban un soldado con la bayoneta calada y un prisionero inglés. Brecht fue triunfalmente recibido en la sede de la plana mayor, instalada en el sector oeste, y relató lo siguiente.
A las cinco de la mañana los ingleses habían lanzado nubes de gas y de humo y a continuación habían bombardeado intensamente con minas la trinchera. Como de costumbre, nuestros hombres habían salido rápidamente de sus abrigos mientras caían los últimos proyectiles; en ese momento habían sufrido más de treinta bajas. Luego habían aparecido, envueltas en las nubes de humo, dos patrullas inglesas. Una de ellas logró penetrar en la trinchera y se había llevado consigo a un suboficial que estaba herido. La otra patrulla fue abatida por nuestros disparos ya delante de las alambradas. Brecht, que antes de la guerra había sido plantador en Norteamérica, agarró por el cuello al único inglés que logró cruzar el obstáculo y le dio la bienvenida con estas palabras.
—
Come here, you son of a bitch!
A este único inglés le servimos ahora un vaso de vino. Con ojos medio atemorizados y medio asombrados miraba la calle del pueblo; minutos antes se hallaba desierta y ahora bullía de mozos de cocina, camilleros, enlaces y curiosos. Era un hombre de elevada estatura, joven, con un cabello rubio como el oro y una fresca cara de niño. Al verlo, pensé: «¡Qué pena que haya que matar a tipos como éste!».
Pronto llegó delante del puesto de socorro una larga comitiva de camillas. También de Monchy-Sur acudían muchos heridos, pues el enemigo había logrado asimismo infiltrarse brevemente en el Sector E de nuestra compañía. Entre aquellos intrusos tuvo que haber un sujeto temerario. Sin que nadie se diera cuenta había saltado dentro de nuestra trinchera y la había recorrido pasando por detrás de los apostaderos de los centinelas, desde los cuales nuestros hombres observaban el terreno que tenían delante. Uno a uno fue asaltando desde atrás a los defensores, a los que la máscara antigás imposibilitaba la visión, y volvió a la línea inglesa, sin que tampoco esta vez se diese cuenta nadie, tras haber abatido a golpes de maza y a culatazos a buen número de nuestros hombres. Cuando se procedió a despejar la trinchera, ocho de nuestros centinelas fueron encontrados con la parte posterior del cráneo machacada.
Unas cincuenta camillas, en las que, vendados con vendas empapadas de sangre, yacían hombres que gemían, estaban colocadas delante de unos refugios de chapa ondulada; entre ellos cumplía con su misión el médico que iba arremangado.
Un muchacho joven, en cuya cara blanca como la nieve brillaban cual presagio funesto unos labios azules, balbuceaba:
—Estoy demasiado grave… no volveré a… voy-a-morir.
Un gordo suboficial médico lo miró compasivo y murmuró varias veces estas palabras de consuelo.
—¡Vamos, vamos, camarada!
Aunque los ingleses habían preparado con numerosos disparos de minas y con nubes de gas este pequeño ataque, cuya misión consistía en inmovilizar nuestras fuerzas y favorecer así la ofensiva del Somme, lo único que en sus manos cayó fue un solo prisionero, que además estaba herido, mientras que ellos tuvieron que dejar numerosos muertos suyos delante de nuestras alambradas. De todos modos, también nuestras bajas fueron considerables; nuestro regimiento hubo de lamentar en aquella sola mañana más de cincuenta muertos, entre ellos tres oficiales, y numerosos heridos.
A la mañana siguiente partimos al fin hacia Douchy para pasar algunos días en este lugar que tanto queríamos. Aquella misma noche celebramos el feliz desenlace de la acción con unas bien merecidas botellas de vino.
El 1 de julio se nos encomendó la triste misión de dar sepultura en nuestro cementerio a una parte de nuestros muertos. Treinta y nueve ataúdes de tosca madera, sin pintar ni cepillar, sobre cuyas tablas se habían escrito a lápiz los nombres, fueron colocados uno junto a otro en una fosa. El capellán predicó sobre este texto: «Ellos han librado el buen combate», y comenzó con estas palabras: «Gibraltar es vuestro distintivo, y en verdad que habéis resistido como la roca en medio de un mar agitado por las olas».
Durante aquellos días aprendí a valorar a los hombres en cuya compañía pasaría aún dos años de lucha. Lo que había ocurrido había sido una iniciativa de los ingleses, que apenas fue mencionada en los comunicados de los ejércitos; se pretendía con ella tenernos ocupados en una zona en la que no estaba previsto lanzar la gran ofensiva. Durante esta acción, prácticamente lo único que nuestros hombres tenían que hacer era dar unos cuantos pasos, es decir, salvar la distancia que separaba los apostaderos de las entradas de las galerías. Pero esos pasos había que darlos durante el segundo en que era máxima la intensidad de fuego, ese segundo que prepara el ataque y que sólo de un modo intuitivo puede adivinarse. La oscura oleada que en aquellas noches se lanzaba con frecuencia, sin que hubiera sido posible dar la orden de hacerlo, a ocupar los puestos detrás de los parapetos, atravesando un fuego furioso, se me ha quedado grabada en el corazón como un símbolo secreto de la confianza que en los hombres se puede depositar.
Con especial fuerza se me grabó en la memoria la imagen de la destrozada posición, humeante todavía, que recorrí poco después del ataque. Los centinelas diurnos habían ocupado ya sus puestos, pero aún no se había limpiado la trinchera. Acá y allá los apostaderos estaban cubiertos de cadáveres y entre éstos se hallaban ya de pie, detrás del fusil, los hombres del relevo, cual si hubieran brotado de los cuerpos muertos. La visión de aquellos grupos producía un pasmo extraño —era como si por un instante se borrase la diferencia entre la vida y la muerte.
Al atardecer del 3 de julio regresamos a la primera línea. Reinaba allí una calma relativa, pero algunos pequeños indicios revelaban que algo estaba tramándose. Cerca del molino sonaba un golpeteo, un martilleo, un ruido suave e incesante, como si alguien estuviera trabajando metal. A menudo interceptábamos llamadas telefónicas misteriosas; iban dirigidas a un oficial de zapadores inglés que estaba en la primera línea y hablaban de bombonas de gas y de voladuras. Aviones ingleses bloquearon con una espesa barrera aérea nuestra retaguardia desde el amanecer hasta las últimas luces del día. El bombardeo de nuestra trinchera fue más intenso que otras veces; también hubo un sospechoso cambio de blancos de la artillería, como si nuevas baterías estuvieran regulando su tiro. Pese a todo, el día 12 de julio fuimos relevados sin haber sufrido experiencias desagradables y permanecimos de reserva en Monchy.
Al atardecer del día 13 una pieza de artillería de marina del calibre 240 bombardeó nuestros abrigos de los jardines; sus potentes granadas se aproximaban gorgoteando, con una tensa trayectoria rasante. Aquellos proyectiles reventaban con un estruendo verdaderamente espantoso. Durante la noche nos sacaron del sueño un fuego nutrido y un ataque de gas. Dentro del abrigo nos sentamos alrededor del hornillo, con la máscara antigás puesta, a excepción de Vogel, que no lograba encontrar la suya y que andaba mirando por todos los rincones e iba y venía de un lado para otro mientras algunos sádicos que él había tratado con mucho rigor afirmaban notar un olor cada vez más fuerte a gas. Acabé dándole mi cartucho de recambio. Durante una hora larga estuvo acurrucado detrás del hornillo, que echaba un humo tremendo; se tapaba la nariz y respiraba por el conductor de aire del cartucho.
Aquel mismo día perdí a dos hombres de mi sección. Fueron heridos en la aldea: Hasselmann, por una bala que le atravesó el brazo; Maschmeier, por un balín de
shrapnel
que le perforó el cuello.
Esa noche no se produjo ningún ataque; con todo, nuestro regimiento tuvo veinticinco muertos y numerosos heridos. El 13 y el 17 hubimos de soportar otros dos ataques de gas. El 17 fuimos relevados y sufrimos en Douchy un intenso bombardeo. Uno de ellos nos pilló por sorpresa, justo en el momento en que se estaba celebrando en un huerto una reunión de oficiales presidida por el comandante de la plaza, von Jarotzky. A pesar del peligro resultó muy cómico ver el modo en que se dispersó el grupo; la gente se tiró al suelo, se abrió paso con una increíble celeridad a través de los setos y desapareció con la rapidez del rayo en toda clase de refugios. Una granada mató en el jardín de la casa en que yo me alojaba a una niña que andaba allí hurgando en los desperdicios echados en una zanja.
El 20 de julio volvimos a la posición. El 28 me puse de acuerdo con Wohlgemut, sargento aspirante a oficial, y con los cabos Bartels y Birkner para realizar una patrulla. No habíamos previsto otro objetivo que el de merodear un poco entre las alambradas y ver qué novedades ofrecía la tierra de nadie, ya que la posición comenzaba a resultar otra vez aburrida. Por la tarde vino a mi abrigo a hacerme una visita el alférez Brauns, oficial de la Sexta Compañía que me iba a relevar, y trajo consigo un buen Borgoña. Sobre la medianoche levantamos la sesión y salí a la trinchera, donde mis tres compañeros estaban ya reunidos en el oscuro rincón de un través. Tras haber escogido unas cuantas granadas de mano bien secas escalé del mejor humor la alambrada. Brauns me gritó como despedida:
—¡Qué tengas un buen balazo en el cuello y en la tripa!
Nos llevó poco tiempo acercarnos a rastras hasta la alambrada enemiga. Inmediatamente delante de ella descubrimos en la alta hierba un alambre bastante grueso y bien aislado. Consideré importante aquel hallazgo y encargué a Wohlgemut que cortase un trozo y se lo llevase. Mientras, a falta de otro instrumento, procuraba dificultosamente cortarlo con la tijerilla para los puros, algo tintineó delante de nosotros en la alambrada. De pronto hicieron aparición unos cuantos ingleses y comenzaron a trabajar; no repararon en nuestros cuerpos, que estaban aplastados contra la hierba. Recordando las malas experiencias de la patrulla anterior, susurré con una voz casi inaudible: