Tempestades de acero (33 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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El jefe de las tropas combatientes era el capitán bávaro Radlmeier. Este oficial sumamente activo me expuso con todo detalle lo que ya me había contado a toda prisa el capitán von Brixen. Nuestro Segundo Batallón había tenido muchas bajas; entre otros muchos habían caído muertos el oficial ayudante del batallón y el jefe de la Séptima Compañía, una compañía muy valiente. El oficial ayudante, Lemiére, era hermano del jefe de la Octava Compañía muerto en Fresnoy en el mes de abril. Los dos hermanos, naturales de Liechtenstein, luchaban como voluntarios en el bando alemán. Ambos murieron de igual manera, por un disparo que les entró por la boca.

El capitán nos indicó con el dedo un fortín de hormigón que quedaba a doscientos metros del nuestro y que el día anterior había sido defendido con especial tenacidad. Poco antes el jefe de aquel pequeño fuerte, un sargento, vio a un inglés que se llevaba hacia atrás a tres alemanes. Eliminó a tiros al inglés y reforzó con aquellos tres hombres su guarnición. Cuando agotaron las municiones colocaron delante de la puerta a un inglés lleno de vendas, para impedir que el enemigo siguiera disparando contra ellos; de esta manera pudieron replegarse sin ser vistos, una vez que se hizo de noche.

Otro fortín de hormigón, mandado por un alférez, fue conminado a rendirse por un oficial inglés; en vez de contestar, el alemán salió afuera de un salto, agarró al inglés y, ante los ojos de sus atónitos soldados, lo metió dentro.

Ese día vi cómo pequeñas unidades de camilleros, llevando en alto la bandera de la Cruz Roja, se movían al descubierto en la zona del fuego de infantería sin que nadie disparase contra ellos un solo tiro. El combatiente de esta guerra subterránea lograba ver tales imágenes únicamente cuando la situación había llegado a hacerse insoportable.

Un desagradable gas irritante lanzado por granadas inglesas, que olía a manzanas podridas, me hizo difícil el camino de vuelta. Aquel gas se había aferrado con mucha fuerza al terreno; dificultaba Ja respiración y me arrancó lágrimas de los ojos. Una vez que entregué mi informe en el puesto de mando encontré, a poca distancia del hospital de sangre, las angarillas de dos oficiales amigos míos que estaban gravemente heridos. Uno era el alférez Zürn, al que dos noches antes habíamos estado homenajeando en un alegre grupo; medio desnudo yacía ahora sobre una puerta arrancada de algún sitio; tenía en su rostro aquel pálido color amarillo de cera que es indicio seguro de la muerte; cuando me acerqué a él para acariciarle la mano me miró fijamente. Al otro, el alférez Haverkamp, los cascos de metralla de una granada le habían destrozado hasta tal punto los huesos de los brazos y de las piernas que era probable que hubiera que amputárselos; pálido como un muerto, con las facciones petrificadas, yacía en una angarilla y fumaba cigarrillos que sus hombres le encendían y le colocaban en la boca.

En aquellos días habíamos vuelto a tener un número espantoso de bajas entre los oficiales jóvenes. Esta segunda Batalla de Flandes fue monótona; se desarrolló en un elemento pegajoso, cenagoso, produjo un fuerte desgaste.

El 3 de noviembre nos cargaron en vagones en la estación de Gits, bien conocida por nosotros desde nuestros primeros días en Flandes. Allí volvimos a ver a las dos camareras flamencas, que ya no mostraban el mismo vigor de antes. También ellas parecían haber vivido entretanto muchos días de aquella gran lucha.

Estuvimos varios días en Tourcoing, una ciudad grande, hermana de Lille. Por primera y última vez durmieron allí en lechos de pluma todos los hombres de la Séptima Compañía. Yo habitaba, una espléndida habitación en la casa de un magnate de la industria, situada en la Rue de Lille. Con una gran sensación de bienestar, permanecí sentado la primera noche en una poltrona, ante el fuego de una chimenea de mármol.

Todo el mundo aprovechó aquellos pocos días para disfrutar de la existencia que tan duramente había conquistado en la lucha. Resultaba casi incomprensible que hubiésemos escapado a la muerte; gozando de la vida en todas sus formas, nos convencíamos de que la habíamos ganado de nuevo.

La doble Batalla de Cambrai

Los bellos días de Tourcoing se terminaron pronto. Permanecimos todavía algún tiempo en Billers-au- Tertre, donde se nos incorporaron tropas de refresco para cubrir las bajas, y el 15 de noviembre de 1917 marchamos en tren a Lécluse. En esta población pasaban sus períodos de descanso, por turnos, los batallones que defendían la posición asignada a nosotros. Lécluse era una aldea bastante grande de Artois y estaba rodeada de lagunas. En los extensos cañaverales vivían patos y fochas y los estanques bullían de peces. Estaba rigurosamente prohibido pescar, pero por la noche se oían con frecuencia en el agua ruidos enigmáticos. El comandante de la plaza me envió cierto día unas cuantas cartillas militares pertenecientes a hombres de mi compañía; los habían sorprendido pescando con granadas de mano. No di mucha importancia a aquel incidente, pues apreciaba mucho más la moral de mi tropa que no la protección de los lugares de pesca franceses o las mesas de los potentados del pueblo. A partir de aquella fecha una mano desconocida depositaba casi todas las noches delante de mi puerta un lucio gigantesco. Al mediodía siguiente convidaba a mis dos oficiales a una comida cuyo plato principal era «Lucio a la Lohengrin»
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El 19 de noviembre acudí con mis jefes de sección a inspeccionar la posición que íbamos a ocupar en los próximos días. Quedaba delante de la aldea de Vis-en-Artois. Sin embargo, no nos instalamos en las trincheras tan pronto como habíamos pensado. Casi todas las noches había alarma y tuvimos que ir a reforzar unas veces la Posición Wotan, otras el cerrojo de defensa de la artillería, y otras, la aldea de Dury. Los guerreros experimentados veían con claridad que aquello no podía seguir así mucho tiempo.

Y, en efecto, el 29 de noviembre nos comunicó el capitán von Brixen que íbamos a participar en una gran contraofensiva contra el saliente que la batalla de tanques de Cambrai había creado en nuestro frente. Nos alegramos, claro está, de poder cambiar por fin el papel de yunque por el de martillo, pero no estábamos seguros de que la tropa, que se hallaba agotada desde los combates de Flandes, pudiera salir airosa de aquella prueba. A pesar de todo, yo tenía confianza en mi compañía; nunca había fallado hasta entonces.

En la noche del 30 de noviembre al 1 de diciembre nos cargaron en camiones. Ya en ese momento tuvimos las primeras bajas, pues un soldado dejó caer al suelo una granada de mano, que explotó de manera enigmática e hirió de gravedad a él y a un camarada suyo. Otro hombre intentó fingirse loco, con objeto de escabullirse de la batalla. Tras múltiples discusiones un fuerte codazo que un suboficial le propinó en las costillas le hizo recobrar la razón y pudimos subir a los vehículos. En aquella ocasión pude ver que no es fácil mantener hasta el final el papel de loco fingido.

Apretujados como arenques, fuimos hasta muy cerca de Baralle; allí estuvimos aguardando varias horas en una cuneta de la carretera a que nos llegasen las órdenes. A pesar del frío me tumbé en un prado y me quedé dormido; no me desperté hasta que amaneció. Nos habíamos preparado para el ataque y por ello nos produjo decepción el enterarnos de que el 225.º Regimiento, a disposición del cual habíamos sido puestos, renunciaba a nuestra colaboración en el asalto. Debíamos permanecer como reserva en el parque del castillo de Batalle, preparados para intervenir en cualquier momento.

A las nueve de la mañana entró en acción nuestra artillería lanzando enormes ráfagas de proyectiles. Entre las once y cuarenta y cinco y las once y cincuenta el cañoneo adquirió tal intensidad que se transformó en tiro de tambor. El bosque de Bourlon, que, en razón de sus poderosas fortificaciones, no iba a ser atacado de frente, sino dejado a un lado, desapareció bajo nubes de gas de color verde amarillento. A las once y cincuenta vimos con nuestros prismáticos cómo del desierto campo de embudos surgían líneas de tiradores, mientras en la retaguardia las baterías enganchaban los caballos y avanzaban al galope para cambiar de posición. Un avión alemán incendió con sus disparos un globo cautivo inglés; los observadores que en él estaban saltaron en paracaídas. El avión dio aún varias vueltas alrededor de quienes se balanceaban en el aire y los tiroteó con proyectiles trazadores —otro indicio de que la guerra se volvía cada vez más implacable.

Tras haber seguido expectantes el ataque, desde las alturas del parque del castillo, vaciamos un plato de fideos y nos echamos en el helado suelo para dormir la siesta. A las tres de la tarde se nos ordenó que avanzásemos hasta el puesto de mando del regimiento; se encontraba oculto dentro de la esclusa de un lecho desecado del canal. Bajo un tiroteo débil y disperso recorrimos ese camino por secciones. Desde allí las compañías séptima y octava fueron enviadas hacia adelante, al jefe de las tropas de reserva; iban a relevar a dos compañías del 225.º Regimiento. Los quinientos metros que habíamos de recorrer dentro del lecho del canal se hallaban sometidos a un intenso fuego de cerrojo. Nos apelotonamos en un grupo compacto y echamos a correr hacia nuestro objetivo, al que llegamos sin sufrir bajas. Los numerosos muertos que encontramos delataban que varias compañías ya habían pagado allí su tributo de sangre. Las tropas de refuerzo se apretaban contra los taludes del canal; con una prisa febril estaban ocupadas en abrir en las paredes de cemento agujeros que les sirvieran de refugio. Como todos los sitios estaban ocupados, y como aquel lugar, que era una divisoria de terrenos, atraía hacia sí el fuego, conduje a mi compañía a un cercano campo de embudos situado a la derecha y dejé que cada cual se instalase allí como quisiera. Un chirriante casco de metralla fue a estrellarse contra mi bayoneta. Tebbe y su Octava Compañía siguieron nuestro ejemplo. El y yo elegimos un embudo que nos pareció apropiado y lo cubrimos con una lona de tienda de campaña. Luego encendimos allí dentro una vela, cenamos, fumamos nuestras pipas y estuvimos charlando, todo ello mientras tiritábamos de frío. Tebbe, que conservaba maneras de dandy incluso en parajes tan inhóspitos como aquél, estuvo contándome una larga historia acerca de una chica que en Roma había posado de modelo para él.

A las once de la noche recibí la orden de dirigirme a la antigua primera línea y presentarme al jefe de las tropas combatientes. Reuní a mis hombres y los conduje hacia adelante. Caían allí, pero sólo de forma aislada, granadas de grueso calibre; una de ellas reventó delante de nosotros, como un saludo del infierno, y llenó de una humareda negra el lecho del canal. Como si una mano helada la hubiera agarrado por la nuca, la tropa enmudeció; luego, tropezando en las alambradas de púas y en las piedras de los escombros, me siguió a toda prisa. Cuando uno atraviesa de noche una posición no ocupada, aun en el caso de que no haya un fuego especialmente intenso, una sensación de inquietud se apodera del ánimo; se sufren extrañas alucinaciones visuales y auditivas. Todo es frío y extraño, como en un mundo maldito.

Al fin encontramos la angosta abertura por la que la primera línea desembocaba en el canal y fuimos avanzando hacia el puesto de mando del batallón por unas trincheras atestadas de hombres. Entré en el puesto de mando y encontré dentro una aglomeración de oficiales y enlaces; tan espesa era la atmósfera que se la podía cortar con un cuchillo. Allí me enteré de que el ataque realizado en aquel punto no había cosechado muchos éxitos y que era preciso continuar el avance a la mañana siguiente. El ambiente en aquella habitación no era optimista. Dos jefes de batallón iniciaron un largo debate con sus ayudantes. De vez en cuando intervenían en la conversación, con breves observaciones, los oficiales de las armas especiales; lo hacían desde la altura de sus camastros, que estaban abarrotados como jaulas de gallinas. La humareda producida por los puros era sofocante. En medio de aquel apretujamiento los ordenanzas intentaban preparar bocadillos para sus oficiales. Un hombre herido que entró de repente provocó la alarma al anunciar que el enemigo estaba atacando con granadas de mano.

Finalmente pude anotar mi orden de ataque. A las seis de la mañana debía limpiar con mi compañía el denominado «Camino del Dragón» y a partir de allí limpiar también, hasta donde pudiera, la Línea Sigfrido. Los dos batallones del regimiento que ocupaba la posición atacarían por nuestra derecha a las siete. Esta diferencia de horario me hizo sospechar que el mando no estaba convencido de que las cosas fueran a rodar bien y nos asignaba a nosotros el papel de conejillos de Indias. Protesté contra la dispersión horaria del ataque y conseguí que también nosotros entrásemos en acción a las siete. La mañana siguiente mostró que esta modificación fue muy importante.

Tenía una idea bastante nebulosa del lugar por donde quedaba el Camino del Dragón y por ello, al despedirme, solicité que me dieran un plano, pero pretextaron que no podían prescindir de él. Me reservé mi opinión y salí al aire fresco de fuera. Uno no es objeto de mimos cuando se encuentra sometido al mando de otros.

Yo y mis hombres, que portaban un pesado equipo, estuvimos errando largo tiempo por la posición, hasta que al fin alguien descubrió, en una pequeña trinchera que se desviaba hacia delante y que estaba bloqueada con caballos de Frisia, un letrero en el que, medio borradas, estaban escritas estas palabras: «Camino del Dragón». Penetré en ella y a los pocos pasos oí una algarabía de voces extranjeras. Retrocedí en silencio. Había tropezado con la punta de la cuña de ataque de los ingleses; por desconcierto o por descuido, era evidente que se comportaban con poca prudencia. Con un pelotón de mis hombres bloqueé inmediatamente aquella trinchera.

Muy cerca del Camino del Dragón había un agujero gigantesco; era, al parecer, una trampa para tanques. Dentro de él reuní a la totalidad de mi compañía para explicarle cuál iba a ser nuestra misión en el combate y para distribuir las secciones para el ataque. En varias ocasiones fueron interrumpidas mis palabras por granadas de calibre ligero. En un determinado momento se hundió en la pared posterior del agujero una granada que no estalló. Yo estaba arriba, en el borde, y, cada vez que explotaba una granada, veía cómo abajo los cascos de acero, iluminados por la luz de la luna, hacían una reverencia unánime y profunda.

Por miedo a que una granada certera causase una catástrofe reenvié la primera y la segunda sección de mi compañía a la posición y me instalé con la tercera en aquel agujero. Los soldados de una sección que el día anterior, al mediodía, habían sido bien zurrados en el Camino del Dragón, intentaron acoquinar a mis hombres contándoles que a cincuenta pasos de allí había una ametralladora inglesa que, cual obstáculo infranqueable, cerraba el camino. Al enterarnos de esto decidimos que, tan pronto topásemos con la primera resistencia, saltaríamos a campo abierto a ambos lados de la trinchera y atacaríamos de manera concéntrica con granadas de mano.

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