Tempestades de acero (28 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Aquellos hombres actuaban con una despreocupación total. Un soldado inglés llevaba a cuestas un rollo de alambre e iba tendiendo una línea telefónica. Era evidente que no habían disparado mucho contra ellos; por eso avanzaban con tanta desenvoltura. Pronto echamos un cerrojo al avance del enemigo, a pesar de su enorme superioridad numérica. Abrimos fuego contra él, un fuego intenso y también certero. A un fornido cabo de la Octava Compañía lo vi apoyar con mucha calma su fusil sobre el astillado tronco de un árbol; a cada disparo que hacía caía muerto un atacante. Los otros se quedaron desconcertados y, en medio del fuego, empezaron a dar saltos de un lado para otro como liebres, mientras entre ellos se alzaban pequeñas nubes de polvo. Herimos a una parte de los atacantes; los demás se metieron a rastras en los embudos abiertos por las granadas y allí permanecieron escondidos hasta que llegó la noche. Habíamos hecho fracasar rápidamente su avance; lo habían pagado caro.

Hacia las once de la mañana empezaron a planear sobre nosotros, a muy baja altura, unos aviones adornados con escarapelas; con nuestros furiosos disparos los obligamos a alejarse. En medio de aquel loco tiroteo no pude reprimir una carcajada cuando se me presentó un soldado con la pretensión de que le certificase por escrito que él solo había incendiado un avión con el fuego de su fusil.

Inmediatamente después de ocupar la posición de la carretera había informado de ello a nuestro regimiento y solicitado apoyo. Por la tarde nos llegó un refuerzo; consistía en algunas secciones de infantería, así como zapadores y ametralladoras. Siguiendo la táctica del Viejo Federico situé a toda aquella gente en la primera línea, que estaba superabarrotada. De vez en cuando los ingleses nos derribaban algunos hombres que cruzaban imprudentemente la carretera.

Sobre las cuatro de la tarde se inició un muy desagradable tiroteo de
shrapnels
. El enemigo concentraba el fuego exactamente sobre la carretera. Sin duda los aviones habían descubierto ya nuestra nueva línea de resistencia; nos esperaban horas difíciles.

Pronto empezó, en efecto, un violento bombardeo con granadas de pequeño y de grueso calibre. Apretujados los unos contra los otros, permanecimos tumbados en la abarrotada y rectilínea cuneta de la carretera. El fuego danzaba ante nuestros ojos; sobre nosotros caían, silbando, ramas de árboles y terrones de tierra. A mi izquierda brilló un relámpago muy cerca de mí; dejó tras de sí un vapor blanco y sofocante. A gatas me arrastré hasta mi vecino. Ya no se movía. Cascos de metralla afilados y dentados le habían causado numerosas heridas; de ellas brotaba sangre. También hubo muchas bajas por mi derecha, pero más lejos.

Al cabo de media hora se hizo el silencio. Cavamos aprisa agujeros hondos en la poco profunda depresión de la cuneta de la carretera, con el objeto de quedar protegidos al menos contra los cascos de metralla cuando el enemigo volviera a bombardearnos. Nuestras palas tropezaron con fusiles, correajes y cartuchos del año 1914, señal de que no era la primera vez que aquel suelo se empapaba de sangre. Antes de nosotros habían luchado allí «Los Voluntarios de Langemarck».

El enemigo volvió a acordarse de nosotros a la caída de la tarde. Yo estaba acurrucado junto a Kius en un agujero en donde podíamos esta sentados; muchos callos nos había costado. Los proyectiles que caían cerca, muy cerca, hacían que el suelo oscilase como la cubierta de un barco. Estábamos preparados para todo.

Con el casco aplastado sobre la frente mordisqueaba mi pipa, miraba fijamente la carretera y filosofaba sobre el coraje que me hacía falta; mis filosofías tuvieron éxito. Me pasaban por la cabeza pensamientos extravagantes. Así, por ejemplo, estuve acordándome muy vivamente de una novela francesa por entregas,
Le Vautour de la Sierra
, que en Cambrai había ido a parar a mis manos. Varias veces susurré esta frase de Ariosto: «A un corazón grande no le horroriza la muerte, llegue cuando llegue, con tal de que sea gloriosa». Todo esto generaba en mí una especie de embriaguez, parecida a la que uno experimenta al mecerse en un columpio. Cuando las granadas dejaban un poco en paz a mi oído escuchaba cerca de mí fragmentos de la hermosa canción titulada «La ballena negra de Askalón» y pensaba que mi amigo Kius estaba más borracho que una cuba. Cada cual tiene su forma peculiar de
spleen
.

Cuando ya estaba a punto de finalizar aquel bombardeo, un casco de metralla de gran tamaño me dio en una mano. Kius encendió su linterna de bolsillo. Descubrimos un rasguño superficial.

Después de la medianoche comenzó a lloviznar. Las patrullas de un regimiento nuestro que entretanto se habían desplegado y que avanzaron hasta el arroyo Steen encontraron llenos de cieno todos los embudos. El enemigo se había retirado a la otra orilla del arroyo.

Extenuados por las fatigas de aquella dura jornada nos sentamos dentro de nuestros agujeros, excepto los centinelas que quedaron de guardia. Me eché sobre la cabeza el desgarrado capote del hombre que había muerto a mi lado y me sumí en un agitado sueño. Me desperté cuando estaba amaneciendo; tiritaba de frío. Descubrí entonces que me hallaba en una situación lamentable. Llovía a cántaros y los regatos de la carretera vertían el agua en el fondo del agujero en que estaba sentado. Levanté un pequeño dique e intenté achicar el agua con la tapadera de mi cacerola. Como los regatos traían cada vez más agua fui haciendo mas y más alto mi parapeto; al fin la presión cada vez mayor del agua derribó mi débil construcción y una sucia corriente burbujeante llenó hasta arriba mi agujero. Mientras procuraba repescar del cieno la pistola y el casco de acero, el pan y el tabaco fueron arrastrados a lo largo de la cuneta de la carretera; algo parecido les ocurrió también a los demás moradores de aquel lugar. Temblorosos y ateridos, con el cuerpo completamente empapado, estábamos de pie en medio del cieno de la carretera y éramos conscientes de que el próximo bombardeo nos sorprendería sin ningún lugar donde refugiarnos. Fue una mañana atroz. Una vez más pude comprobar que ningún fuego de artillería es capaz de quebrantar la fuerza de resistencia con la eficacia con que lo hacen la humedad y el frío.

Aquella lluvia representó para nosotros, sin embargo, en el marco general de la batalla, un verdadero regalo divino, pues obligó al ataque inglés a detenerse precisamente en los primeros días, que son los más importantes. Mientras nosotros podíamos traer nuestros carros de municiones por carreteras que permanecían intactas, nuestro adversario se vio forzado a salvar con su artillería una empantanada zona de embudos.

A las once de la mañana, cuando ya éramos presa de la desesperación, apareció un ángel salvador; lo hizo en la figura de un enlace que nos trajo la orden de que el regimiento se concentrase en Kokuit.

En el camino hacia esa población pudimos ver lo difícil que tuvo que ser mantener el contacto con la primera línea el día en que se inició el ataque. Las carreteras estaban sembradas de cadáveres de hombres y animales. Junto a unos cuantos armones agujereados como un rallador yacían, cerrando el camino, doce caballos horriblemente mutilados.

Los restos de nuestro regimiento se congregaron en un prado que estaba inundado por el agua de la lluvia; por encima de él se veían, como si fueran nubecillas, las bolas, de un color blanco lechoso, de algunos
shrapnels
aislados. Lo que allí quedaba era un puñado de hombres, su número equivaldría a los efectivos de una compañía. En medio de la tropa había algunos oficiales. ¡Cuántas pérdidas! Casi la totalidad de los oficiales y de los soldados de dos batallones. Bajo una lluvia torrencial se mantenían allí en pie, con una mirada sombría, los supervivientes, aguardando a que llegasen los aposentadores. Más tarde nos secamos, agrupados alrededor de una estufa al rojo vivo, en una barraca de madera; un desayuno abundante nos devolvió el coraje de vivir.

A última hora de la tarde cayeron algunas granadas en la aldea de Kokuit. Fue alcanzada una barraca y algunos hombres de la Tercera Compañía murieron. A pesar del bombardeo, pronto nos acostamos; una sola esperanza abrigábamos: que no nos sacasen de allí otra vez, que no nos hiciesen salir otra vez afuera, a la lluvia, para lanzarnos a un contraataque o a organizar de repente una defensa.

A las tres de la madrugada llegó una orden que nos mandaba replegarnos. Caminamos hacia Staden por la carretera; estaba cubierta de cadáveres y vehículos destruidos por los disparos. El fuego había llevado su furia hasta allí. Encontramos un cráter que había sido abierto por un único proyectil; alrededor yacían doce muertos. Staden, que cuando llegamos era todavía una población llena de vida, mostraba ya numerosos edificios destruidos por los disparos. La desierta plaza mayor estaba sembrada de enseres domésticos destrozados. Una familia abandonó el pueblo al mismo tiempo que nosotros; lo único que se llevaba consigo era una vaca, que caminaba detrás de ellos. Eran gente sencilla; el marido tenía una pata de palo y la mujer llevaba cogidos de la mano a los hijos, que iban llorando. El confuso ruido que a nuestras espaldas se oía hacía aún más sombrío aquel triste cuadro.

Los restos del Segundo Batallón fueron alojados en una solitaria casa de labor; quedaba oculta por unos espesos setos y se hallaba en medio de unos campos jugosos, en los que la vegetación estaba muy crecida. Allí se me confió el mando de la Séptima Compañía; con ella había de compartir alegrías y sufrimientos hasta el final de la guerra.

Al atardecer nos sentamos delante de una chimenea que tenía un revestimiento de viejos azulejos; en aquel lugar recuperamos fuerzas gracias a un ponche caliente bien cargado y escuchamos con atención el renovado tronar de la batalla. En un periódico reciente leí un comunicado militar; una de sus frases me llamó la atención: «Conseguimos detener al enemigo en la línea del arroyo Steen».

Resultaba extraño enterarse de que se daba publicidad a una actividad aparentemente confusa que habíamos realizado en medio de las tinieblas de la noche. Habíamos contribuido con la parte que nos tocaba a paralizar un ataque enemigo iniciado con unas fuerzas muy poderosas. Las masas de hombres y material podrían ser ingentes, pero el trabajo en los lugares decisivos lo habían llevado a cabo unos pocos combatientes.

Pronto nos entregamos al descanso en un suelo cubierto de heno. Habíamos ingerido en abundancia bebidas soporíferas, pero los más de los durmientes fantaseaban y daban vueltas de un lado para otro en sus yacijas, como si tuvieran que volver a sostener otra vez la Batalla de Flandes.

El 3 de agosto, cargados abundantemente con ganado y productos agrícolas de la región que abandonábamos, emprendimos la marcha hacia la estación del cercano pueblo de Gits. Aquel batallón, que había quedado muy reducido, pero que volvía a gozar de una moral excelente, estuvo bebiendo café en la cantina de la estación; las dos fornidas camareras flamencas que lo servían sazonaron el café con atrevidas frases, lo que produjo un regocijo general. Lo que más divertía a la tropa era que las camareras, de acuerdo con la costumbre del país, tuteasen a todo el mundo, también a los oficiales.

Algunos días más tarde recibí una carta de mi hermano Fritz; me escribía desde un hospital de Gelsenkirchen. En ella me decía que perdería sin duda la movilidad de un brazo y que los pulmones le quedarían como una carraca.

De las anotaciones de mi hermano tomo prestado el pasaje siguiente; completa mi relato y refleja de un modo muy plástico las impresiones que experimenta un soldado bisoño cuando es arrojado a las furias de la batalla de material.

«—¡A formar para el ataque!

»La cara del jefe de mi sección se inclinó sobre la pequeña caverna en que nos hallábamos. Los tres hombres que estaban a mi lado finalizaron su charla y, lanzando maldiciones, se pusieron rápidamente de pie. Yo me levanté, me ajusté el casco de acero y salí a la oscuridad.

»Hacía un tiempo nublado y frío; se habían producido cambios atmosféricos entretanto. El fuego de granadas se había desplazado y ahora se hallaba, con su sordo tronar, encima de otros lugares de aquel gigantesco campo de batalla. Unos aviones cruzaron el espacio crepitando; las grandes cruces de hierro pintadas en la parte baja de las alas tranquilizaron los ojos que, llenos de miedo, los miraban.

»Una vez más fui corriendo a un pozo; aunque se hallaba entre ruinas y escombros, había conservado un agua notablemente clara. Allí llené mi cantimplora.

»Los hombres de la compañía estaban formando por secciones. Deprisa colgué de mi cinturón cuatro granadas de mano y me dirigí a donde estaba mi pelotón; faltaban dos hombres. Apenas tuve tiempo de anotar sus nombres, pues toda aquella masa de soldados se puso enseguida en movimiento. Las secciones cruzaban en fila de a uno el terreno de embudos, sorteaban maderos, se apretaban contra los setos y avanzaban serpenteantes hacia el enemigo; con sus armas producían ruidos rechinantes.

»El ataque lo llevaron a cabo dos batallones; un batallón del regimiento vecino entró en acción al mismo tiempo que nosotros. La orden era breve y terminante: había que rechazar al otro lado del canal a unos destacamentos ingleses que lo habían cruzado. En aquella operación se me había encomendado la misión de permanecer cuerpo a tierra con mi pelotón en la posición alcanzada y detener el contraataque enemigo.

»Llegamos a las ruinas de una aldea. En la llanura flamenca, marcada por horribles cicatrices, se alzaban, negros y astillados, los troncos de unos cuantos árboles; era lo único que quedaba de un gran bosque. Enormes bancos de humo se desplazaban por el aire y ocultaban con sus nubes sombrías y pesadas el cielo vespertino. Sobre la tierra pelada, que había sido desgarrada una y otra vez de un modo implacable, flotaban gases asfixiantes; eran de color amarillo y pardo y se desplazaban perezosamente.

»Nos habían ordenado que estuviésemos preparados para un ataque de gas. En aquel momento se inició un fuego monstruoso —los ingleses habían descubierto que atacábamos—. La tierra saltaba en rugientes surtidores y un diluvio de cascos de metralla pasaba sobre el terreno barriéndolo. Todos nos detuvimos un instante como petrificados; luego nos dispersamos con rapidez. Todavía pude oír la voz del jefe de nuestro batallón, el capitán de caballería Böckelmann; recurriendo a todas las fuerzas de su garganta gritó una orden cuyo significado no llegué a comprender.

»Mis hombres habían desaparecido; me encontraba en una sección que no era la mía. Rápidamente me dirigí con los demás hacia las ruinas de una aldea que las granadas implacables habían arrasado hasta los cimientos. Sacamos de los estuches nuestras máscaras de gas.

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