Tempestades de acero (21 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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El 9 de marzo los ingleses volvieron a apisonar nuestro sector según todas las reglas de la balística. A hora muy temprana de la mañana me despertó un intenso ataque artillero por sorpresa; cogí mi pistola y, adormilado, me precipité afuera. Al apartar a un lado la lona de tienda de campaña que cerraba la entrada de mi galería vi que aún era noche cerrada. Los cegadores fogonazos de los proyectiles y el barro que zumbaba en el aire me despabilaron inmediatamente. Eché a correr por la trinchera, pero no encontré en ella alma viviente hasta que llegué a la escalera de una galería; allí estaban acurrucados, como gallinas apretujadas cuando llueve, los hombres de un pelotón sin jefe. Me los llevé conmigo y movilicé la trinchera. Tuve una gran alegría al oír por algún sitio la aflautada voz del pequeño Hambrock, que también, lo mismo que yo, estaba poniendo en orden la trinchera.

Una vez que el fuego decreció volví malhumorado a mi galería. Allí acrecentó mi mal humor la llamada telefónica que recibí de un puesto de mando:

—Maldita sea, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué no ha cogido antes el teléfono?

El bombardeo continuó después del desayuno. Esta vez los ingleses machacaron lenta, pero sistemáticamente, nuestra posición con granadas de grueso calibre. Aquello acabó aburriéndome; por un pasillo subterráneo fui a hacer una visita al pequeño Hambrock, vi lo que tenía de beber y jugué con él una partida de cartas. En una ocasión nos interrumpió una explosión gigantesca; por la puerta y por la chimenea de la estufa caían rodando grandes trozos de tierra. El acceso a la galería había sido hundido; el revestimiento de madera de las paredes, doblado y partido como un caja de cerillas. Por la chimenea de ventilación entraba un sofocante olor a almendras amargas —¿es que aquellos tipos nos estarían bombardeando con ácido cianhídrico?— Bueno, ¡qué aproveche! En un determinado momento tuve necesidad imperiosa de ir a un lugar excusado; hube de realizar aquella operación en cuatro tiempos, pues los proyectiles de grueso calibre me interrumpían continuamente. Poco después entró corriendo mi ordenanza a decirnos que un disparo certero había reducido a virutas la letrina. Esto movió a Hambrock a hacer un admirativo comentario sobre mi buena suerte. Respondí:

—Si me llego a quedar más tiempo fuera, ahora tendría acaso tantas pecas como usted.

El fuego cesó al atardecer. Recorrí entonces la trinchera; lo hice en aquel estado de ánimo que siempre se apoderaba de mí tras un intenso bombardeo y que sólo cabe comparar con la sensación de alivio que se experimenta después de una tempestad. El aspecto de la trinchera era desolador; grandes trechos de ella habían quedado aplanados, cinco accesos a galerías estaban hundidos. Varios hombres habían sido heridos; los visité y los encontré relativamente bien. Cubierto con su lona de tienda de campaña, un muerto yacía en el piso de la trinchera. Un alargado casco de metralla le había arrancado la cadera, aunque se encontraba muy abajo en la escalera de la galería.

Al atardecer nos relevaron.

El 13 de marzo el coronel von Oppen me confió la misión de defender con una patrulla compuesta de dos pelotones el sector ocupado por nuestra compañía, hasta que se hubiera replegado a la otra orilla del río Somme la totalidad del regimiento. Cada uno de los cuatro sectores de la primera línea iba a ser guardado por una patrulla igual a la mía; su mando había sido encomendado a oficiales. Empezando por la derecha, aquellos sectores los mandábamos respectivamente los alféreces Reinhardt, Fischer, Lorek y yo.

Las aldeas que habíamos atravesado a nuestra llegada parecían ahora grandes manicomios. Compañías enteras se dedicaban a derribar y romper paredes o a subirse a los tejados y machacar las tejas. Talaban árboles, rompían cristales; nubes de humo y polvo se alzaban alrededor de enormes montones de escombros. Soldados vestidos con trajes de caballero o de señora abandonados por los habitantes, y tocados con sombreros de copa, corrían como locos de un lado para otro. Con la perspicacia peculiar de los destructores sabían encontrar las vigas maestras de las casas; ataban a ellas cuerdas y luego tiraban, con gritos acompasados, hasta que el edificio se derrumbaba con estruendo. Otros blandían grandes martillos y machacaban todo lo que se les ponía por delante, desde una maceta colocada en el alféizar de una ventana a la artística construcción de vidrio de un invernadero.

Hasta la Posición Sigfrido todas las aldeas eran un montón de ruinas; todos los árboles estaban talados; todas las carreteras, minadas; todos los pozos, envenenados; todos los cursos de agua, represados con diques; todos los sótanos, volados con explosivos o convertidos en lugares peligrosos merced a las bombas allí escondidas; todas las vías férreas, desmontadas; todos los cables telefónicos, arrancados; todo lo que podía arder, quemado. En suma, transformamos en un yermo la tierra que aguardaría al enemigo cuando éste avanzase.

Lo que allí se veía recordaba, como he dicho, un manicomio; y como éstos, producía un efecto mitad cómico y mitad repugnante. Aquellas destrucciones fueron funestas también para la disciplina de la tropa, como enseguida pudo notarse. Allí fue donde por vez primera vi la destrucción planificada, un tipo de destrucción con el que luego en la vida habría de tropezar hasta la saciedad. Esta clase de destrucción, que está funestamente vinculada con las concepciones economicistas de nuestra época, ocasiona al destructor más daños que beneficios y no reporta ningún honor al soldado.

Entre las sorpresas que habíamos preparado a nuestros sucesores había algunas de una refinada maldad. Así, en las entradas de las casas y de las galerías habíamos tendido alambres casi invisibles, no más gruesos que crines de caballo; al menor contacto aquellos cables provocaban el estallido de cargas explosivas ocultas. En muchos lugares cavamos en las carreteras agujeros estrechos y metimos en ellos una granada; todo ello se tapaba con una tabla de encina y luego se recubría la tabla con tierra. En la tabla había un clavo que quedaba casi encima mismo de la espoleta de la granada. El grosor de la tabla había sido calculado de tal manera que sobre ella pudieran pasar sin el menor peligro las tropas de infantería que marchasen a pie; pero tan pronto como el primer camión o la primera pieza de artillería rodasen sobre la tabla, ésta se curvaría y entonces la granada volaría por los aires. Una de aquellas invenciones insidiosas eran las bombas de efecto retardado; las enterrábamos en los sótanos de edificios que habíamos dejado intactos. Una plancha de metal dividía estas bombas en dos mitades. Una de ellas estaba llena de explosivos; la otra, de un ácido. Una vez escondidos aquellos huevos diabólicos, el ácido corroía, en un trabajo que duraba semanas, la plancha de metal y hacía estallar la bomba. Una de ellas lanzó por los aires el edificio del ayuntamiento de Bapaume en el preciso momento en que estaban reunidas en él las principales autoridades para festejar la victoria.

El 13 de marzo la Segunda Compañía abandonó la posición y yo la ocupé con mis dos pelotones. Durante la noche un balazo en la cabeza mató a un soldado que se llamaba Kirchhof. Lo curioso fue que aquel fatídico proyectil fue el único que el adversario disparó durante muchas horas.

Hice todo lo que en mis manos estuvo para inducir a engaño al enemigo acerca de nuestras fuerzas. Lanzábamos paladas de tierra por encima del parapeto unas veces en un sitio y otras veces en otro, y con nuestra única ametralladora tuve que hacer una serie de disparos unas veces desde el ala derecha y otras desde la izquierda. A pesar de ello nuestro tiro sonaba muy débil cuando cruzaban nuestra posición, volando a baja altura, aviones enemigos de observación, o cuando un destacamento de zapadores atravesaba la retaguardia enemiga. Por ello todas las noches aparecían en diferentes puntos delante de nuestra trinchera patrullas inglesas que se dedicaban a manipular las alambradas.

El penúltimo día de estancia allí estuve a punto de encontrar un final miserable. Un proyectil fallido, procedente de un cañón antiaéreo que disparaba contra los globos cautivos, cayó zumbando desde una gran altura y vino a explotar en el través en que, desprevenido, me había apoyado. La presión del aire me arrojó por la abertura de una galería que quedaba enfrente; allí me reencontré a mí mismo poco después, sumamente desconcertado.

La mañana del día 17 notamos que el ataque era inminente. En la trinchera inglesa de primera línea, una trinchera cubierta de cieno y que de ordinario estaba desierta, oímos el chapotear de muchas botas. Las risas y los gritos de un numeroso destacamento delataban que también por dentro tenían que ir muy empapados aquellos hombres. Unas figuras humanas oscuras se aproximaron a nuestra alambrada, pero las alejamos a tiros; una de ellas se desplomó entre lamentos y quedó allí tendida. En forma de erizo concentré mis pelotones alrededor de la desembocadura de un ramal de aproximación y me esforcé en iluminar con bengalas el terreno de delante, todo ello bajo un fuego de artillería y de lanzaminas que empezó de repente.

Como las bengalas blancas se nos agotaron pronto, recurrimos a las de colores y lanzamos al aire unos auténticos fuegos artificiales. A las cinco, hora fijada para la evacuación, aún demolimos rápidamente con granadas de mano todos los abrigos, excepto aquellos en que habíamos colocado máquinas infernales, cuya construcción era bastante ingeniosa. Todas las municiones que nos quedaban las habíamos empleado en fabricar aquellas máquinas. En las últimas horas no me gustaba ya tocar ninguna caja, ninguna puerta, ningún cubo de agua, pues temía saltar de repente por los aires.

A la hora fijada se replegaron hacia el Somme las patrullas; algunas estaban ya enredadas en combates de granadas de mano con el enemigo. Nosotros fuimos los últimos en cruzar la depresión del cauce del río; unos comandos de zapadores volaron entonces los puentes. Sobre nuestra posición seguía cayendo un furioso fuego de tambor. Hasta pasadas algunas horas no aparecieron junto al Somme las primeras patrullas enemigas. Nosotros nos replegamos detrás de la Posición Sigfrido, aún en construcción; nuestro batallón se instaló en la aldea de Léhancourt, situada junto al canal de San Quintín. Me alojé con mi ordenanza en una casita donde las provisiones y las ropas se acumulaban en cómodas y armarios. A pesar de todos mis esfuerzos por convencerle no logré que mi fiel Knigge instalase su yacija en el salón, que estaba caliente; se empeñó en dormir en la fría cocina —un rasgo típico de la sobriedad que caracteriza a los hombres de la baja Sajonia.

La primera noche tranquila invité a mis amigos a un vino caliente, sazonado con todas las especias que habían dejado los dueños de la casa. Además de otras recompensas, nuestro servicio de patrulla nos había valido catorce días de permiso.

En la aldea de Fresnoy

Esta vez no interrumpieron mi permiso, que comencé a disfrutar unos días más tarde. En mi diario encuentro esta anotación breve, pero elocuente: «Pasado muy bien el permiso. No tendré que hacerme reproches después de mi muerte». El 9 de abril de 1917 me reincorporé a la Segunda Compañía, que se hallaba acantonada en la aldea de Merignies, no lejos de Douai. Una alarma estropeó la alegría de mi reencuentro con los camaradas; aquella alarma me resultó especialmente desagradable porque recibí la orden de conducir a Beaumont un convoy de armamento. Bajo chaparrones de agua y ráfagas de nieve cabalgué en cabeza de los carros que sigilosamente se deslizaban por la carretera, hasta que a la una de la madrugada llegamos a nuestro punto de destino.

Instalé como buenamente pude a los hombres y a los caballos y luego me puse a buscar alojamiento para mí, pero encontré ocupado hasta el último rincón. Finalmente, a un funcionario de la intendencia se le ocurrió la buena idea de ofrecerme su cama, pues él tenía que pasar la noche en vela al lado del teléfono. Sin quitarme ni las botas ni las espuelas me arrojé en el lecho, en tanto aquel hombre me contaba que los ingleses habían tomado a los bávaros las alturas de Vimy y una gran extensión de terreno. A pesar de su espíritu hospitalario, me di cuenta de que le resultaba sumamente desagradable que aquella tranquila aldea de descanso de la tropa se transformase en un punto de reunión de unidades combatientes.

A la mañana siguiente nuestro batallón marchó a pie hasta la aldea de Fresnoy, en dirección al tronar de los cañones. Allí recibí la orden de instalar un puesto de observación. Ayudado por algunos de mis hombres escogí en la periferia occidental de la aldea una pequeña casa e hice abrir en su techo un agujero orientado hacia el frente. Nuestras pertenencias personales las trasladamos al sótano de aquella casita. Al hacer limpieza en él cayó en nuestras manos un saco de patatas; fue un agradable complemento de nuestro escasísimo rancho. Todas las noches me preparaba Knigge patatas cocidas sin pelar, que tomaba con sal. Gornick, que ocupaba con un destacamento de la policía de campaña la aldea de Willerwal, ya evacuada, me remitió, como obsequio de camarada, unas cuantas botellas de vino tinto y una lata de embutido de hígado. Procedían de las existencias de un almacén de víveres que había sido abandonado con las prisas. Para salvar tales tesoros envié inmediatamente a aquel sitio una «unidad de requisa», equipada con cochecitos de niño y otros vehículos similares. Por desgracia tuvo que dar media vuelta sin lograr su objetivo, pues los ingleses habían llegado ya a las afueras de Willerwal en compactas líneas de tiradores. Gornick me contó más tarde que en aquella aldea, que estaba ya batida por el fuego del enemigo, se organizó, cuando se descubrió el almacén de vino tinto, una ruidosa y desenfrenada francachela, y que fue muy difícil ponerle freno. Lo que en tales casos solíamos hacer a continuación de la orgía era partir en dos pedazos con la pistola las garrafas de vidrio y otros recipientes similares.

El 14 de abril el mando me encomendó la misión de instalar en Fresnoy una cabecera de transmisión de mensajes. Para este fin puso a mi disposición enlaces a pie, ciclistas, teléfonos, una estación de señales ópticas, así como un telégrafo por cable, palomas mensajeras y un cordón de relés luminosos. Al atardecer me dediqué a buscar un sótano que resultase adecuado para aquella instalación y que además tuviera incorporada una galería subterránea. Luego me encaminé por última vez a mi antiguo alojamiento, situado en la periferia occidental de la aldea. Aquel día había habido mucho trabajo y regresé agotado.

Durante la noche me pareció oír algunas veces detonaciones sordas y gritos de Knigge; pero tenía tanto sueño que me contentaba con murmurar:

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