Tempestades de acero (20 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Una mañana, cuando aún me encontraba soñoliento en mi cama, entró en mi habitación un camarada que venía a recogerme para ir juntos al servicio. Mientras charlábamos se puso a juguetear con mi pistola, que estaba, como siempre, encima de mi mesilla de noche, y se le disparó un tiro, que me pasó rozando las sienes. Durante la guerra presencié muchas heridas graves causadas por el manejo imprudente de las armas; tales contratiempos son especialmente fastidiosos.

Durante la primera semana que pasamos en Fresnoy el general Sontag llevó a cabo una inspección de nuestro regimiento; lo elogió por las hazañas realizadas en el asalto al bosque de SaintPierre-Vaast y entregó numerosas condecoraciones. Mientras yo desfilaba ante el general al frente de la Segunda Compañía creí observar que el coronel von Oppen le decía algo acerca de mí. Horas después se me ordenó que me presentara en el puesto de mando; allí el general me impuso la Cruz de Hierro de primera clase. Mi alegría fue tanto mayor cuanto que, en realidad, cumplí aquella orden barruntando para mis adentros que me iban a echar una bronca por algún motivo. Pero el general me recibió con estas palabras:

—Tiene usted la costumbre de ser herido con frecuencia y por eso he pensado entregarle un parche.

El 17 de enero de 1917 me mandaron ir desde Fresnoy al campo de maniobras instalado en Sissonne, en las cercanías de Laon, para participar en un curso de jefes de compañía. El capitán Funk, director de nuestro destacamento, hizo que el servicio nos resultara muy agradable. Poseía el talento de derivar de unas pocas reglas básicas la inmensa cantidad de normas del reglamento; un método siempre bueno, cualquiera que sea el campo a que se aplique.

El rancho, en cambio, fue bastante miserable durante esta época. Las patatas escaseaban; todos los días, cuando en nuestro inmenso comedor levantábamos las tapaderas de los platos, encontrábamos una insípida sopa de colinabos. Al poco tiempo no podíamos ni ver estos amarillos frutos de la tierra. En realidad son mejores de lo que su fama dice —si se los prepara, claro está, con un buen trozo de carne de cerdo y no se escatima la pimienta. Pero éstas eran precisamente las cosas de que carecíamos.

La retirada del Somme

A finales de febrero de 1917 me reincorporé a mi regimiento, que desde hacía algunos días defendía una posición próxima a las ruinas de Villers-Carbonell; allí tomé el mando de la Octava Compañía.

El camino que llevaba a las trincheras de combate iba serpenteando por la región siniestra y desolada de la depresión pantanosa del río Somme. Un viejo puente, ya muy deteriorado, cruzaba la corriente. Había, además de él, otros senderos de aproximación. Eran pasarelas afirmadas con troncos y atravesaban la cuenca pantanosa que se extiende en la depresión. En ellas era preciso hender en fila india los extensos cañaverales que allí había, y que crujían cuando los atravesábamos, y cruzar también extensiones de agua cuya superficie era de un negro brillante. Cuando en estos lugares caían granadas, que lanzaban hacia el cielo altas columnas de fango parecidas a surtidores, o cuando sobre las superficies pantanosas vagaban las ráfagas de las ametralladoras enemigas, lo único que uno podía hacer era apretar los dientes, pues iba caminando como por una cuerda a cuyos lados no había nada en que refugiarse. Por ello teníamos siempre una sensación de alivio cuando divisábamos unas cuantas locomotoras a las que los proyectiles habían otorgado, al destrozarlas, unas formas fantasmagóricas y que se habían quedado paradas sobre unos raíles en la escarpada orilla del otro lado; ellas anunciaban el final del camino.

En la depresión del río estaban las aldeas de Brie y de SaintChrist. Torres de las que lo único que se conservaba era una única y delgada pared, en los orificios de cuyas ventanas jugaba la luz de la luna, así como oscuros montones de ruinas de las que sobresalía una confusa armazón de vigas, y también árboles aislados, despojados de sus ramas, que se alzaban en dilatadas llanuras de nieve, en las cuales se destacaban, cual dibujos de una alfombra, los negros agujeros dejados por las explosiones, festoneaban el camino como rígidas bambalinas metálicas, detrás de las cuales permanecía al acecho la realidad fantasmal de aquel paisaje.

Después de un período de mucho cieno las trincheras de lucha acababan de ser acondicionadas de nuevo, bien que de un modo precario. Los jefes de sección me contaron que durante algún tiempo, para no exponerse al peligro de perecer ahogados, habían realizado el relevo usando únicamente bengalas luminosas. Una bengala disparada oblicuamente sobre la trinchera significaba: «Dejo la guardia»; otra, disparada en dirección contraria: «Me he hecho cargo de ella».

Mi abrigo quedaba a unos cincuenta metros de la primera línea y se hallaba en una zanja transversal; además de mí y de mi pequeña plana mayor lo habitaba también un pelotón que estaba directamente a mis órdenes. El abrigo era seco y estaba bien construido. En sus dos entradas, que estaban tapadas con lonas de tienda de campaña, había unas estufas de hierro con largos tubos para dar salida al humo; a menudo, cuando el enemigo nos bombardeaba, caían rodando por ellos, con un estruendo horrible, grandes trozos de tierra. De la galería salían, en ángulo recto, algunos ramales ciegos que venían a ser como unas celdas diminutas. En una de ellas me instalé. Aparte de un estrecho camastro, una mesa y unas cuantas cajas de granadas de mano, el resto del mobiliario se componía de unos pocos objetos que me eran familiares desde hacía mucho tiempo: una estufa de alcohol, una palmatoria, una cacerola y mis armas personales.

También aquí teníamos todas las noches una agradable hora de charla; cada cual se acurrucaba encima de veinticinco granadas de mano cargadas. Se reunían conmigo los otros dos oficiales de la compañía, Hambrock y Eisen, y creo que las reuniones subterráneas de nuestro pequeño grupo, celebradas a trescientos metros del enemigo, resultaban bastante curiosas.

Hambrock, astrónomo de profesión y hombre muy aficionado a E. T. A. Hoffmann, solía hablar largo y tendido acerca de la observación del planeta Venus; aseguraba que desde la Tierra jamás se podía contemplar ese astro en toda la pureza de su brillo. Aquel hombre era de estatura minúscula, delgado como una araña, pelirrojo, y su cara estaba sembrada de pecas amarillas y verdosas; esto último le había valido entre nosotros el mote de «Marqués de Gorgonzola». Durante la guerra había adquirido costumbres extrañas. Así, solía pasar el día durmiendo y hasta que no anochecía no se despabilaba; luego, a veces, vagaba a solas, como un fantasma, delante de las trincheras alemanas e inglesas. También tenía la desagradable manía de deslizarse en silencio hasta un centinela y disparar de repente junto a la oreja de éste una bengala de iluminación; lo hacía, decía, «para poner a prueba el valor». Por desgracia su salud era demasiado débil para soportar una guerra; a ello se debió sin duda el que poco después muriese en Fresnoy, a consecuencia de una herida que en sí misma carecía de importancia.

También Eisen era muy bajo de estatura; pero, a diferencia de Hambrock, era gordo. Y como había crecido en el cálido clima de Lisboa —era hijo de un emigrante—, siempre estaba tiritando de frío. Por este motivo usaba un gran pañuelo a cuadros rojos para intentar mantener caliente la cabeza; el pañuelo pasaba por encima del casco y luego era anudado bajo la barbilla. Eisen era muy aficionado también a llevar colgadas muchas armas en su cuerpo —además de un fusil que de continuo portaba—, se metía debajo del cinturón todo tipo de armas blancas, pistolas, granadas de mano, así como una linterna, de manera que, cuando uno se topaba con él en la trinchera, lo primero que pensaba era que se había tropezado con una especie de armenio. Durante cierto tiempo llevó también en los bolsillos del pantalón algunas granadas ovoides, hasta que esta mala costumbre dio lugar a un incidente muy desagradable que una noche nos contó. Había estado rebuscando en el bolsillo para sacar la pipa de fumar; ésta se había enredado en la cinta de una granada ovoide y había tirado de ella. Y así, de repente, Eisen se vio sorprendido por el inequívoco chasquido sordo que suele anunciar el ligero siseo de la ignición del detonador, que dura tres segundos. En sus horrorizados esfuerzos por sacar el artefacto y tirarlo por encima del parapeto se embrolló de tal manera en su propio bolsillo que hace ya mucho tiempo que estaría hecho pedazos si no hubiera sido porque, gracias a una suerte fabulosa, precisamente aquella granada no estalló. Medio paralizado, y bañado en sudores de angustia, vio cómo se le devolvía, como un regalo, la vida.

Pero lo único que con ello consiguió fue un aplazamiento, pues pocos meses después murió combatiendo en Langemarck. También en su caso la voluntad tenía que suplir las deficiencias del cuerpo; era tan corto de vista como duro de oído, y, como pronto se demostró en una pequeña escaramuza que tuvimos con el enemigo, era preciso, para que pudiera participar en la lucha, que sus hombres lo orientaran antes en la dirección adecuada.

Con todo, hombres de constitución débil, pero valientes, valen más que no cobardes de constitución fuerte; una y otra vez se puso esto de manifiesto en muchas ocasiones durante las pocas semanas que pasamos en aquella posición.

Sin duda cabría calificar de tranquila aquella zona del frente. Pero los violentos tiros concentrados que a veces machacaban por sorpresa las trincheras demostraban que la artillería no escaseaba. Los ingleses eran además muy curiosos y no pasaba semana en que no procurasen, por la astucia o por la fuerza, echar un vistazo a lo que nosotros hacíamos; para ello se servían de pequeños destacamentos de reconocimiento. Corrían entonces muchos rumores acerca de una gran «superbatalla de material», la cual, según se decía, nos iba a proporcionar durante la primavera unos festejos enteramente distintos de aquellos a los que nos había acostumbrado la Batalla del Somme el año anterior. Para amortiguar la furia del primer choque preparamos una vasta operación de repliegue. Voy a contar aquí algunos sucesos vividos por mí en este período.

1 de marzo de 1917. Por la tarde, como teníamos un tiempo muy despejado, hubo una agitada actividad artillera. Especialmente una batería de grueso calibre, cuyo tiro dirigían observadores situados en globos cautivos, arrasó casi completamente el tramo de trinchera encomendado a la tercera sección. Para completar mi plano de la posición me dirigí esa misma tarde a aquel sitio; fui chapoteando por la llamada «Trinchera sin Nombre», que estaba completamente inundada. Mientras caminaba hacia allá vi cómo caía a tierra delante de nosotros un gigantesco sol amarillo, que arrastraba tras de sí un largo penacho de humo. Un avión alemán se había acercado a aquel fastidioso globo cautivo y lo había incendiado con sus disparos. Perseguido por el furioso tiroteo de la defensa antiaérea, nuestro avión escapó sano y salvo describiendo abruptos círculos.

Al atardecer vino a verme el cabo Schnau y me informó de que debajo del abrigo de su pelotón se venía oyendo, desde hacía ya cuatro días, un ruido de golpes de pico. Retransmití aquel informe y me enviaron un destacamento de zapadores provisto de aparatos de escucha, pero éstos no llegaron a detectar nada sospechoso. Más tarde se dijo que la totalidad de la posición había estado minada.

El 5 de marzo, a primeras horas de la madrugada, se aproximó a nuestra posición una patrulla enemiga y comenzó a cortar las alambradas. Alertado por un centinela, acudí deprisa con unos cuantos hombres y arrojé granadas de mano; ante esto los atacantes emprendieron la huida, pero dejaron a dos hombres tendidos sobre el terreno. Uno de ellos, un alférez joven, murió enseguida; el otro, un sargento, tenía graves heridas en los brazos y en las piernas. Por los documentos del oficial pudimos saber que se llamaba Stokes y que pertenecía al 2.º Regimiento de fusileros Royal Munster. Iba muy bien vestido y su rostro, al que la muerte había dado una expresión convulsa, tenía unas facciones inteligentes y enérgicas. En su agenda pude leer un gran número de direcciones de chicas de Londres; esto me conmovió. Lo enterramos detrás de nuestra trinchera y le pusimos una cruz sencilla en la que hice inscribir su nombre con tachuelas clavadas. Este incidente me enseñó que no todas las patrullas tenían un final tan feliz como las realizadas por mí hasta aquel momento.

A la madrugada siguiente, tras una corta preparación artillera, los ingleses atacaron con cincuenta hombres el sector defendido por la compañía vecina a la nuestra, sector que estaba al mando del alférez Reinhardt. Los atacantes se deslizaron sigilosamente hasta llegar delante de nuestras alambradas; una vez allí, uno de ellos, usando un frotador que llevaba fijado a la manga, transmitió una señal luminosa para hacer callar a las ametralladoras inglesas. Entonces echaron a correr hacia nuestras trincheras al tiempo que caían las últimas granadas. Todos ellos llevaban tiznados de hollín los rostros, para distinguirse lo menos posible en la oscuridad.

Fue tan magistral, sin embargo, el recibimiento que los nuestros les dispensaron que sólo uno de ellos consiguió llegar hasta nuestra trinchera. La atravesó y siguió corriendo hasta alcanzar la segunda línea; allí fue abatido a tiros, pues no hizo caso cuando le conminaron a que se entregase. Sólo un alférez y un sargento ingleses consiguieron saltar nuestra alambrada. El alférez cayó muerto, aunque debajo del uniforme llevaba una coraza; una bala de pistola, que Reinhardt le disparó a quemarropa, le metió en el cuerpo una placa de la coraza. Al sargento los cascos de metralla de las granadas de mano le arrancaron ambas piernas; a pesar de ello, con una calma estoica, mantuvo apretada entre los dientes su corta pipa hasta que murió. También en esta ocasión tuvimos una vez más, como siempre que topábamos con ingleses, la grata impresión de enfrentarnos a gentes viriles y audaces.

A última hora de esa mañana tan pródiga en éxitos iba paseando por mi trinchera cuando vi en un apostadero al alférez Pfaffendorf; estaba dirigiendo desde allí, con un anteojo goniométrico, el tiro de sus lanzaminas. Me puse a su lado y, nada más hacerlo, descubrí a un inglés que caminaba a descubierto por detrás de la tercera línea enemiga; con su uniforme gris caqui se destacaba nítidamente del horizonte. Le arrebaté de las manos el fusil al centinela que más cerca me quedaba, puse el alza a seiscientos metros, apunté con todo cuidado, un poco delante de su cabeza, y apreté el gatillo. El inglés dio todavía tres pasos y luego se derrumbó de espaldas, como si le hubieran quitado de debajo del cuerpo las piernas; un par de veces batió los brazos y después cayó rodando en un agujero abierto por una granada. Largo tiempo vi brillar aún, con los prismáticos, la manga gris de su uniforme.

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