Para los combates inminentes el mando me había ordenado que ejerciese funciones de oficial de reconocimiento. Yo y mi unidad de reconocimiento, formada por dos suboficiales y cuatro soldados, estábamos a disposición de la división. Estas misiones especiales me hacían poca gracia, pues en mi compañía me sentía como en familia y me costaba mucho abandonarla en vísperas de una batalla.
El 8 de noviembre, bajo una lluvia torrencial, partió nuestro batallón hacia la aldea de Gonnelieu, que había sido abandonada por sus habitantes. Desde allí la unidad de reconocimiento fue enviada a Liéramont y puesta bajo las órdenes del capitán de caballería Böckelmann, oficial del servicio de información de la división. El capitán, nosotros —los cuatro jefes de las unidades de reconocimiento—, dos oficiales de observación y el ayudante del capitán habitábamos la espaciosa casa parroquial de Liéramont, cuyas habitaciones nos repartimos. Una de las primeras noches que allí pasamos tuvimos en la biblioteca una conversación acerca de la oferta de paz alemana, que acababa de darse a conocer por entonces. Böckelmann puso fin a la charla diciendo que, durante el tiempo de guerra, a todo soldado le debería estar prohibido pronunciar siquiera la palabra «paz».
Nuestros predecesores nos pusieron al corriente de la posición defendida por nuestra división. Todas las noches teníamos que ir a la primera línea; nuestra misión consistía en examinar la situación de cada punto, comprobar si se mantenían los contactos y, en general, hacernos una idea clara de cómo estaban las cosas, para, en caso de necesidad, poder situar a las tropas en su lugar apropiado y realizar tareas especiales. El sector que me asignaron como zona de trabajo quedaba a la izquierda del bosque de Saint-Pierre-Vaast, inmediatamente delante del denominado «Bosque sin Nombre».
De noche era aquél un paisaje cenagoso y desértico, por el que pasaban a menudo los truenos de los disparos. Con mucha frecuencia se elevaban cohetes amarillos que reventaban en el aire y dejaban caer una lluvia de fuego; su color me recordaba el sonido de una viola.
Ya la primera noche, una noche completamente oscura, me extravié en la zona pantanosa del arroyo Tortille y estuve a punto de ahogarme. Había allí lugares insondables; la noche anterior un carro de municiones tirado por caballos había desaparecido sin dejar rastro en uno de los gigantescos embudos abiertos por las granadas, embudos que quedaban ocultos bajo el nivel del cieno.
Una vez que hube salido de aquella zona desértica intenté avanzar a tientas hacia el Bosque sin Nombre, en cuyos alrededores había un débil, pero ininterrumpido fuego de granadas. Fui caminando hacia él con total despreocupación, pues el débil sonido de las explosiones me hacía presumir que los ingleses estaban malgastando allí proyectiles en mal estado. De repente una ligera brisa trajo hacia mí un dulzón olor a cebollas; a la vez oí en el bosque una serie de voces que gritaban:
—¡Gas, gas, gas!
Desde lejos aquellas voces sonaban como unos gritos peculiarmente ahogados y quejumbrosos; se parecían al canto de los grillos.
A la mañana siguiente me enteré de que, a aquella hora, muchos hombres nuestros morían intoxicados en el bosque, a cuyos matorrales se aferraban tenazmente las pesadas nubes de fosgeno.
Con los ojos lagrimeantes volví al bosque de Vaux dando traspiés; los empañados cristales de la máscara antigás no me permitían ver, y así fui cayendo de embudo en embudo.
Aquella noche, con sus vastos e inhóspitos espacios, fue de una soledad fantasmal. Cuando, en medio de aquellas tinieblas, topaba con centinelas o con soldados perdidos que iban errantes de un lado para otro, tenía el sentimiento glacial de que yo no hablaba con seres humanos, sino con demonios. Me parecía estar vagando por una escombrera gigantesca, situada más allá de los límites del mundo conocido.
El 12 de noviembre, con la esperanza de tener mejor suerte, hice mi segunda caminata hacia la primera línea; la misión que llevaba era comprobar la situación de los contactos en la denominada «Posición de los Embudos». Fui caminando hacia mi objetivo siguiendo una cadena de puestos de relé que estaban ocultos en agujeros hechos en la tierra.
La Posición de los Embudos llevaba ese nombre con toda propiedad. En una loma situada delante de la aldea de Rancourt se hallaban numerosos cráteres dispersos; unos cuantos hombres ocupaban acá y allá algunos de ellos. La oscura planicie, por encima de la cual se cruzaban silbando los proyectiles de ambos bandos, era una zona desolada, que infundía miedo.
Al cabo de algún tiempo perdí el contacto con la cadena de embudos; para evitar caer en manos de los franceses volví hacia atrás. Topé entonces con un oficial del 164.º Regimiento al que conocía; me advirtió que no me quedase por allí cuando amaneciera. Me apresuré, pues, a cruzar el Bosque sin Nombre; fui dando traspiés, atravesando embudos profundos, saltando sobre árboles arrancados de cuajo y sobre una casi infranqueable maraña de ramas desgajadas.
Cuando salí de la linde del bosque era ya de día. Ante mí se extendía, sin el menor rastro de vida, el campo de embudos. Perplejo, me detuve, pues en la guerra las llanuras vacías de seres humanos son siempre sospechosas.
De pronto un soldado invisible disparó un tiro de fusil, que me dio en las dos piernas. Me arrojé al embudo más próximo y con el pañuelo me vendé las heridas, pues, como siempre, había vuelto a olvidar mi paquete de vendas. Una bala me había atravesado la pantorrilla derecha y rozado la izquierda.
Con suma precaución, arrastrándome, me metí otra vez en el bosque y desde allí me dirigí, cojeando, hacia el puesto de socorro, atravesando un terreno intensamente bombardeado.
Poco antes de llegar a aquél tuve una vez más ocasión de comprobar en vivo que en la guerra las pequeñas circunstancias son las que deciden la suerte. Cuando me hallaba a unos cien metros de un cruce de caminos hacia el que me dirigía, me llamó el jefe de un destacamento de zapadores con el que había coincidido en la Novena Compañía. Llevábamos hablando apenas un minuto cuando una granada explotó en medio de aquel cruce; es probable que, si no me hubiera topado con aquel hombre, la granada me hubiese matado. Uno no considera que un hecho como ése sea casual.
Una vez se hizo de noche me llevaron en camilla hasta Nurlu. De allí me recogió con un auto nuestro capitán. Mientras recorríamos el camino vecinal, iluminado por reflectores enemigos, el conductor frenó bruscamente. Un obstáculo oscuro cerraba el camino. Böckelmann, que me llevaba cogido por los hombros, me dijo:
—¡No mire!
Era un pelotón de infantería con su jefe; acababan de sucumbir, víctimas de una granada que los alcanzó de lleno. Como si fueran pacíficos durmientes, los camaradas yacían unidos en la muerte.
Una vez en la casa parroquial, tomé parte en la cena; cuando menos, me tendieron sobre un sofá en la habitación de uso común y allí hice que me sirvieran un vaso de vino tinto. Pronto la «bendición vespertina» que todas las noches recibía Liéramont estropeó aquel ambiente tan grato. Los bombardeos en las poblaciones son especialmente molestos; por ello, tras haber escuchado con atención unas cuantas veces el canto siseante de los mensajeros de hierro, canto que acababa en un estampido en los jardines o en las vigas de la casa, nos apresuramos a trasladarnos al sótano.
A mí me bajaron el primero, envuelto en una manta. Aquella misma noche me evacuaron al hospital de campaña de Villeret y desde allí me llevaron luego al hospital de guerra de Valenciennes.
Este hospital se hallaba instalado en el Instituto de Bachillerato, cerca de la estación, y albergaba a más de cuatrocientos heridos graves. Día tras día salía por el gran portal, entre el sordo redoblar de los tambores, un cortejo fúnebre. Todas las calamidades de la guerra se concentraban en la amplia sala de operaciones de aquel hospital. Los médicos cumplían con su sangriento oficio al lado de una hilera de mesas de operar. Aquí se amputaba un miembro, allá se trepanaba un cráneo o se desprendía un vendaje que se había adherido al cuerpo. Quejidos y gritos de dolor cruzaban resonantes el espacio, inundado por la luz implacable, mientras enfermeras vestidas de blanco iban presurosas y atareadas de mesa en mesa llevando instrumentos o vendas.
Cerca de mi cama luchaba contra una grave gangrena un sargento que había perdido una pierna. Acaloramientos repentinos alternaban con escalofríos; la gráfica de su temperatura daba saltos como un caballo desbocado. Los médicos trataban de apuntalar aquella vida mediante champán y alcanfor, pero el platillo de la balanza se inclinaba cada vez más claramente hacia la muerte. Ocurrió algo notable, y es que aquel hombre, que en los últimos días había estado ya propiamente ausente de nosotros, a la hora de la muerte recobró toda su lucidez e hizo algunos preparativos. Así, pidió a la enfermera que le leyese su capítulo preferido de la Biblia y luego se despidió de todos nosotros, excusándose por haber perturbado con sus accesos de calentura nuestro reposo nocturno. Por fin susurró, con una voz a la que intentó conferir un tono de broma:
—¿No le queda un cachito de pan, Fritz?
Pocos minutos después murió. La última frase que pronunció hacía referencia a Fritz, nuestro enfermero, un hombre mayor, cuyo dialecto solíamos imitar. Aquellas palabras nos conmovieron, pues en ellas se ponía de manifiesto el propósito del moribundo de divertirnos.
Durante mi permanencia en aquel hospital me hizo sufrir mucho un acceso de tristeza melancólica, al que sin duda contribuyó también el recuerdo del paisaje cenagoso y como prehistórico en que me habían herido. Todas las mañanas caminaba, cojeando, por las orillas de un desolado canal, entre álamos sin hojas. Me atormentaba especialmente el no haber podido participar en el asalto de mi regimiento al bosque de Saint-Pierre-Vaast —un brillante hecho de armas que hizo caer en nuestras manos centenares de prisioneros.
Al cabo de catorce días, tan pronto tuve medio cerradas las heridas, me incorporé a mi unidad. La división seguía defendiendo la misma posición en que la dejé cuando me hirieron. En el momento en que el tren entraba en Epéhy resonaron afuera varias explosiones. Retorcidos restos de vagones de mercancías, diseminados junto a los raíles, indicaban que allí no se bromeaba.
Un capitán que estaba sentado frente a mí y que, al parecer, acababa de ser facturado desde la patria, preguntó:
—¿Qué ocurre?
Sin detenerme a contestarle abrí la puerta del compartimento y me puse a cubierto detrás del terraplén de la vía, mientras el tren rodaba aún un corto trecho. Por fortuna aquellas explosiones fueron las últimas. Ninguno de los viajeros resultó herido; sólo algunos caballos fueron bajados sangrando de los vagones de ganado.
Como aún no podía caminar bien, me encomendaron tareas de oficial de observación. El puesto de observación estaba situado en la pendiente que desde Nurlu desciende hasta Moislains. Consistía en un anteojo goniométrico empotrado en un muro; con él observaba la primera línea, que conocía muy bien. Si el fuego crecía en intensidad, o si aparecían bengalas de colores, o si sucedía algo especial, había que informar telefónicamente a la división. Me pasaba días enteros detrás de los gemelos, tiritando, encogido en una pequeña silla, envuelto en las nieblas de noviembre, y la única pequeña distracción que me procuraba era hacer alguna llamada para comprobar si la línea funcionaba. Cuando los disparos rompían el hilo telefónico tenía que hacer que los hombres de la unidad de averías lo empalmasen. En estos soldados, cuya actividad apenas me había llamado hasta ahora la atención en el campo de batalla, descubrí una especie particular de trabajadores desconocidos en el espacio de la Muerte. Mientras todos los demás se apresuraban de ordinario a escapar de las zonas bombardeadas, la unidad de averías se dirigía hacia ellas sin tardanza por razones de oficio. Día y noche acudía a visitar los embudos aún calientes por la explosión para empalmar los dos cabos del hilo roto; actividad tan peligrosa como poco llamativa.
El puesto de observación estaba de tal manera sumido en el terreno que no se distinguía de él. Desde fuera lo único que se veía era una estrecha hendidura, que quedaba oculta bajo una capa de hierba. Por ello los únicos proyectiles que hasta allí llegaban eran proyectiles disparados al azar. Desde mi seguro escondite podía seguir cómodamente el modo de comportarse de hombres aislados o de pequeños destacamentos, algo a lo que se presta poca atención cuando es uno mismo el que atraviesa una zona bombardeada. El paisaje se asemejaba a veces, sobre todo en las horas del crepúsculo, a una gran estepa poblada de animales. La comparación con un siniestro paisaje de la naturaleza se imponía sobre todo cuando hombres que aparecían de súbito se dirigían una y otra vez hacia puntos bombardeados a intervalos regulares y luego se tiraban al suelo de repente y escapaban de allí a toda prisa. Sin duda la impresión era tan fuerte porque yo, que era, por así decirlo, una antena avanzada del mando, contemplaba con toda calma los acontecimientos. Propiamente lo único que tenía que hacer era aguardar la hora del ataque.
Los turnos duraban veinticuatro horas; cuando acababan, venía otro oficial a relevarme. Entonces me dirigía a Nurlu para descansar. En una gran bodega subterránea de esta población habíamos instalado un alojamiento relativamente cómodo. Aún recuerdo a menudo las noches de noviembre, noches largas, hechas para meditar, que pasé a solas, fumando mi pipa, delante de la chimenea de aquel refugio cubierto por una bóveda de cañón, mientras fuera, en el desolado parque, la niebla goteaba de los desnudos castaños y a veces una explosión interrumpía con sus ecos el silencio.
El 18 de diciembre fue relevada nuestra división; yo me reincorporé a mi regimiento, que se encontraba descansando en la aldea de Fresnoy-le-Grand. Allí tomé el mando de la Segunda Compañía, en sustitución del alférez Boje, que estaba de permiso. En Fresnoy tuvo nuestro regimiento cuatro semanas de tranquilo descanso y todo el mundo intentó disfrutar de él lo más posible. La Navidad y el día de Año Nuevo los celebramos con fiestas de las compañías; en ellas corrieron con abundancia tanto la cerveza como el ponche caliente. En la Segunda Compañía no quedaban ya más que cinco hombres de los que habían celebrado conmigo la Navidad anterior en las trincheras de Monchy.
Junto con el sargento aspirante a oficial Gornick y mi hermano Fritz, que se había incorporado a nuestro regimiento para realizar en él durante seis semanas sus prácticas de cadete, yo ocupaba el salón y dos dormitorios del domicilio de un pequeño rentista francés. Allí me volví un poco más sociable y muchas veces no volvía a casa hasta las primeras horas del día.