Tempestades de acero (17 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Tras esta orgía de exterminio fue calmándose el fuego y volvió otra vez a su nivel habitual. El movimiento nervioso de un solo hombre había puesto en marcha la poderosa maquinaria bélica.

Hock era y siguió siendo un hombre de mala suerte; aquella misma noche, al cargar su pistola, se disparó en la caña de su bota un proyectil de iluminación y fue preciso evacuarlo con graves quemaduras.

Al día siguiente llovió mucho. No nos vino mal, pues, una vez que hubo desaparecido el polvo, la sensación de sequedad en la garganta no resultaba ya tan atormentadora. La lluvia ahuyentó también a los grandes moscardones de color azulado que se habían concentrado en los lugares soleados, formando gigantescas masas compactas parecidas a cojines de terciopelo oscuro. Yo me pasé casi todo el día sentado en el suelo delante de mi madriguera; fumaba y, a pesar de lo que me rodeaba, comía con buen apetito.

A la mañana siguiente una bala de fusil, que nunca se supo de dónde llegó, le atravesó el pecho al fusilero Knicke, un hombre de mi sección. La bala le rozó también la columna vertebral, de modo que no podía mover las piernas. Cuando fui a verlo, estaba tendido, muy sereno, en un agujero, como alguien que ya ha arreglado sus cuentas con la Muerte. Al atardecer fue evacuado. Se lo llevaron a rastras, atravesando el fuego de la artillería; en esta ocasión se rompió además una pierna, cuando quienes lo portaban se vieron obligados a ponerse a cubierto. Murió en el hospital de sangre.

Por la mañana me llamó un hombre de mi sección y me hizo mirar con mis prismáticos, por encima de la arrancada pierna de un inglés, hacia la estación de Guillemont. Por un ramal de aproximación poco profundo iban avanzando apresuradamente centenares de ingleses. El débil fuego de fusilería que de inmediato ordené dirigir contra ellos no les causó ninguna preocupación especial. Aquel espectáculo era indicativo de la desigualdad de medios con que luchábamos. Si nosotros hubiéramos osado hacer aquello, nuestros destacamentos habrían sido abatidos en pocos minutos por los disparos. Mientras que no era posible ver un solo globo cautivo en nuestro lado, en el otro había más de treinta juntos; formaban un gran racimo de color amarillo brillante y observaban con ojos de Argos cualquier movimiento que en nuestro aplastado terreno se realizase, para dirigir inmediatamente hacia él un diluvio de hierro.

Al atardecer, en el momento en que estaba dando la consigna a los centinelas, un gran casco de metralla se estrelló contra mi estómago con un ronroneo; por suerte se hallaba ya casi al final de su trayectoria y cayó al suelo tras chocar violentamente con la hebilla de mi cinturón. Aquello me sorprendió tanto que sólo las preocupadas voces de mis acompañantes, que me tendían sus cantimploras, me hicieron caer en la cuenta del peligro que había corrido.

Delante de la zona defendida por la primera sección aparecieron al anochecer dos ingleses; pertenecían a los grupos encargados de llevar el rancho a las trincheras y se habían extraviado. Se acercaban muy tranquilos; uno llevaba en la mano una redonda perola de comida y el otro una alargada olla llena de té. Fueron abatidos a disparos hechos casi a quemarropa; uno cayó con la parte delantera de su cuerpo dentro del camino en hondonada, mientras que sus piernas permanecieron detenidas en el talud. En aquel
infierno
era casi imposible coger prisioneros; además, ¿cómo hacerlos atravesar la zona del fuego de barrera?

Sobre la una de la madrugada Schmidt me despertó violentamente de un sueño agitado. Me levanté nervioso y agarré el fusil. Había llegado nuestro relevo. Hicimos entrega de lo que se podía entregar y dejamos a nuestras espaldas lo más rápidamente posible aquel lugar del diablo. Acabábamos de llegar al ramal de aproximación poco profundo cuando estalló en medio de nosotros la primera salva de
shrapnels
. Un balín le atravesó la muñeca al hombre que me precedía; la sangre brotaba a chorros de la herida. Comenzó a tambalearse y quiso quedarse tendido a un lado. Lo agarré por el brazo, lo levanté, a pesar de sus quejidos, y no lo solté hasta que lo entregué en el puesto de socorro, situado junto a la galería ocupada por el jefe de las tropas combatientes. En aquellos dos caminos en hondonada corrimos numerosos peligros; muchas veces nos quedamos allí sin aliento. El peor rincón de todos fue una cañada a la que fuimos a dar y en la que sin cesar estallaban, con un fogonazo,
shrapnels
y granadas de pequeño calibre. ¡Brrum! ¡Brrum! A nuestro alrededor crepitaba el remolino de hierro, que lanzaba una lluvia de chispas en la oscuridad. ¡Juiiiii! ¡Otra ráfaga! Se me cortó la respiración, pues fracciones de segundo antes me di cuenta, por el cada vez más agudo aullido, de que la rama descendente de la trayectoria de aquel proyectil iba a terminar junto a mí. Inmediatamente después cayó en tierra con violencia, junto a la planta de mi pie, un grueso proyectil, que lanzó a lo alto pedazos de barro blando. ¡Precisamente aquella granada no estalló!

Por todas partes cruzaban apresuradamente la noche y el fuego tropas que iban a relevar a otras y tropas que habían sido relevadas. Muchas de ellas se encontraban totalmente desorientadas y, a causa del nerviosismo y del agotamiento, lanzaban gemidos. En medio de todo aquello resonaban llamadas y órdenes, así como los prolongados gritos de socorro, que se repetían monótonamente, de los heridos perdidos en el campo de embudos. Yo proporcionaba informaciones a los soldados desorientados cuando pasaba corriendo junto a ellos, sacaba a unos de los agujeros abiertos por las granadas, amenazaba a otros que querían tirarse al suelo, gritaba constantemente mi nombre para mantener agrupados a todos los míos, y así conseguí, como por milagro, que mi sección retornara a Combles.

Luego, atravesando Sailly y la Granja del Gobierno, hubimos de marchar a pie todavía hasta el bosque de Hennois, donde íbamos a vivaquear. En aquella marcha quedó de manifiesto en toda su amplitud nuestro agotamiento. Con la cabeza abúlicamente caída nos fuimos deslizando a lo largo de nuestra ruta, mientras automóviles o columnas de munición nos empujaban con frecuencia a un lado. Presa de una sobreexcitación enfermiza, llegué a creer que los vehículos que por allí pasaban con estruendo marchaban tan cerca del borde del camino con la única finalidad de molestarnos, y más de una vez sorprendí mi mano puesta en la funda de mi pistola.

Después de aquella marcha tuvimos aún que montar las tiendas; sólo entonces pudimos tumbarnos en el duro suelo. Mientras permanecimos en aquel campamento del bosque cayeron grandes aguaceros. La paja de las tiendas comenzó a pudrirse y muchos hombres enfermaron. Los cinco oficiales de la compañía no nos dejamos perturbar por la humedad; por las noches nos sentábamos sobre nuestras maletas dentro de las tiendas, ante unas cuantas panzudas botellas que sabe Dios de dónde habrían salido. El vino tinto es en tales ocasiones un medicamento.

Una de aquellas noches la Guardia tomó al asalto, en un contraataque, la aldea de Maurepas. Mientras las dos artillerías enemigas se enzarzaban, a distancia, en un violento cañoneo mutuo, estalló una horrible tempestad, de modo que la furia de la tierra rivalizaba con la del cielo, igual que en la batalla homérica de los dioses y los hombres.

Tres días más tarde salimos de nuevo hacia Combles. Allí ocupé con mi sección cuatro sótanos pequeños; construidos con bloques de greda, eran estrechos y alargados y tenían bóveda de cañón; prometían seguridad. Al parecer habían pertenecido a un viticultor —así al menos me expliqué yo el hecho de que en la pared hubiera pequeñas chimeneas—. Una vez que hube apostado a los centinelas nos tumbamos en los numerosos colchones reunidos allí por quienes nos habían precedido.

La primera mañana hubo una calma relativa; por ello me di un pequeño paseo por los devastados jardines y desvalijé unas espalderas llenas de sabrosos melocotones. En mis correrías fui a parar a un edificio, rodeado de elevados setos, que sin duda había pertenecido a un amante de los objetos bellos y antiguos. En las paredes de las habitaciones estaba colgada una colección de platos pintados; había también grabados, así como imágenes de santos tallados en madera. En grandes armarios se amontonaban porcelanas antiguas; dispersos por el suelo había delicados volúmenes encuadernados en piel, entre ellos una preciosa edición antigua de
Don Quijote
. Todos aquellos tesoros estaban entregados a la destrucción. Me hubiera gustado llevarme un recuerdo, pero me ocurría como a Robinson con la pepita de oro; allí no tenían ningún valor aquellos objetos. Así se estropearon en una fábrica grandes fardos de magníficas telas de seda, sin que nadie se preocupase de ellas. Cuando uno pensaba en el ardiente cerrojo instalado junto a la Granja de Frégicourt, un cerrojo que obturaba aquel paisaje, renunciaba de buena gana a todo equipaje superfluo.

Cuando llegué a mi alojamiento, mis hombres, que habían vuelto de una similar correría exploratoria por los huertos, habían preparado una sopa con los siguientes ingredientes: carne en conserva, patatas, guisantes, zanahorias, alcachofas y verduras de todas clases. Era tan espesa aquella sopa que apenas se podía mover la cuchara dentro de ella. Mientras comíamos cayó una granada en el edificio en que nos encontrábamos y tres en las proximidades, pero aquello no nos causó mayores molestias. El exceso de impresiones nos había embotado ya demasiado. Aquella casa había sido indudablemente escenario de acontecimientos sangrientos, pues sobre un montón de escombros hacinados en la habitación central se alzaba una cruz de madera toscamente labrada en la que estaban escritos varios nombres. Al día siguiente me traje de la casa del coleccionista de porcelanas un tomo de los suplementos ilustrados del
Petit Journal
, luego me senté en una habitación que aún permanecía intacta, encendí en la chimenea una pequeña hoguera con trozos de muebles, y comencé a leer. Con frecuencia me veía obligado a mover de un lado a otro la cabeza, pues habían caído en mis manos números de la época del asunto de Fachoda
[5]
. Mientras leía, las cuatro explosiones de siempre rodeaban con su estruendo nuestra casa a intervalos regulares. Sobre las siete de la tarde había doblado la última página. Entonces me dirigí al vestíbulo situado delante de la entrada del sótano; allí estaban mis hombres preparando la cena en un pequeño hornillo.

Acababa de llegar junto a ellos cuando se oyó delante de la puerta de la casa un estampido seco; en el mismo momento noté un violento golpe contra mi pierna izquierda. Gritando el ancestral grito de los guerreros: «¡Me han dado!», bajé dando saltos, con mi pipa en la boca, las escaleras del sótano.

Rápidamente se encendió una luz y se examinó el caso. Primero pedí, como hacía siempre en tales ocasiones, que me dijesen lo que tenía, en tanto yo miraba al techo, pues a uno no le gusta ver esas cosas con sus propios ojos. En mi polaina de vendas se abría un agujero de bordes dentados, del que caía al suelo un hilillo de sangre; en el lado opuesto se alzaba la redonda hinchazón de un balín de
shrapnel
, que había quedado debajo de la piel.

El diagnóstico era sencillo, por tanto un típico «balazo de permiso en casa»: ni demasiado leve ni demasiado grave. En todo caso, aquella era la última ocasión de dejarse «hacer un arañazo», si no se quería perder el tren para Alemania. Había en el balín que me hirió algo parecido a un rebuscamiento. Aquel
shrapnel
había estallado en el suelo, al otro lado de la tapia que rodeaba nuestro patio; una granada anterior había abierto en aquella tapia un agujero redondo, semejante a una ventana; delante de aquel agujero se encontraba una planta de adelfas. Por tanto, mi balín había atravesado volando, primero el agujero abierto por la granada, después las hojas de la adelfa, más tarde había cruzado el patio y la puerta de la casa, y en el pasillo había ido a buscar precisamente mi pierna, entre las muchas otras piernas que allí estaban juntas.

Mis camaradas me colocaron primero un vendaje provisional y luego me llevaron, cruzando la bombardeada calle, a las catacumbas; allí me tendieron enseguida sobre la mesa de operaciones. Mientras el alférez Wetje, que se apresuró a venir, me sostenía la cabeza, nuestro coronel médico me extrajo con un bisturí y unas tijeras el balín del
shrapnel
; me felicitó, pues el plomo había pasado rozando la tibia y el peroné, pero no había causado la menor lesión en ninguno de los huesos.


Habent sua fata libelli et balli
—dijo aquel hombre, que en sus años de universidad había sido miembro de una corporación estudiantil, mientras me confiaba a un enfermero para que me vendase.

Hasta que se hizo de noche permanecí tendido sobre una camilla en un nicho de las catacumbas. Durante ese tiempo tuve la alegría de ver que muchos de mis hombres venían a despedirse de mí. Malos días los aguardaban. También mi estimado coronel von Oppen acudió a hacerme una breve visita.

Al atardecer fui llevado con otros heridos hasta la salida del pueblo y allí me cargaron en un carro-ambulancia. El conductor partió a toda velocidad, sin prestar la menor atención a los gritos de los ocupantes. El carro fue dando tumbos sobre embudos y otros obstáculos por la carretera; cerca de la Granja de Frémicourt la carretera estaba batida, como siempre, por un intenso fuego. Por fin nos entregó a un auto, que nos depositó en la iglesia de aldea de Fins. El cambio de vehículos se realizó en plena noche, junto a un solitario grupo de casas; un médico examinaba allí los vendajes y decidía adónde habían de llevarnos. Me hallaba en un estado semifebril y tuve la impresión de que aquel médico era un hombre joven, que tenía enteramente blancos los cabellos y que se ocupaba de los heridos con una delicadeza increíble.

La iglesia de Fins estaba abarrotada por centenares de heridos. Una enfermera me contó que en las últimas semanas habían atendido y vendado allí a más de treinta mil hombres. Ante semejantes cifras, yo, con mi modesto balazo en la pierna, me consideré muy poco importante.

Desde Fins, junto con otros cuatro oficiales, me llevaron primero a un pequeño hospital y luego me instalaron en un edificio civil en San Quintín. Mientras nos descargaban, todos los cristales de las ventanas de aquella ciudad temblaban; era exactamente la hora en que los ingleses, recurriendo a un esfuerzo supremo de toda su artillería, conquistaban Guillemont.

Cuando bajaban del vehículo la camilla situada junto a la mía oí una de aquellas voces apagadas que jamás se olvidan.

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