Tempestades de acero (15 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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—Wohlgemut, ¡una granada de mano ahí en medio!

—Mi alférez, creo que es mejor dejarlos trabajar un poco todavía.

—Es una orden, sargento.

Ni siquiera en aquella soledad dejó de producir su poderoso efecto la fórmula. Con el sentimiento fatídico de un hombre que se ha embarcado en una aventura incierta oí junto a mí el seco chasquido de la mecha rápida al ser arrancada y vi cómo Wohlgemut, para descubrirse lo menos posible, hacía rodar a ras del suelo la granada de mano. Quedó detenida en la maleza, casi en medio de los ingleses, que parecían no haber notado nada. Pasaron unos momentos de extrema tensión.

—¡Crrrac!

Un relámpago iluminó unas figuras humanas que se tambaleaban. Gritamos:


You are prisoners!

Como tigres nos lanzamos dentro de la nube blanca que se había formado. En fragmentos de segundos se desarrolló allí un espectáculo feroz. Yo apretaba mi pistola contra un rostro que en la oscuridad brillaba ante mí como una máscara pálida. Con un grito que parecía un berrido, una sombra apretaba su espalda contra la alambrada de espino. Fue un grito horrible, algo así como
uéh
—un grito que acaso el ser humano profiere únicamente cuando le sale al paso un fantasma—. A mi izquierda Wohlgemut vaciaba su pistola, mientras Bartels, en su nerviosismo, lanzaba a ciegas una granada de mano en medio de nosotros.

Cuando por vez primera apreté el gatillo, el cargador había saltado fuera de la culata de mi pistola. Yo estaba allí gritando delante de un inglés que, aterrorizado, apretaba su espalda contra la alambrada de espino, y en vano le daba una y otra vez al gatillo. No se oía ningún disparo —parecía uno de esos sueños en que uno se queda paralizado—. En la trinchera situada delante de nosotros comenzaron a notarse ruidos. Resonaron llamadas, una ametralladora empezó a disparar con estrépito. Retrocedimos a saltos. Todavía me detuve una vez, en un embudo, y apunté mi pistola contra una sombra que me venía pisando los talones. Esta vez el fallo fue una suerte, pues era Birkner; yo creía que hacía ya mucho tiempo que había retornado a nuestra trinchera.

Empezó entonces una ruidosa cartera hacia nuestra trinchera. Cuando llegamos delante de nuestra alambrada silbaban ya los proyectiles de tal modo que me vi obligado a meterme de un salto en un embudo abierto por una mina; estaba lleno de agua y sobre él había alambres tendidos. Balanceándome encima del agua sobre un oscilante alambre de espino oía cómo pasaban rugiendo por encima de mí las balas, como si fueran un gigantesco enjambre de abejas, mientras trozos de alambre y pedazos de metralla barrían la parte alta del embudo. Media hora después, una vez calmado el fuego, conseguí atravesar nuestra alambrada y de un salto me metí en nuestra trinchera. Allí me recibió con mucha alegría la tropa. Wohlgemut y Bartels estaban ya allí; media hora después volvió Birkner también. Todo el mundo se alegró mucho de que las cosas hubieran acabado bien y lo único que yo lamentaba era que también esta vez se nos hubiera escurrido el prisionero que tanto anhelábamos capturar. Las experiencias vividas habían afectado a mis nervios, pero esto no lo noté hasta que estuve tendido en un camastro dentro del abrigo. Daba diente con diente y, a pesar de hallarme extenuado, no lograba conciliar el sueño. Tenía, por el contrario, la sensación de hallarme en un estado de máxima vigilia, muy tensa, como si en algún lugar de mi cuerpo sonase sin cesar un pequeño timbre eléctrico. A la mañana siguiente casi no podía caminar, pues por encima de una de mis rodillas, que ya exhibía unas cuantas cicatrices históricas, se extendía un largo desgarrón producido por la alambrada, y en la otra rodilla tenía incrustado un pequeño casco de metralla procedente de la granada de mano lanzada por Bartels.

Estas breves incursiones, en las que era preciso saber dominarse bien, constituían un buen medio para templar el valor y para romper la monotonía de la existencia en la trinchera. Lo que sobre todo no debe hacer el soldado es aburrirse.

El 11 de agosto vimos corretear por delante de la aldea de Berles-au-Bois un caballo negro de silla. Un hombre de la segunda reserva lo derribó de tres tiros. Supongo que, al ver aquello, no pondría una cara de mucha satisfacción el oficial inglés al que sin duda se le había escapado aquel caballo. Durante la noche le entró en un ojo al fusilero Schulz la vaina de una bala de infantería. También en Monchy aumentaron nuestras bajas, pues los muros, arrasados por el fuego de la artillería, procuraban una defensa cada vez menor contra las salvas que las ametralladoras lanzaban a ciegas. Comenzamos a cavar zanjas dentro de la aldea y alzamos nuevos muros en los sitios más peligrosos. En los abandonados jardines habían madurado las bayas; su sabor era tanto más dulce por cuanto uno podía regalarse con ellas únicamente mientras zumbaban a su alrededor las balas perdidas.

El 12 de agosto fue el día tanto tiempo anhelado en que por segunda vez durante la guerra pude irme a casa de permiso. Pero apenas había comenzado a disfrutar del calor hogareño, llegó un telegrama: «Retorno inmediato. Preguntar más detalles en la comandancia de la plaza de Cambrai». Tres horas después me hallaba sentado en el tren. Mientras marchaba hacia la estación me crucé con tres muchachas que estaban dando un paseo; iban vestidas con ropas de color claro y llevaban bajo el brazo sus raquetas de tenis —un radiante saludo con que la Vida me despedía y del que seguí acordándome largo tiempo en el frente.

El día 21 me hallaba de nuevo en aquella región que tan bien conocía. Sus carreteras estaban abarrotadas de tropas a causa de la partida de la 111.ª. División y de la llegada de otra nueva. El Primer Batallón estaba acantonado en la aldea de Ecoust-Saint-Mein, cuyas ruinas habíamos de reconquistar al asalto dos años más tarde.

Paulicke, cuyos días estaban ya contados, me dio la bienvenida y me informó de que la gente joven de mi sección había preguntado ya una docena de veces cuándo volvería. Esta noticia me emocionó vivamente y me reconfortó; por ella me di cuenta de que, en las ardientes jornadas que nos aguardaban, los hombres no me seguirían sólo por la obediencia debida a mi grado. Poseía también un crédito personal.

A otros ocho oficiales y a mí nos asignaron aquella noche como alojamiento la troje de un edificio abandonado. Estuvimos despiertos hasta muy tarde y, a falta de algo más fuerte, bebíamos el café que dos francesas nos preparaban en la casa de al lado. Sabíamos que esta vez se iba a una batalla como nunca antes la había visto el mundo. Nuestra acometividad no era menor que la de las tropas que dos años antes habían cruzado la frontera; pero nosotros éramos más peligrosos que ellas, pues teníamos una experiencia mayor de la lucha. Con todo, nos encontrábamos de un humor excelente y nos eran desconocidas expresiones como «escurrir el bulto». Quien viese a los hombres que participaban de aquella alegre mesa tenía que decir que las posiciones confiadas a ellos no se perderían hasta que no hubiese caído muerto el último de sus defensores.

Y eso fue lo que en efecto ocurrió.

Guillemont

El 23 de agosto de 1916 nos cargaron en camiones y nos llevaron hasta Le Mesnil. Aunque sabíamos ya que íbamos a entrar en combate en la aldea de Guillemont, foco legendario de la Batalla del Somme, nuestra moral era excelente. De un auto a otro volaban las bromas en medio de risotadas generales.

Durante una de las paradas el conductor de un camión, al accionar la manivela para poner en marcha el motor, se machacó uno de sus pulgares, que quedó partido en dos pedazos. A mí, que siempre he sido muy sensible a estas cosas, estuvo a punto de ponerme enfermo la visión de aquella herida. Menciono este curioso detalle porque en los días siguientes fui capaz de soportar el espectáculo de graves mutilaciones. Es un ejemplo de que, en la vida, el sentido de la totalidad es lo que determina las impresiones particulares.

Una vez que se hizo de noche, desde Le Mesnil marchamos a pie hasta Sailly-Saillisel. Allí el batallón depositó las mochilas en un gran prado y preparó el equipo de asalto.

Delante de nosotros rodaba y tronaba un fuego de artillería de una intensidad insospechada; millares de relámpagos que cruzaban el aire envolvían en un mar de fuego el horizonte hacia el oeste. Continuamente regresaban, arrastrándose, los heridos; tenían pálido y demacrado el rostro. Las piezas de artillería o las columnas de municiones que a su lado pasaban en medio de un gran estruendo los empujaban a menudo contra la cuneta de la carretera.

Se me presentó un enlace perteneciente a un regimiento wurttemburgués; iba a guiar a mi sección hasta el famoso pueblo de Combles, donde nos quedaríamos provisionalmente como reserva. El fue el primer soldado alemán que yo vi con casco de acero y enseguida se me apareció como el habitante de un mundo extraño, dotado de mayor dureza. Sentado a su lado en la cuneta de la carretera, le interrogué ansiosamente por lo que ocurría en la posición. Lo que escuché fue un relato monótono; hablaba de hombres que durante días enteros permanecían encogidos en los embudos abiertos por las granadas, sin contacto con nadie y sin ramales de aproximación, así como de ataques incesantes, campos llenos de cadáveres, sed que enloquecía a la gente, heridos que languidecían y cosas similares. Su rostro inmóvil, enmarcado en los bordes de acero del casco, su voz monótona, acompañada por el ruido del frente, producían en nosotros la misma impresión que si perteneciesen a un fantasma. Pocos días habían bastado para imprimir en aquel mensajero que iba a conducirnos al reino de las llamas un sello que parecía hacerlo diferente de nosotros, de un modo que no es posible decir.

—Quien cae, en el suelo se queda. Nadie puede prestarle ayuda. Nadie sabe si volverá vivo de allí. Todos los días ataca el enemigo, pero no consigue abrirse paso. Todos saben que es cuestión de vida o muerte.

Una gran indiferencia era lo único que subsistía en aquella voz; el fuego la había templado. Con hombres como aquél se podía marchar al combate.

Por una ancha carretera que, a la luz de la luna, se extendía sobre el oscuro terreno como una cinta blanquecina, echamos a andar hacia el tronar de los cañones; su devorador rugido aumentaba a cada paso. ¡Dejad toda esperanza! Lo que otorgaba un aspecto especialmente sombrío a aquel paisaje era la circunstancia de que las carreteras que lo atravesaban quedasen al descubierto, a la luz de la luna, como venas de color blanco, y el que en ellas no fuera visible ningún ser viviente. Era como si caminásemos por los senderos, vagamente alumbrados, de un cementerio a media noche.

Pronto empezaron a caer las primeras granadas a derecha y a izquierda del camino que seguíamos. Las conversaciones bajaron de tono y acabaron enmudeciendo por completo. Todos escuchaban atentamente el prolongado aullido que emitían los proyectiles al acercarse; escuchaban con aquella extraña tensión que otorga al oído una agudeza extrema. La travesía de la Granja de Frégicourt, pequeño grupo de casas situado delante del cementerio de Combles, puso especialmente a prueba nuestro ánimo. Allí era donde tenía su cierre más estrecho el cerco tendido por el enemigo en torno a Combles; por allí tenía que pasar todo el que quisiera entrar en aquella población o salir de ella; y por eso se había concentrado en aquella arteria vital un fuego intensísimo e ininterrumpido, parecido a los rayos de un espejo ustorio. El guía nos había ya preparado para aquella angostura tristemente famosa. La atravesamos a la carrera, mientras a nuestro alrededor se derrumbaban con estrépito las ruinas.

Por encima de ellas flotaba un espeso olor a cadáveres; tan violento era el fuego que nadie se preocupaba de los caídos. Era cuestión de vida o muerte el lanzarse a correr; y cuando noté, mientras corría, aquel tufo, apenas me sorprendió —formaba parte del lugar—. Por lo demás, aquel hálito pesado y dulzón no resultaba tan sólo repugnante; mezclado como estaba con los acres humos de los explosivos, generaba también una excitación casi visionaria, que sólo la máxima cercanía de la Muerte es capaz de producir.

Fue allí donde hice la observación —y propiamente, durante toda la guerra, fue sólo en aquella batalla donde la hice— de que existe una clase de espanto que al ser humano le resulta extraña, como si fuera una región no explorada. Y así, en aquellos instantes no noté miedo, sino una ligereza grande, casi demoníaca; también unos sorprendentes ataques de risa, que no conseguía dominar.

Hasta el punto en que pudimos observarlo en la oscuridad, Combles no era ya más que la osamenta de un conjunto de casas. Ingentes cantidades de maderos entre las ruinas, así como utensilios domésticos diseminados en el camino, revelaban que la destrucción era de fecha muy reciente. Tras escalar numerosos montones de escombros, operación que fue apresurada por una salva de
shrapnels
, llegamos al lugar en que íbamos a alojarnos. Para mí y para tres de mis pelotones escogí como aposento una casa grande, agujereada como un cedazo, mientras mis otros dos pelotones se instalaban en el sótano de unas ruinas que quedaban enfrente.

A las cuatro vinieron a despertarnos y nos sacaron de nuestras yacijas, construidas con trozos de diferentes camas cogidos acá y allá; nos entregaron cascos de acero. Mientras esto ocurría encontramos en una cavidad del sótano de aquella casa un saco lleno de granos de café —este descubrimiento trajo consigo una afanosa actividad de preparación de café.

Después del desayuno salí a dar una vuelta por el pueblo. En pocos días la acción de la artillería pesada había transformado una pacífica aldea destinada al descanso de la tropa en un cuadro de espanto. Había edificios completamente aplastados por un solo proyectil que había acertado de lleno en ellos; otros habían sido seccionados por la mitad de manera que las habitaciones y sus muebles se cernían sobre aquel caos como las bambalinas de un teatro. De muchas ruinas salía un olor a cadáver, pues el primer ataque artillero, sobrevenido de repente, había cogido completamente por sorpresa también a sus moradores y sepultado a muchos de ellos bajo los escombros, antes de que pudieran escapar corriendo de sus casas. Ante el umbral de uno de los edificios, yacía una niña, extendida en un charco rojo.

Un lugar que había sido intensamente bombardeado era la plaza situada delante de la derruida iglesia, frente a la entrada de las catacumbas. Estas eran unos subterráneos antiquísimos en los que, con explosivos, se habían abierto algunas cavidades; en ellas se apretujaban casi todas las planas mayores de las tropas combatientes. Se contaba que, al comenzar los bombardeos, los vecinos del pueblo habían dejado expedita a golpes de pico la entrada de aquellas catacumbas, que estaba tapiada; durante todo el tiempo de ocupación la habían ocultado a los alemanes.

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