Una de las imágenes curiosas de aquella ciudad de soldados la constituían dos pequeños franceses; eran huérfanos y se habían agregado a la tropa. Aquellos muchachos, uno de los cuales podría tener unos ocho años y el otro doce, iban vestidos del mismo color «gris de campaña» que nuestros soldados y hablaban alemán con toda fluidez. Siempre que se referían a sus compatriotas, los calificaban de
Schangels
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, palabra que habían oído a nuestros soldados. Su mayor deseo era que se les permitiese formar con «su» compañía. Podían hacer impecablemente la instrucción, saludaban a los superiores, en las revistas se colocaban en el lado izquierdo y, cuando querían acompañar a los encargados de la cantina a hacer compras a Cambrai pedían permiso para hacerlo. En una ocasión el Segundo Batallón marchó a Quéant a realizar un cursillo de perfeccionamiento de algunas semanas; el coronel von Oppen había dado orden de que uno de aquellos muchachos, el llamado Louis, se quedase en Douchy. Nadie lo vio durante la marcha a Quéant, pero, cuando el batallón llegó al citado pueblo, saltó todo contento de un furgón dentro del cual se había escondido. Según oí decir, el de mayor edad fue enviado más tarde a Alemania a una escuela de suboficiales.
A una hora escasa de camino de Douchy estaba Monchy-au-Bois, la aldea en que se hallaban acantonadas las dos compañías de reserva de nuestro regimiento. En el otoño de 1914 esta población había sido objeto de combates enconados; al final había quedado en manos alemanas. La lucha se había ido luego paralizando poco a poco en el angosto semicírculo tendido alrededor de las ruinas de este lugar, muy rico en otro tiempo.
Ahora las casas estaban quemadas o se habían derrumbado, las granadas habían arado profundamente los jardines cubiertos de malezas y los árboles frutales estaban rotos. Zanjas, alambradas, barricadas y puntos de apoyo construidos con hormigón habían transformado aquella maraña de piedras en un dispositivo defensivo. Desde un fortín de hormigón denominado «Fuerte Torgau», que estaba situado en el centro del pueblo, era posible batir las calles con fuego de ametralladora. Había otro punto de apoyo, el Fuerte Altenburg; era una obra de campaña, a la derecha de la aldea, y en ella se alojaba una sección de la compañía de reserva. También era importante para la defensa una mina de la cual se había extraído en tiempos de paz la piedra caliza para construir las casas y que nosotros habíamos descubierto por puro azar. A un cocinero de nuestra compañía se le cayó un cubo a un pozo; bajó a por él y allí dentro descubrió un agujero que se abría en forma de cueva. Se exploró el lugar, se abrió una segunda entrada, y a partir de entonces aquel sitio ofreció un refugio a prueba de bombas a un gran número de combatientes.
En una solitaria altura junto al camino que llevaba a Ransart había unas ruinas, un antiguo merendero, llamado «Bellevue» en razón de las amplias perspectivas que se tenían sobre el frente, yo sentía predilección por aquel lugar, no obstante lo peligroso de su situación. Desde allí la vista se extendía a lo lejos por aquel país sin vida cuyas muertas aldeas se hallaban enlazadas por carreteras sobre las que ningún vehículo pasaba y en las que no era visible ningún ser vivo. Al fondo se dibujaba confusamente la silueta de Arras, la ciudad abandonada, y más lejos, hacia la derecha, brillaban los embudos gredosos abiertos por las grandes explosiones de minas en Saint-Eloi. Yermos estaban también los campos, que habían sido invadidos por los hierbajos; sobre ellos se deslizaban con lentitud las sombras de las grandes nubes, y en ellos la tupida red de las trincheras extendía sus mallas amarillas y blancas, que desembocaban en los caminos de aproximación, parecidos a largos cordones. Sólo acá y allá se alzaba en remolino el humo de una granada, como si la mano de un fantasma lo empujase hacia arriba, y luego se dispersaba en el viento; o la bola de un
shrapnel
se quedaba quieta encima de aquella tierra desolada, como un gran copo blanco que lentamente se fundía. El semblante del paisaje era sombrío y fabuloso; la lucha había borrado la faceta amable de aquella región y grabado muy hondo en ella sus férreas marcas, que producían un escalofrío al contemplador solitario.
La impresión de tristeza causada por la destrucción reforzaba aún más aquel abandono y aquel silencio profundo que únicamente el sordo retumbar de los cañones rompía de vez en cuando. Mochilas desgarradas, fusiles destrozados, fragmentos de uniformes, en medio de todo aquello un juguete infantil que formaba un contraste cruel, espoletas de granadas, embudos profundos abiertos por la explosión de los proyectiles, botellas, instrumentos de recolección de cosechas, libros despedazados, utensilios domésticos machacados, agujeros cuya oscuridad cargada de misterio indicaba un sótano en el que tal vez bandadas de atareadas ratas se dedicaban a roer los cadáveres de los infelices habitantes de la casa, un melocotonero que había sido despojado del muro en que se apoyaba y que extendía sus brazos demandando auxilio, en los establos los esqueletos de los animales domésticos atados aún a sus cadenas, en los devastados jardines tumbas, y entre ellas, florecientes, profundamente ocultos entre los hierbajos, ajenjos, cebollas, ruibarbos y narcisos, en los vecinos campos graneros sobre cuyos techos proliferaban ya los cereales: todo ello atravesado por un ramal de aproximación medio derruido y envuelto en el olor del incendio y de la podredumbre. Pensamientos tristes asaltan al guerrero en tales lugares cuando recuerda a quienes poco tiempo antes los habitaban en paz.
Como ya ha quedado dicho, la posición de combate formaba alrededor de la aldea un estrecho semicírculo que quedaba unido a ésta por un ramal de aproximación; a su vez, la posición misma estaba dividida en dos zonas, que eran Monchy-Sur y Monchy-Oeste. Estas se articulaban, por fin, en los seis sectores encomendados a nuestra compañía, los cuales iban de la A a la F. El trazado en forma de arco de la posición ofrecía a los ingleses una buena posibilidad de tomarla por el flanco; mediante un hábil aprovechamiento de esa posibilidad nos causaron muchas bajas. Para ello se servían de una boca de fuego que estaba escondida inmediatamente detrás de su primera línea y que disparaba
shrapnels
de pequeño calibre. El disparo y la llegada del proyectil resultaban simultáneos para el oído; a lo largo de la trinchera se deslizaba brillante, cual si llegara de un cielo sereno, un enjambre de balines de plomo que con bastante frecuencia se cobraba un centinela.
Con la finalidad de dejar claro el significado de algunas expresiones que se repetirán una y otra vez, lo primero que vamos a hacer ahora es darnos un paseo por las trincheras, tal como habían llegado a ser en esta época.
Para acceder a la primera línea, llamada sin más «la trinchera», penetramos en uno de los numerosos caminos o ramales de aproximación, cuya misión consiste en posibilitar una marcha a cubierto de los disparos hasta la posición de lucha. Estas zanjas, que con frecuencia son muy largas, conducen, pues, hacia el enemigo, pero su trazado es zigzagueante o ligeramente ondulado, para evitar que se las pueda batir a lo largo. Tras una marcha de un cuarto de hora atravesamos la segunda línea; corre paralela a la primera y está destinada a que en ella se siga resistiendo en el caso de que el enemigo haya tomado la «trinchera de lucha» o «primera línea».
La trinchera de lucha se distingue ya a simple vista de las instalaciones poco sólidas que surgieron al comienzo de la guerra. Hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser una simple zanja; por el contrario, su profundidad es de dos o tres veces la altura de un hombre. Los defensores se mueven, pues, como por el piso de una mina. Si quieren observar el terreno que se extiende delante, o hacer fuego, suben al llamado «peldaño del centinela»; a él se accede por escalones cavados en la tierra o por anchas escaleras de madera. El peldaño del centinela es una banqueta larga; se halla cavada en la tierra de tal manera que quien está de pie sobre ella sobresale con la cabeza del nivel del terreno. Cada tirador o fusilero está de pie en el llamado «apostadero» o «puesto del centinela», que es una especie de cavidad o nicho más o menos sólido; sacos terreros o una plancha de acero le ponen a cubierto la cabeza. La verdadera observación del enemigo se realiza a través de unas aspilleras diminutas por las que se saca el cañón del fusil. Las grandes cantidades de tierra extraídas de la trinchera están amontonadas en la parte de atrás; forman allí un montículo que al mismo tiempo pone a cubierto las espaldas. Detrás de esos montículos de tierra están instalados nidos de ametralladoras. En cambio, en la zona de delante de la trinchera la tierra está siempre aplanada con todo cuidado, para que quede libre el campo de tiro.
Delante de la trinchera se extiende la alambrada, casi siempre en varias hileras; es un confuso tejido de alambres de pinchos y tiene como misión detener al adversario, para así poder batirlo tranquilamente desde los apostaderos.
Ese obstáculo de alambre está cubierto de altos hierbajos silvestres, pues en los desolados campos comienza ya a prender una clase nueva y distinta de plantas. Las flores silvestres que antes crecían aisladas entre los cereales han conseguido ahora el predominio; acá y allá prolifera incluso el matorral bajo. También están cubiertos de plantas los caminos, pero éstos se destacan con mayor nitidez que antes, pues sobre ellos se extienden las redondas hojas del llantén. Las aves se sienten muy a gusto en esta vegetación salvaje; así, por ejemplo, las perdices, cuyo extraño reclamo se percibe a menudo durante la noche; o las alondras, cuyo polifónico canto resuena por encima de las trincheras con las primeras luces del día.
El trazado de la trinchera de lucha tiene forma de meandro, para hacer imposible que se la enfile de flanco; es decir, la trinchera ondula hacia atrás a intervalos regulares. Estos tramos que retroceden se llaman «traveses» y están destinados a retener los disparos procedentes de los flancos. El luchador se encuentra, pues, a cubierto por todas partes; a la espalda, por el montículo de detrás; a los lados, por los traveses; y al frente, por el talud delantero de la trinchera, que le sirve de parapeto.
Al descanso están destinados los denominados «abrigos». Estos no son ya ahora unos simples agujeros hechos en la tierra, sino que han evolucionado hasta convertirse en auténticas habitaciones cerradas; tienen un techo de vigas y sus paredes están revestidas de tablones. Los abrigos tienen aproximadamente la altura de un hombre y están de tal manera excavados en la tierra que su suelo se halla a la misma altura que el piso de la trinchera. Encima de su techo de vigas hay todavía, por tanto, una capa de tierra capaz de resistir los impactos de proyectiles ligeros. Cuando éstos son de grueso calibre, el abrigo equivale a una ratonera; por eso la gente prefiere buscar en tales momentos las profundidades de las «galerías».
Estas se hallan reforzadas con robustos marcos de madera. El primero de ellos está instalado, a la altura del suelo, en el talud delantero de la trinchera y forma lo que se llama la «boca» o «entrada» de la galería; cada uno de los marcos de madera siguientes está colocado dos palmos más abajo que el anterior, de manera que pronto queda uno a cubierto. Surge así la escalera de la galería; cuando uno ha llegado al trigésimo escalón tiene encima de si, por tanto, nueve metros de tierra, y doce sí se cuenta también la profundidad de la trinchera. Unos marcos un poco mayores se instalan formando ángulo recto con la escalera, o bien en su prolongación; así se construyen las habitaciones. Mediante ramales transversales surgen pasillos subterráneos; los ramales que avanzan en dirección al enemigo se utilizan como galerías de escucha o para instalar minas explosivas.
El conjunto hemos de imaginarlo como una poderosa fortaleza de tierra que se encuentra aparentemente sin vida en el terreno, pero en cuyo interior se ejecuta un bien reglamentado servicio de vigilancia y trabajo y en la que cada hombre se encuentra en su puesto a los pocos segundos de sonar la alarma. Asimismo es conveniente no hacerse una idea demasiado romántica del estado de espíritu que allí reina; lo que predomina es, más bien, una cierta somnolencia y una cierta pesadez, tal como suele generarlas el contacto estrecho con la tierra.
Yo fui asignado a la Sexta Compañía. A las pocas fechas de mí llegada marché a la trinchera al mando de un pelotón; nada más llegar, unas cuantas minas lanzadas por los ingleses nos dieron la bienvenida. Estas minas eran unos proyectiles hechos de hierro quebradizo; iban provistas de un mango y estaban llenas de material explosivo. Para hacerse una idea de su forma, lo mejor es imaginarse una pesa de gimnasia de cien libras a la que se le hubiera cortado una de las bolas. El ruido producido por su disparo era un ruido sordo, poco nítido, y con frecuencia quedaba enmascarado por el fuego de las ametralladoras. Ver de repente muy cerca de nosotros unas llamas que iluminaban la trinchera y sentir una insidiosa presión del aire, que nos sacudía, me produjo, por ello, la misma impresión que me habría producido un fantasma. Los hombres de la tropa me metieron enseguida en el abrigo destinado a nuestro pelotón, abrigo junto al cual acabábamos de llegar. Allí dentro percibimos todavía cinco o seis veces el pesado morterazo de los impactos. Propiamente la mina no estalla, sino que «se desparrama»; esta discreta forma de causar destrucción produce en los nervios un efecto más desagradable que una explosión. Cuando a la mañana siguiente recorrí por vez primera a la luz del día la trinchera, por todas partes vi colgadas delante de los abrigos aquellas grandes bolas con mango, ya sin carga, como sí fueran gongs de alarma.
El Sector C, en el que se hallaba nuestra compañía, era el más avanzado de todo el regimiento. Su comandante, el alférez Brecht, que a comienzos de la guerra se había apresurado a volver de Norteamérica, era el hombre apropiado para defender un sitio como aquél. Brecht era un hombre que amaba el peligro y cayó combatiendo.
La vida dentro de la trinchera estaba regulada de un modo estricto. Voy a trazar aquí un esbozo de cómo transcurría una jornada, una de aquellas jornadas que durante dieciocho meses se fueron sucediendo iguales una tras otra, excepto en aquellos casos en que la habitual actividad de fuego crecía hasta adquirir un carácter de sumo peligro, hasta convertirse expresamente en lo que nosotros denominábamos «aire espeso».
La jornada en la trinchera se inicia en el momento en que comienza a oscurecer. A las siete de la tarde un hombre de mí pelotón me despierta de la siesta, que he dormido en previsión de las guardias nocturnas. Me abrocho el cinturón, coloco en el correaje la pistola de señales y unas cuantas granadas de mano y abandono mi abrigo, que es más o menos confortable, según los casos. Al hacer la primera ronda por el sector encomendado a mi sección, un sector que conozco muy bien, me aseguro de que todos los centinelas estén en los lugares exactos que les corresponden. En voz baja se pasa el santo y seña. Entretanto se ha hecho ya de noche y los primeros proyectiles luminosos ascienden plateados hacia el cielo, mientras los fatigados ojos están fijos en el terreno que tienen delante. Una rata, que se desliza rápidamente por entre las latas de conserva arrojadas por encima del parapeto, mete ruido. Se le agrega una segunda, que llega siseando, y pronto aquel lugar pulula de sombras que se mueven veloces y que afluyen de los sótanos ruinosos de la aldea o de galerías destruidas por los proyectiles. La caza de ratas ofrece una apreciada distracción en la monotonía del servicio de guardia. Se coloca como cebo un trozo de pan y se apunta hacia él el fusil, o bien se esparce en sus madrigueras pólvora explosiva, recogida de los proyectiles que no han estallado, y luego se le prende fuego. Las ratas salen disparadas; llevan chamuscada la piel y van dando chillidos. Estos animales son unos bichos nauseabundos; nunca puedo dejar de pensar en la oculta actividad de profanación de cadáveres que ejecutan en los sótanos de la aldea. Una cálida noche iba caminando por entre las ruinas de Monchy cuando las ratas empezaron a salir de sus madrigueras en cantidades tan increíbles que el suelo parecía una alfombra viviente en la que acá y allá la blanca piel de una rata albina hacía las veces de dibujo. También algunos gatos han acudido a las trincheras desde las aldeas derruidas; les gusta la proximidad de los seres humanos. Un gran gato blanco que tiene rota una de las patas delanteras vaga a menudo como un fantasma en la llamada «tierra de nadie»; parece mantener relaciones con ambos bandos.