Taiko (61 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—No seas grosero —le reprendió Oyu, y presentó disculpas a Hideyoshi, pidiéndole de una manera indirecta que no visitara a su hermano—. No es que haya enfermado por hablar con vos, pero parece haberse resfriado un poco. Hoy guarda cama, así que le diré que queríais verle, pero hoy no, por favor.

—Supongo que sería una molestia. Abandonaré la idea y me iré, pero...

Sacó un pincel y un estuche de tinta del interior de su kimono y escribió un poema en un trozo de papel.

En una vida de indolencia no existe el ocio. Eso debería dejarse a las aves y las bestias. Uno puede recluirse incluso entre una multitud. Hay tranquilidad en las calles de una ciudad. Las nubes de la montaña están libres de ataduras mundanas. Vienen y van a su antojo. ¿Cómo puede uno limitar el lugar donde enterrar los propios huesos a las verdes montañas?

Sabía muy bien que el poema era malo, pero expresaba sus sentimientos. Añadió una cosa más:

¿Cuál es el destino de las nubes que abandonan las cumbres? ¿Hacia el oeste? ¿Hacia el este?

—Estoy seguro de que se reirá de mí y me llamará insolente y desvergonzado, pero ésta es la última vez que le molesto. Esperaré aquí su respuesta, y si veo que me será imposible completar la orden de mi señor, cometeré el seppuku aquí mismo, al lado de este pantano. Así pues, por favor, ve e intercede por mí una vez más.

Se mostraba incluso más serio que el día anterior, y no había la menor falsedad en el uso de la palabra seppuku, que había pronunciado de una manera casi inconsciente, impulsado por su propio ardor.

Oyu no sólo no le desdeñaba, sino que sentía una profunda simpatía por él, y acudió al lado del lecho donde yacía su hermano para entregarle la misiva. Hanbei leyó la carta una sola vez y no dijo absolutamente nada. Mantuvo los ojos cerrados durante casi media jornada. Oscureció y el día se diluyó en una noche iluminada por la luna.

—Vete a buscar la vaca, Kokuma —dijo Hanbei de repente.

Como era evidente que se disponía a salir, Oyu se alarmó y abrigó a su hermano con prendas de algodón acolchadas y un grueso kimono. Entonces Hanbei partió a lomos de la vaca. Guiado por Kokuma, descendió la vertiente de la montaña hacia el pantano. A lo lejos, sobre un montículo herboso, distinguió la figura de alguien que no había comido ni bebido, sentado con las piernas cruzadas como un sacerdote Zen bajo la luna. Si un cazador le hubiera descubierto desde cierta distancia, habría pensado que Hideyoshi era un blanco perfecto. Hanbei desmontó de la vaca y se encaminó hacia él. Entonces se arrodilló ante Hideyoshi e hizo una reverencia.

—Señor visitante, hoy he sido descortés. No estoy seguro de qué clase de promesa esperáis de alguien que es tan sólo un hombre consumido que vive en las montañas, pero vuestra conducta ha superado mis merecimientos. Se dice que un samurai morirá por alguien que realmente le conoce. No quiero que muráis en vano, y grabaré esto en mi corazón. Y, no obstante, en otro tiempo serví al clan Saito. Ahora no digo que serviré a Nobunaga. Voy a serviros a vos y dedicaré este cuerpo enfermo a vuestra causa. He venido aquí tan sólo para deciros esto. Por favor, perdonad mi grosería de los últimos días.

***

Transcurrió largo tiempo sin que hubiera lucha. Tanto Owari como Mino reforzaron sus defensas y permanecieron inactivos durante las nevadas y los gélidos vientos invernales. La tregua no oficial hizo que aumentara el número de viajeros y recuas de caballos de carga entre las dos provincias. Pasó el Año Nuevo y por fin los capullos de los ciruelos se colorearon. Los lugareños de Inabayama creían que el mundo seguiría tranquilo durante otros cien años.

El sol primaveral alcanzó los blancos muros del castillo de Inabayama y los envolvió en una atmósfera de indolencia y hastío. En días como aquél, cuando los lugareños miraban el castillo se preguntaban por qué habían construido una fortaleza en la cima de una montaña. Eran sensibles a los estados de ánimo del castillo. Cuando aquel elemento central de sus vidas estaba bajo tensión, lo percibían de inmediato; cuando estaba lleno de lasitud, también ellos se volvían apáticos. Por muchos avisos oficiales que se fijaran día y noche, nadie los tomaba nunca en serio.

Mediaba el día. Las grullas blancas y las aves acuáticas parloteaban en el estanque. Las hojas de melocotonero caían como una lluvia. Aunque la huerta estaba cercada dentro de los muros del castillo, pocos eran los días sin viento en la cima del monte Inabayama. En una casa de té que se alzaba en el melocotonar, Tatsuoki yacía sumido en el estupor de una borrachera.

Saito Kuroemon y Nagai Hayato, dos de los principales servidores de Tatsuoki, estaban buscando al señor de Inabayama. Puede que las consortes de Tatsuoki no rivalizaran con «el harén de las tres mil bellezas» de la leyenda china, pero ciertamente allí no faltaba la belleza. Si se incluyera a las camareras, su número superaría al de los frutos del melocotonar. Sentadas en grupos, aguardaban, abandonadas y aburridas, a que despertara un solo durmiente ocioso.

—¿Dónde está Su Señoría? —preguntó Kuroemon.

—Su Señoría parece fatigado —respondió el asistente—. Se ha quedado dormido en la casa de té.

—¿Quieres decir que está borracho?

Kuroemon y Hayato se asomaron a la casa de té y descubrieron a Tatsuoki en medio de un grupo de mujeres, tendido y con un tamboril por almohada.

—Bueno, volveremos más tarde —dijo Kuroemon, y los dos hombres empezaron a marcharse.

—¿Quién es? ¡Oigo voces de hombres! —Tatsuoki alzó el rostro arrebolado, las orejas de un rojo brillante—. ¿Eres tú, Kuroemon? ¿Y Hayato? ¿A qué habéis venido? Estamos contemplando las flores. ¡Y necesitáis sake!

Los dos habían acudido para sostener una conversación privada, pero cuando él les habló de ese modo se abstuvieron de informarle sobre las noticias llegadas de la provincia enemiga.

—Tal vez esta noche.

Pero la noche volvió a estar dedicada por entero a la bebida.

—Quizá mañana.

Aguardaron en vano, pero a mediodía tuvo lugar un concierto extravagante. No había un solo día de la semana en el que Tatsuoki se ocupara de los asuntos de estado, cosa que dejaba en manos de sus servidores principales. Por suerte, muchos de ellos eran veteranos que habían servido al clan Saito durante tres generaciones y mantenían el poder del clan en medio del caos. Los servidores dejaban que Tatsuoki se dedicara a sus aficiones y nunca se permitían el lujo de dormir en un buen día primaveral.

Según la información recogida por los espías de Hayato, el clan Oda había aprendido de la amarga experiencia de la derrota el verano anterior y se había dado cuenta de la inutilidad de volver a intentarlo.

—No ha hecho más que perder tropas y dinero en sus ataques contra Mino, por lo que quizá ha renunciado definitivamente —concluyó Hayato, el cual llegó a creer gradualmente que Nobunaga había abandonado sus planes de conquista porque se le había agotado el dinero.

Aquella primavera Nobunaga había invitado al castillo a un maestro de la ceremonia del té y poeta, y se pasaba el día practicando la ceremonia del té y celebrando certámenes de composición de poemas. En la superficie, por lo menos, Nobunaga aprovechaba aquel periodo de paz para disfrutar de la vida, como si no tuviera ninguna otra preocupación en el mundo.

***

Inmediatamente después del Festival de los Difuntos, a mediados del verano, unos mensajeros portadores de despachos urgentes galoparon desde el monte Komaki a todos los distritos de Owari. En la ciudad fortificada reinaba la agitación. La investigación de los viajeros que cruzaban la frontera se estaba haciendo más estricta. Los servidores iban y venían, y sus conferencias en el castillo a altas horas de la noche eran frecuentes. Se estaban requisando los caballos. Los samurais presionaban a los armeros para que se dieran prisa con las armaduras y armas cuya reparación les habían encargado.

—¿Qué sabéis de Nobunaga? —preguntó Hayato a sus espías.

—Nada ha cambiado en el castillo —le respondieron, aunque con menos confianza—. Las lámparas arden hasta las primeras horas de la mañana, y el sonido de flautas y tambores resuena sobre las aguas del foso.

A comienzos del otoño corrió la noticia:

—¡Nobunaga se dirige al oeste con un ejército de diez mil hombres! Han establecido su base en el castillo de Sunomata. ¡En estos mismos momentos están cruzando el río Kiso!

Tatsuoki, quien normalmente sentía una indiferencia absoluta hacia el mundo exterior, se puso histérico cuando finalmente tuvo que enterarse de lo que ocurría. También sus consejeros estaban consternados, pues todavía tenían que tomar las contramedidas apropiadas.

«Puede que sea una mentira —se dijo Tatsuoki—. El clan Oda no puede reunir un ejército de diez mil hombres. Hasta ahora han sido incapaces de reunir un ejército tan considerable para cualquier batalla.»

Pero cuando sus espías le dijeron que esta vez los Oda habían reunido, en efecto, un ejército de diez mil hombres, Tatsuoki se sintió aterrado hasta la médula. Entonces consultó a sus servidores principales.

—Este ataque es una jugada temeraria. ¿Qué estamos haciendo para repelerlos?

Al final, como quien invoca a los dioses en tiempos turbulentos, envió convocatorias urgentes a los «tres hombres de Mino», a quienes de ordinario consideraba unos viejos desagradables a los que era preciso mantener a distancia.

—Hemos enviado mensajeros, naturalmente, pero ninguno de los tres se ha presentado todavía —replicaron sus servidores.

—¡Bien, ordenadles que vengan! —gritó Tatsuoki, y él mismo cogió un pincel y envió cartas a los «tres hombres».

Pero ni siquiera las misivas de Tatsuoki lograron que ninguno de ellos se apresurase a ir al castillo de Inabayama.

—¿Qué me decís del Tigre de Unuma?

—¿Ese? Finge estar enfermo y lleva algún tiempo confinado en su castillo. No podemos confiar en él.

Tatsuoki recuperó de repente su optimismo, como si se riese de la necedad de sus servidores o hubiera ideado súbitamente algún plan genial.

—¿Habéis enviado un mensajero al monte Kurihara? ¡Llamad a Hanbei! ¿Qué ocurre? ¿Por qué no hacéis lo que os ordeno? ¡No os andéis con dilaciones en unos momentos así! Enviad un hombre ahora mismo. ¡Ahora mismo!

—Enviamos un mensaje hace pocos días sin aguardar vuestra orden, informando al señor Hanbei de la urgencia de la situación e instándole a bajar de la montaña, pero...

—¿No quiere venir? —Tatsuoki se estaba impacientando—. ¿Por qué será? ¿Por qué creéis que no viene en seguida al frente de su ejército? Es mi leal servidor, ¿no?

Tatsuoki parecía entender que las palabras «leal servidor» significaban alguien que en general hablaba con franqueza y le ofendía con su aspecto desagradable, pero que, en momentos de emergencia, sería el primero en presentarse por muy lejos que estuviera.

—Enviemos a otro mensajero —insistió Tatsuoki.

Los servidores principales lo consideraban inútil, pero enviaron un cuarto mensajero al monte Kurihara. El hombre regresó cabizbajo.

—Por fin he podido verle, pero tras leer vuestra orden no dio ninguna respuesta —informó el mensajero—. Se limitó a verter lágrimas y dijo algo sobre los desdichados dirigentes de este mundo.

Tatsuoki recibió esta noticia como si se hubieran burlado de él. Rojo de ira, reconvino a sus hombres.

—¡No deberíais fiaros de hombres enfermos!

Los días transcurrieron rápidamente, atareados con estas idas y venidas. El ejército de Oda ya había empezado a cruzar el río Kiso y se habían producido los primeros combates encarnizados con las fuerzas del clan Saito. A cada hora llegaban a Inabayama informes de las derrotas de su ejército.

Tatsuoki no podía dormir y tenía los ojos vidriosos. Pronto empezaron a reinar en el castillo la confusión y la melancolía. Tatsuoki ordenó que rodearan con cortinas el melocotonar, y se sentaba allí en su escabel de campaña, rodeado de vistosas armaduras y servidores.

—Si nuestras fuerzas son insuficientes, exigid más a cada uno de nuestros distritos. ¿Hay suficientes tropas en la ciudad fortificada? No será necesario que pidamos tropas en préstamo al clan Asai, ¿verdad? ¿Qué opináis?

Su voz era aguda y temblorosa a causa del terror y el pesimismo que experimentaba. Los servidores tenían que encargarse de que el estado de ánimo de Tatsuoki no influyera a sus guerreros.

Al caer la noche vieron fuegos desde el castillo. El avance de las tropas de Oda prosiguió día y noche, desde Atsumi y la llanura de Kano al sur, extendiéndose por los afluentes del río Nagara hacia Goto y Kagamijima al oeste. A medida que el ejército de Oda avanzaba, los fuegos que encendían se convertían en una marea de llamas que abrasaban el cielo. Hacia el séptimo día del mes, los hombres de Oda cercaron Inabayama, el principal castillo del enemigo.

Era la primera vez que Nobunaga estaba al frente de un ejército tan numeroso. Este hecho por sí solo permite comprender su determinación de triunfar. Para Owari, eso significaba la movilización de toda la provincia. Si eran derrotados, tanto Owari como los Oda dejarían de existir.

Una vez que el ejército llegó a Inabayama, su avance se detuvo y durante varios días ambos bandos libraron violentos combates. La fortaleza natural y los curtidos veteranos de Saito demostraron su valía. Pero lo que resultaba especialmente perjudicial para los Oda era la inferioridad de su armamento. La riqueza de Mino había permitido al clan Saito comprar una cantidad considerable de armas de fuego.

Los Saito tenían un regimiento de mosqueteros, del que carecían las fuerzas de Oda, y dispararon contra los atacantes desde la ladera de la montaña cuando se aproximaban a la ciudad fortificada. Akechi Mitsuhide, el hombre que había creado el regimiento, había abandonado Mino mucho tiempo atrás para convertirse en ronin. Sin embargo, el culto joven se había entregado al estudio de las armas de fuego, y la base del regimiento era sólida.

En cualquier caso, al cabo de varios días de calor ardiente y combates cuerpo a cuerpo, las tropas de Oda empezaron a cansarse. Si el clan Saito hubiera pedido entonces refuerzos a Omi o Ise, los diez mil hombres jamás habrían vuelto a ver Owari.

Lo más amenazador de todo eran las formas de los montes Kurihara, Nangu y Bodai que se alzaban a lo lejos.

—Realmente no debe preocuparos nada en esa dirección —aseguró Hideyoshi a Nobunaga.

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