Taiko (130 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿El abad ha dicho que quería verme?

—Sí, y también ha solicitado en su petición que el respetado nombre del señor Mitsuhide figure en la lista de suscriptores para la restauración del monte Hiei. Le he dicho que ambas solicitudes son absolutamente imposibles.

—¿Y a pesar de que le has comunicado esa imposibilidad y has rechazado su petición una y otra vez, ha seguido enviando mensajeros al castillo tres o cuatro veces más? Mitsuharu, no querría añadir mi nombre a la lista de suscriptores por deferencia al señor Nobunaga, pero no creo que deba dudar en verle.

—Considero totalmente innecesario que le veas —replicó Mitsuharu—. ¿De qué serviría hoy que tú, un general que intervino en la destrucción del monte Hiei, se entrevistara con un sacerdote que sobrevivió a esa destrucción?

—En aquel entonces era un enemigo —respondió Mitsuhide—, pero hoy el monte Hiei es del todo impotente, y quienes poblaban sus santuarios se han postrado y jurado fidelidad a Azuchi.

—Es cierto que lo han hecho... formalmente, pero ¿crees que los compañeros y parientes de quienes murieron, así como los monjes cuyos antiguos templos y monasterios fueron incendiados, olvidarán el resentimiento que ha seguido vivo en sus corazones durante tantos años? Los muertos debieron de superar los diez mil, y los edificios estaban allí desde los tiempos del santo Dengyo.

Mitsuhide exhaló un largo suspiro.

—No podía evitar de ninguna manera las órdenes de Nobunaga, y también yo me convertí en uno de aquellos demenciales incendiarios del monte Hiei. Maté con mi espada tanto a los monjes guerreros como a innumerables monjes y laicos desdichados, jóvenes y viejos. Hoy, cuando pienso en ello, el pecho me arde de dolor como si fuera la misma montaña en llamas.

—Pero siempre has dicho que debemos contemplar las cosas desde la perspectiva más amplia, y no me parece que estés haciéndolo así ahora. Destruyes a uno para salvar a muchos. Si quemamos una montaña para que la ley budista brille en otras cinco sierras y un centenar de cumbres, entonces creo que las matanzas que llevamos a cabo los samurais no pueden considerarse asesinatos.

—Por supuesto que no, pero siento compasión y no puedo reprimir una lágrima por el monte Hiei. En público debo contenerme, Mitsuharu, pero, como hombre ordinario, creo que no puede haber daño alguno en rezar una plegaria por la montaña, ¿no te parece? Mañana iré allí de incógnito. Regresaré en seguida después de haberme entrevistado con el abad.

Aquella noche Mitsuharu permaneció despierto y preocupado incluso después de haberse acostado. ¿Por qué Mitsuhide se mostraba tan deseoso de ir al monte Hiei? ¿No debería él, Mitsuharu, tratar de detenerle, o sería mejor dejarle hacer lo que quisiera? Considerando la posición que Mitsuhide tenía ahora, sería mejor para él no tener ninguna relación con la restauración del monte Hiei, y tampoco sería aconsejable que se entrevistara con el abad. Mitsuharu veía todo esto con claridad, pero ¿por qué Mitsuhide parecía molesto por su arbitrario rechazo del mensajero del abad y su negativa a aceptar la petición? Básicamente, no parecía muy contento por la manera en que Mitsuharu había manejado la situación.

¿Qué clase de plan estaba concibiendo Mitsuhide, con el monte Hiei como su centro? Era evidente que su visita proporcionaría buen material para hacer afirmaciones calumniosas de que estaba maquinando contra Nobunaga. Además era una pérdida de tiempo, poco antes de su partida para una campaña en las provincias occidentales.

«Voy a detenerle. Voy a detenerle sin que me importe lo que diga.» Tras haber tomado esta decisión, Mitsuharu cerró finalmente los ojos. Si se enfrentaba a Mitsuhide, probablemente recibiría una desagradable reprimenda o le enojaría mucho, pero haría cuanto pudiera para detener a su primo. Una vez tomada esta resolución, se fue a dormir.

A la mañana siguiente se levantó más pronto que de costumbre, pero mientras se estaba lavando, oyó el ritmo de unas pisadas que se apresuraban por el corredor hacia la puerta principal. Mitsuharu llamó y detuvo a uno de los samurais.

—¿Quién se marcha?

—El señor Mitsuhide.

—¡Cómo!

—Sí, mi señor. Se ha vestido con un traje ligero para la montaña y le acompaña tan sólo Amano Genemon. Tienen la intención de ir a caballo hasta Hiyoshi, o eso es lo que el señor Mitsuhide ha dicho hace un momento, mientras se ponía las sandalias de paja en la entrada.

Mitsuharu nunca prescindía de sus plegarias matinales en el santuario del castillo y el altar familiar, pero aquella mañana no fue a ninguno de los dos lugares. Se ciñó una espada larga y otra corta y corrió a la entrada, pero Mitsuhide y su servidor ya se habían ido y sólo estaban allí los ayudantes que les habían despedido, mirando hacia las blancas nubes sobre Shimeigatake.

***

—Parece que la estación de las lluvias también termina aquí.

La niebla matinal en el pinar más allá del castillo aún no se había disipado y casi convertía a la zona circundante en una escena del fondo marino. Los dos hombres cabalgaban avanzando por la arboleda a buen paso. Una gran ave voló por encima de ellos, batiendo las alas majestuosamente.

—Hace buen tiempo, ¿no te parece, Genemon?

—Si sigue así, la montaña estará despejada.

—No me sentía tan bien desde hacía largo tiempo —dijo Mitsuhide.

—Tan sólo eso hace que este viaje merezca la pena.

—Deseo ver al abad de Yokawa más que cualquier otra cosa. Ése es mi único cometido aquí.

—Me atrevería a decir que se sorprenderá al veros.

—La gente habría sospechado si le hubiera invitado al castillo de Sakamoto. Tengo que verle en privado. Prepáralo todo, Genemon.

—Es más probable que la gente os vea al pie de la montaña que en la montaña misma. Sería muy desagradable que corriera la voz entre los aldeanos de que el señor Mitsuhide ha salido de excursión. Deberíais cubriros con la capucha, por lo menos hasta Hiyoshi.

Mitsuhide se puso la capucha, dejando sólo la boca visible.

—Vuestras ropas son sencillas y la silla de montar es la de un guerrero corriente. No creo que nadie piense que sois el señor Akechi Mitsuhide.

—Si me tratas con demasiada cortesía, la gente sospechará en seguida.

—No había pensado en eso —dijo Genemon, riendo—. A partir de ahora tendré un poco más de cuidado, pero no me culpéis por ser rudo.

Desde hacía dos o tres años se llevaba a cabo la reconstrucción de los edificios destruidos al pie del monte Hiei, y las calles de Sakamoto estaban tomando poco a poco su antiguo aspecto. Cuando los dos jinetes pasaron por el pueblo y giraron por el sendero que conducía al templo Enryaku, el sol matinal empezó por fin a centellear en las aguas del lago.

—¿Qué haremos con los caballos una vez que desmontemos en el camino de subida? —preguntó Genemon.

—Han construido un nuevo santuario en el solar del antiguo. Cerca debe de haber granjas. De lo contrario, podemos dejarlos al cuidado de algún miembro del santuario.

Un jinete solitario azuzaba a su caballo para darles alcance.

—Creo que alguien nos llama desde atrás —dijo Genemon un tanto preocupado.

—Si alguien nos persigue sólo puede ser Mitsuharu. Ayer parecía querer impedirme que hiciera este viaje.

—Posee una finura y una sinceridad que son infrecuentes en estos tiempos. Casi es demasiado gentil para ser un samurai.

—Es Mitsuharu, tal como creía.

—Ciertamente parece decidido a deteneros, mi señor.

—Pues no voy a dar la vuelta, diga lo que diga. Tal vez no tratará de detenerme. Si quisiera hacer eso, habría cogido la brida de mi caballo en el portal del castillo. Mira, también se ha vestido como para hacer una excursión por la montaña.

Al final Mitsuharu había pensado a fondo en su postura antes de partir. Creía que lo mejor sería no oponerse a Mitsuhide, sino acompañarle para asegurarse de que no cometía errores.

Cuando colocó su caballo paralelo al de su primo, le dirigió una sonrisa radiante.

—Eres demasiado rápido para mí. Esta mañana me has cogido por sorpresa, y me he quedado no poco desconcertado. No creía que te marcharías a una hora tan temprana.

—Tampoco yo creía que tuvieras la intención de venir conmigo. No habrías tenido que perseguirnos así si hubieras hecho los preparativos anoche.

—He sido negligente. Aunque viajes disfrazado, creí que te acompañarían por lo menos diez hombres montados y cargados con provisiones, y que viajarías más despacio.

—Así lo habría hecho de haber sido una excursión normal —replicó Mitsuhide—, pero el único objetivo de mi viaje de hoy es rezar por quienes sufrieron un infierno años atrás y celebrar por lo menos un servicio religioso en su memoria. No he pensado en traer conmigo buen sake y exquisiteces.

—Puede que ayer te dijera algo ofensivo, pero soy prudente por naturaleza. En realidad sólo quería evitar que hicieras algo que pudiera ser malinterpretado en Azuchi. Tal como vistes, y puesto que tu intención es rezar por los muertos, estoy seguro de que el señor Nobunaga no te culparía aunque se enterase. El caso es que, aunque resido en un castillo próximo a Sakamoto, nunca he subido a la montaña. Así pues, he pensado que hoy sería una buena oportunidad para visitar el lugar. Bueno, Genemon, condúcenos allá.

Espoleando a su caballo, Mitsuharu cabalgó al lado de su primo conversando como si temiera que Mitsuhide pudiera aburrirse. Le hablaba de las plantas y flores que veían por el camino, le explicaba los hábitos de las distintas aves a las que distinguía por sus cantos y se comportaba, en general, con la solicitud de una mujer amable que tratara de animar a un enfermo.

Mitsuhide no podía rechazar semejante exhibición de verdaderos sentimientos, pero Mitsuharu hablaba casi exclusivamente de la naturaleza, mientras que Mitsuhide estaba inmerso en preocupaciones humanas tanto si dormía como si estaba despierto e incluso cuando sostenía un pincel sobre una pintura. Vivía en la sociedad humana, en medio de demonios que luchaban entre sí y envuelto por las llamas de la ira y la malevolencia. Aun cuando la canción del cuclillo llenaba el aire de la montaña, la sangre caliente que había subido a sus sienes durante su retirada de Azuchi aún no se había retirado.

Durante la subida al monte Hiei, el corazón de Mitsuhide no estaba en paz ni un solo momento. ¡Qué desolado era aquel lugar en contraste con su prosperidad pasada! Siguiendo el río Gongen hacia la Pagoda Oriental, el grupo no vio signos de vida humana. Sólo los cantos de las aves se habían mantenido inmutables. La montaña había sido famosa como refugio de especies raras desde los tiempos antiguos.

—No veo un solo monje —dijo Mitsuhide ante un templo en ruinas. Parecía sorprendido por la minuciosidad de la destrucción llevada a cabo por Nobunaga—. ¿Es que no hay una sola alma viviente en la montaña? Examinemos el templo principal.

Parecía sumamente decepcionado. Tal vez había creído que vería revivir el poder latente de los monjes guerreros en la montaña, a pesar de la supremacía de Nobunaga. Pero cuando por fin llegaron al emplazamiento del templo principal y el salón de conferencias, no quedaba allí nada más que montículos de cenizas. Sólo en la zona del monasterio habían levantado varias chozas. El aroma del incienso procedía de esa dirección, por lo que Genemon fue a investigar. Encontró cuatro o cinco ermitaños sentados alrededor de un puchero de gachas de arroz sobre una fogata.

—Dicen que el abad de Yokawa no está aquí —les dijo Genemon.

—Si el abad no está aquí, ¿no hay quizás un erudito o anciano de los tiempos pasados?

Genemon preguntó por segunda vez, pero la respuesta no fue alentadora.

—Parece ser que no queda ninguna de tales personas en la montaña. No les permiten venir aquí sin el permiso de Azuchi o del gobernador de Kyoto. Además, incluso ahora la ley no reconoce ninguna residencia permanente en la montaña, salvo para un número limitado de monjes.

—La ley es la ley —dijo Mitsuhide—, pero el fervor religioso no es como un fuego que se puede extinguir con agua de modo que desaparezca para siempre. Es posible que los ancianos creyeran que somos guerreros de Azuchi y se hayan escondido. El abad y los ancianos que sobrevivieron probablemente se encuentran ahora mismo en algún lugar de la montaña. Genemon, explica a estos hombres que no deben preocuparse por eso y vuelve a preguntarles.

Genemon partió de nuevo, pero Mitsuharu dijo a su primo:

—Iré yo mismo. No es probable que nos digan nada con la manera tan terminante que tiene Genemon de interrogar.

Sin embargo, mientras esperaba a Mitsuharu, inesperadamente Mitsuhide se encontró con alguien a quien no había tenido ninguna intención de ver.

El hombre vestía hábito de monje de color pardo verdoso y capucha del mismo color, y calzaba sandalias de paja y polainas blancas. Tenía más de setenta años, pero sus labios eran de un color rojo juvenil. Con las cejas de un blanco inmaculado, parecía una grulla vestida con ropas de monje. Le acompañaban dos sirvientes y un niño.

—¿Señor Mitsuhide? Bien, bien, nunca pensé que os encontraría aquí, mi señor. Tenía entendido que estabais en Azuchi. ¿Qué os trae hoy a esta montaña abandonada?

Apenas hablaba como un anciano. Su voz tenía una resonancia excepcional, y sus labios formaban una sonrisa constante y tranquila. En cambio, Mitsuhide parecía confuso. Aturdido por la aguda mirada bajo la clara frente del viejo, su respuesta fue vacilante.

—Sois el doctor Manase, ¿verdad? He pasado unos días en el castillo de Sakamoto, y he pensado que un paseo por las montañas podría aliviarme de la melancolía de la estación lluviosa.

—No hay mejor medicina para el cuerpo y la mente que una limpieza ocasional del
ch'i
caminando por las colinas y entrando en contacto con la naturaleza. A primera vista, diría que estáis fatigado desde hace cierto tiempo. ¿Acaso volvéis a vuestra provincia natal con permiso por enfermedad?

Al formular esta pregunta, el doctor entrecerró los ojos hasta que tuvieron el tamaño de agujas. Por alguna razón, a Mitsuhide le resultó imposible engañar a un hombre con aquellos ojos. Manase había practicado la medicina en la época en que Yoshiteru, el padre de Yoshiaki, era el shogun. Hacía mucho que no se veían, pero en el castillo de Azuchi Mitsuhide se había sentado numerosas veces en compañía del gran doctor. Con frecuencia Nobunaga había invitado a Manase a ser su invitado en las ceremonias del té, y cada vez que estaba enfermo, le llamaba de inmediato. Tenía más confianza en él que en sus propios médicos.

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