Authors: Eiji Yoshikawa
—Eres tan lista como Hideyoshi. Has decidido ir a Sunomata antes de que yo me enterase de lo que pasaba.
—Madre. —Nene se postró, apoyando las yemas de los dedos en la tierra—. ¡Por favor, accede al deseo de mi marido!
La anciana se apresuró a coger las manos de Nene y trató de llevárselas a la frente.
—¡No hagas eso! No soy más que una vieja egoísta.
—No, no lo eres. Comprendo muy bien tus inquietudes.
—Por favor, no te enfades por la testarudez de una anciana. Si no quiero ir a Sunomata es por el bien de ese muchacho, para que pueda entregarse totalmente al servicio de Su Señoría.
—Mi marido lo comprende muy bien.
—Aunque así sea, Hideyoshi estará entre personas celosas de su éxito temprano, y le dirán cosas como «el mono de Nakamura» o «el hijo de un campesino» si ven a una vieja desharrapada que trabaja una parcela de verduras en medio de los terrenos del castillo. Hasta sus propios servidores se reirían de él.
—No, madre. Te preocupas innecesariamente por el futuro. Eso podría ser así para alguien que necesita cubrir las apariencias y se preocupa por lo que diga la gente, pero la censura pública no afecta al corazón de mi marido, y en cuanto a sus servidores...
—No sé, no sé. La madre del señor de un castillo con un aspecto como el mío... ¿No perjudicará eso a su reputación?
—Mi marido no tiene tan poco carácter que deba contar con esas cosas.
Las palabras de Nene eran tan sinceras que sorprendieron a la anciana, cuyos ojos acabaron llenándose de lágrimas de alegría.
—Lo que he dicho es imperdonable, Nene, pero te ruego que me perdones.
—El sol se está poniendo, madre. Lávate las manos y los pies.
Nene echó a andar delante de ella, llevando los dos pesados cestos.
Nene cogió una escoba y se puso a barrer junto con los criados. Fue especialmente diligente en la habitación de la anciana, que limpió ella misma. Los criados encendieron las lámparas y prepararon la cena. Además de los asientos para ellas dos, cada mañana y cada noche colocaban otro asiento, el que habría ocupado Hideyoshi si estuviera presente.
—¿Te hago un masaje en la cadera? —le preguntó Nene.
La anciana tenía un problema crónico que le molestaba de vez en cuando. A comienzos del otoño, cuando soplaban los vientos nocturnos, solía quejarse del dolor. Mientras Nene le masajeaba las piernas, la anciana pareció deslizarse suavemente en el sueño, pero durante ese tiempo debía de haber estado pensando a fondo. Finalmente se irguió y habló a Nene.
—Escucha, querida. Como es natural, quieres reunirte con tu marido. Siento haber sido tan egoísta. Dile a mi hijo que su madre está dispuesta a trasladarse a Sunomata.
***
El día anterior a la llegada de la madre de Hideyoshi, un visitante inesperado pero muy bien recibido cruzó el portal de Sunomata. Vestía ropas de paisano, con un sombrero de juncos que le ocultaba los ojos, y sólo le acompañaban dos personas, una joven y un muchacho.
—Cuando me vea, sabrá quien soy —dijo el hombre al guardián, el cual transmitió estas palabras a Hideyoshi.
Hideyoshi se apresuró a salir a la puerta del castillo para recibir a los recién llegados, Takenaka Hanbei, Kokuma y Oyu.
—Éstos son mis únicos seguidores —le dijo Hanbei—. En mi castillo del monte Bodai tengo un número considerable de servidores, pero rompí mis vínculos con ellos cuando me retiré del mundo. Tal como os prometí, mi señor, he pensado que tal vez es ya el momento propicio, por lo que he puesto fin a mi retiro en la montaña y he bajado para estar de nuevo entre los hombres. ¿Me haríais el favor de aceptar a estas tres personas errantes como los más inferiores de vuestros asistentes?
Hideyoshi hizo una reverencia con las manos en las rodillas y replicó:
—Sois demasiado modesto. Si me hubierais enviado una nota de antemano, yo mismo habría ido a la montaña para daros la bienvenida.
—¿Qué? ¿Habríais ido a recibir a un ronin rural que acude a serviros?
—En fin, sea como fuere, pasad, por favor.
Hideyoshi le precedió y entró en la sala, pero cuando intentó ofrecerle el asiento de honor, Hanbei se negó en redondo.
—Eso sería contrario a mis intenciones de ser vuestro servidor.
Hideyoshi respondió con sus sentimientos más profundos.
—No, no, carezco del talento para colocarme por encima de vos. Estoy pensando en recomendaros al señor Nobunaga.
Hanbei sacudió la cabeza y rechazó de un modo inflexible la sugerencia.
—Como he dicho desde el principio, no tengo la menor intención de servir al señor Nobunaga, y no se trata tan sólo de una cuestión de lealtad hacia el clan Saito. Si sirviera al señor Nobunaga, no pasaría mucho tiempo antes de que me viese obligado a renunciar. Cuando considero mi propia personalidad imperfecta junto con lo que he oído decir acerca de su carácter, intuyo que una relación de señor y servidor no sería mutuamente beneficiosa. Pero con vos no tengo que contener mi carácter, pues podéis tolerar mi egoísmo y mi testarudez innatos. Quisiera que me consideréis como el más humilde de vuestros servidores.
—Bien, en ese caso, ¿enseñaréis estrategia no sólo a mí sino también a todos mis servidores?
Los dos hombres parecieron llegar a un compromiso, y aquella noche bebieron sake juntos y charlaron alegremente hasta muy tarde, sin pensar en la hora.
El día siguiente era el de la llegada a Sunomata de la madre de Hideyoshi, y éste, acompañado por sus asistentes, recorrió poco más de una legua desde el castillo hasta las afueras del pueblo de Masaki, donde daría la bienvenida a su madre, que viajaba en palanquín.
El azul del cielo era diáfano, se notaba la fragancia de los crisantemos en las vallas toscamente entretejidas alrededor de las casas y los alcaudones emitían sus agudos cantos en las ramas de los gingkos.
—La comitiva de vuestra honorable madre está a la vista —le anunció un servidor.
El semblante de Hideyoshi reflejaba un placer que era incapaz de ocultar. Por fin habían llegado los palanquines de su madre y su esposa. Cuando los samurais que las escoltaban vieron que su señor se acercaba a saludarlas, desmontaron de inmediato. Hachisuka Hikoemon se acercó al costado del palanquín de la anciana y le informó de que Hideyoshi había venido a recibirla.
Se oyó la voz de la mujer desde el interior del palanquín, pidiendo que la dejaran en el suelo. Los porteadores se detuvieron y agacharon. Los guerreros se arrodillaron a los lados del camino e hicieron reverencias. Nene bajó primero, se acercó al palanquín de la anciana y le cogió la mano. Cuando miró el rostro del samurai que se había apresurado a colocar unas sandalias de paja a los pies de la mujer, vio que era Hideyoshi. Profundamente conmovida y sin tiempo para decir una sola palabra, Nene saludó a su marido con una rápida mirada.
La anciana cogió la mano de su hijo, se la llevó con ademán reverente a la frente y le dijo:
—Eres demasiado amable para ser el señor de un castillo. Por favor, no seas tan solícito delante de tus servidores.
—Me alegra verte tan saludable. Dices que no sea solícito, pero madre, mi propia madre, hoy no he venido a recibirte como un samurai. No te preocupes, te lo ruego.
La anciana bajó del palanquín. Todos los demás samurais se habían postrado en el suelo y ella estaba demasiado aturdida para caminar.
—Debes de estar fatigada —le dijo Hideyoshi—. Descansa un poco aquí. No hay más de una legua hasta el castillo.
Cogiendo a su madre de la mano, la acompañó hasta un escabel bajo los aleros de una casa. La anciana tomó asiento y contempló el cielo otoñal por encima del ramaje amarillo de los gingkos.
—Es como un sueño —susurró.
Estas palabras hicieron reflexionar a Hideyoshi en los años transcurridos. Era incapaz de percibir aquel momento como un sueño, pues veía claramente las etapas que conectaban la realidad presente y el pasado. Sentía que aquel momento era una piedra miliar natural en su carrera.
Cuando la madre y la esposa de Hideyoshi llevaban un mes en Sunomata, se reunieron con ellos la hermana, Otsumi, de veintinueve años, su hermanastro, Kochiku, de veintitrés, y su hermanastra de veinte.
Otsumi seguía soltera. Tiempo atrás, Hideyoshi le había prometido que, si cuidaba de su madre, cuando él tuviera éxito le buscaría marido. Al año siguiente Otsumi se casó con un pariente de la esposa de Hideyoshi en el castillo.
—Todos han crecido —le dijo Hideyoshi a su madre, al ver la satisfacción reflejada en el rostro de la mujer.
Tener a su familia reunida hacía feliz a Hideyoshi y constituía su gran incentivo para el futuro.
***
La primavera tocaba a su fin. Las hojas de cerezo caían en profusión de los aleros sobre el apoyabrazos en el que Nobunaga sesteaba.
—Ah..., es cierto.
Al recordar algo, Nobunaga tomó rápidamente una nota y pidió a un mensajero que la llevase a Sunomata. Como Hideyoshi se había convertido en el señor de un castillo, ya no estaba a mano para responder de inmediato cada vez que Nobunaga le llamaba, y éste parecía sentirse un poco solitario.
El mensajero cruzó el ancho río Kiso y entregó la nota en el portal del castillo de Hideyoshi. También allí la primavera había transcurrido apaciblemente, y las glicinas silvestres se mecían a la sombra de la colina artificial en el jardín. Detrás de aquella colina, en el extremo del amplio jardín, había una sala de conferencias recientemente construida y una casita para Takenaka Hanbei y Oyu.
La sala de conferencias era un dojo donde los servidores de Hideyoshi podían practicar las artes marciales. Por la mañana Takenaka Hanbei instruía allí a los servidores en los clásicos chinos, y por la tarde competían entre ellos practicando las técnicas de la lanza y la espada.
Luego, hasta bien entrada la noche, Hanbei les enseñaba los preceptos militares de Sun Tzu y Wu Chi. Se entregaba con entusiasmo a la educación de todos los samurais jóvenes, a fin de disciplinarlos en los hábitos marciales y las costumbres del castillo, pues la mayoría de los servidores de Hideyoshi eran los desenfrenados ronin que en otro tiempo constituyeron la banda de Hikoemon.
Hideyoshi sabía que debía trabajar constantemente para mejorarse, para superar sus defectos y aumentar su capacidad de introspección, y había decidido que sus samurais debían hacer lo mismo. Si había de jugar un papel importante en el futuro, los servidores armados tan sólo de fuerza bruta no serían útiles, lo cual inquietaba a Hideyoshi. Por ello, al mismo tiempo que aceptaba a Hanbei como servidor, también se inclinaba ante él como su propio maestro e instructor en ciencia militar que era, y le confiaba la educación de sus servidores.
La disciplina marcial mejoró mucho. Cuando Hanbei hablaba de Sun Tzu o de los clásicos chinos, siempre había hombres como Hikoemon en la plataforma de los oyentes. El único problema era la escasa robustez de Hanbei, por culpa de la cual las conferencias se cancelaban de vez en cuando y los servidores se decepcionaban. Aquel día también se había fatigado a lo largo de la jornada y dijo que cancelaba las conferencias vespertinas. Al anochecer se apresuró a pedir que cerraran las puertas corredizas de la casa.
El viento nocturno procedente del curso superior del río Kiso afectaba todavía más a la débil constitución de Hanbei, aun cuando la primavera se aproximaba a su término.
—Te he tendido el futón. ¿Por qué no te acuestas?
Oyu dejó un extracto medicinal al lado de su escritorio. Hanbei estaba leyendo, su ocupación habitual siempre que tenía tiempo libre.
—No, no es que me encuentre mal. He cancelado la conferencia porque es posible que me llame el señor Hideyoshi. Aunque me hayas preparado el lecho, dispón mis ropas para que, si recibo una llamada, pueda salir cuanto antes.
—Entonces ¿va a haber una reunión esta noche en el castillo?
—No, no es eso. —Hanbei tomó un sorbo del extracto caliente—. Hace poco, cuando cerraste la puerta, tú misma me dijiste que un bote con la bandera de un mensajero de Gifu había cruzado el río y que alguien se dirigía al castillo.
—¿A eso te refieres?
—Si hay un mensaje de Gifu para el señor Hideyoshi, las posibilidades respecto a su contenido son ilimitadas. Aunque no me llame, difícilmente puedo quitarme la faja y echarme a dormir.
—El señor de este castillo te respeta como a su maestro y tú le veneras como a su señor, por lo que no sé qué respeto es el mayor. ¿Estás realmente decidido a servir a ese hombre?
Hanbei cerró los ojos, sonriendo, y alzó la cara.
—Creo que por fin ha llegado ese momento. Es tremendo que otro hombre confíe en ti. En cambio la belleza de una mujer nunca podría extraviarme.
Estaba diciendo esto cuando llegó un mensajero desde el torreón, anunció que Hideyoshi requería cuanto antes la presencia de Hanbei y se marchó. Poco después llegó un paje a presencia de Hideyoshi, el cual estaba solo, entregado a una serena contemplación, y anunció:
—El señor Hanbei está aquí.
Hideyoshi abandonó sus meditaciones y salió rápidamente de la habitación para recibir a Hanbei. Los dos regresaron a la estancia y se sentaron.
—Siento haberos llamado en plena noche. ¿Cómo os sentís?
Hanbei miró fijamente a Hideyoshi, el cual, por su parte, parecía dispuesto a tratarle como a su maestro hasta el mismo final.
—Esta consideración está fuera de lugar. Si vos, mi señor, me habláis así, ¿cómo podré responderos? ¿Por qué no me decís algo como «Oh, eres tú, Hanbei»? Creo que esta clase de solicitud hacia un servidor es inapropiada.
—¿De veras? ¿Suponéis entonces que esto no es bueno para nuestra relación?
—Simplemente no creo que mi señor deba respetar a una persona como yo de esa manera.
—¿Por qué no? —Hideyoshi se echó a reír—. Carezco de educación mientras que vois sois culto. Nací en el campo y vos sois hijo del señor de un castillo. En cualquier caso, os considero mi superior.
—Si así ha de ser, a partir de ahora tendré más cuidado.
—Muy bien, muy bien —le dijo Hideyoshi con cierta guasa—. Gradualmente nos convertiremos en señor y servidor..., si llego a ser un hombre todavía más grande.
Aunque era el señor de un castillo, hacía todo lo posible para no comportarse como tal. Quería mostrarse ante Hanbei interiormente desnudo, sin ocultar su necedad e ignorancia.
—Entonces, mi señor, ¿para qué me habéis llamado? —le preguntó Hanbei cortésmente.