Authors: Eiji Yoshikawa
—No, esperad —les dijo Hideyoshi—. Comamos primero.
Mientras salía el sol sobre el vasto océano de nubes, terminaron la segunda de las dos comidas que Mosuke había preparado la noche anterior. La calabaza estaba vacía, pero el arroz, mezclado con mijo y envuelto en hojas de roble, tenía un sabor tan agradable que creyeron que no lo olvidarían mientras vivieran.
Cuando hubieron terminado de comer, la bruma del valle empezó a disiparse. Vieron un precipicio y un puente colgante cubierto de enredaderas. Más allá del puente había un muro de piedra cubierto de espeso musgo. El lugar era oscuro y un fuerte viento soplaba continuamente.
—¿Dónde está el tubo de señales luminosas? —preguntó Hideyoshi—. Dádselo a Mosuke y enseñadle a manejarlo.
Hideyoshi se levantó y preguntó a Mosuke si entendía la manera de usar el tubo.
—Ahora bajaremos para abrirnos paso hacia el interior del castillo. Mantén el oído atento. En cuanto oigas gritos, enciende la bengala. ¿De acuerdo? No te equivoques.
—Entendido.
Mosuke asintió y se apostó al lado del tubo de señales. Al ver que su señor y los demás descendían llenos de ánimo al valle, pareció entristecerse un poco, pues le habría gustado acompañarles. Las nubes empezaron a parecer olas embravecidas y por fin se hizo visible bajo ellos la planicie que se extendía entre Mino y Owari.
El otoño estaba todavía en sus comienzos y el sol brillaba intensamente. Muy pronto la ciudad fortificada de Inabayama, las aguas del río Nagara e incluso los cruces entre las casas se hicieron visibles. Sin embargo, no se veía un alma. El sol se alzó más.
Mosuke se preguntó nerviosamente qué estaba ocurriendo. El corazón le latía con fuerza. Entonces, de improviso, oyó los estampidos resonantes de armas de fuego. El humo de la bengala que disparó trazó una estela en el cielo azul, como un calamar que lanzara un chorro de tinta.
***
Hideyoshi y sus hombres se habían encaminado a la parte posterior del castillo con una serenidad total en sus semblantes, mirando aquí y allá alrededor del amplio espacio donde crecía espesa la hierba.
Los primeros soldados del castillo de Inabayama que vieron al grupo creyeron que estaba formado por sus propios hombres. Apostados en el cercano almacén de combustible y arroz, comían sus raciones matinales y chismorreaban. Aun cuando la lucha se prolongaba desde hacía varios días, aquélla era una ciudadela grande y toda la acción había tenido lugar alrededor del portal principal. Allí, en la parte posterior de la fortaleza natural, reinaba tal silencio que podían oírse los trinos de los pájaros.
Cuando se luchaba en la parte delantera del castillo, llegaba a los soldados que estaban detrás el sonido de las armas de fuego que traqueteaban desde el tortuoso camino que conducía al portal principal. Pero los pocos soldados que custodiaban la parte trasera creían que no intervendrían en la batalla hasta el mismo final.
—Vaya, les están haciendo sudar ahí delante —comentó uno de los soldados con satisfacción.
Mientras comían sus raciones, los soldados miraban a Hideyoshi y sus hombres, y finalmente empezaron a sospechar de ellos.
—¿Quiénes son?
—¿Te refieres a esos hombres de ahí?
—Sí. Es extraño esa manera de merodear, ¿no os parece? Están examinando el puesto de guardia al lado de la empalizada.
—Probablemente vienen del frente.
—Pero ¿quiénes son?
—Es difícil saberlo cuando visten armadura.
—¡En! ¡Uno de ellos ha salido de la cocina con una tea! ¿Qué se propone?
Estaban observando con los palillos en la mano, cuando el hombre provisto de la tea corrió al almacén de combustible y prendió fuego a los montones de leña. Los otros le siguieron, llevando antorchas que lanzaban a los demás edificios.
—¡Es el enemigo! —gritaron los guardianes.
Hideyoshi y Hikoemon se volvieron hacia ellos y se echaron a reír. ¿Cómo podía caer tan fácilmente aquella fortaleza al parecer inexpugnable? En primer lugar reinó la confusión en el interior del castillo a causa del incendio declarado en la parte trasera. Luego los gritos de Hideyoshi y sus hombres llenaron de pánico a los defensores, los cuales empezaron a pelear entre ellos, creyendo que debía de haber traidores en sus filas. Pero el factor más importante de su derrota, algo que sólo se comprendió más tarde, fue el resultado del consejo que había dado alguien.
Varios días antes, el lerdo Tatsuoki había hecho trasladar a las esposas e hijos de los soldados que luchaban fuera del castillo, así como a las familias de los ciudadanos más ricos, a la fortaleza, en condición de rehenes, a fin de que sus soldados no se sometieran al enemigo.
Sin embargo, el hombre que había ideado esa jugada no era otro que Iyo, uno de los «tres hombres de Mino», el cual ya se había aliado con Hideyoshi. Así pues, esa «estrategia» no era más que un complot sedicioso. Por ello la confusión dentro del castillo durante el ataque fue terrible, y los defensores no pudieron oponer una resistencia total a los atacantes. Finalmente, Nobunaga, que siempre estaba buscando una oportunidad, envió una carta a Tatsuoki cuando mayor era la confusión:
Hoy tu clan inmoral es presa de las llamas del castigo divino y pronto será derrotado por mis soldados. Las gentes de esta provincia buscan una señal de lluvia que ponga fin a estos fuegos, y los gritos de alegría se alzan ya de la ciudad fortificada. Eres el sobrino de mi esposa. Durante muchos años me he compadecido de ti por tu cobardía y tu locura, y me resulta muy difícil ponerte bajo el filo de la espada. Preferiría perdonarte gustosamente la vida y concederte un estipendio. Si deseas vivir, ríndete y envía cuanto antes un mensajero a mi campamento.
En cuanto Tatsuoki leyó la carta, ordenó a sus hombres que se rindieran e hizo que los miembros de su familia abandonaran el castillo, acompañados tan sólo por una treintena de servidores. Nobunaga añadió una escolta de sus propios soldados y exilió a Tatsuoki a Kaisei, pero prometió que daría a su hermano menor, Shingoro, algunas tierras a fin de que el clan Saito no desapareciera.
Con la unificación de Owari y Mino, el valor de los dominios de Nobunaga ascendió un millón doscientas mil fanegas de arroz. Nobunaga trasladó su castillo por tercera vez, del monte Komaki a Inabayama, a la que dio el nuevo nombre de Gifu, tomado del lugar de nacimiento de la dinastía china Chou.
La ciudad fortificada de Kiyosu estaba ahora desierta. Había pocas tiendas y residencias de samurais. Sin embargo, a través de esa misma soledad brillaba la satisfacción de una muda de piel. Es un principio de todos los seres vivos: una vez la placenta ha llevado a cabo su función, debe resignarse al deterioro y la desaparición. Y de una manera muy similar, todo el mundo se alegraba de que Nobunaga no fuese a quedar atrapado para siempre en su ciudad natal, aunque eso significara el declive de la ciudad.
Una mujer que había dado a luz en su juventud ahora envejecía en aquel lugar. Era la madre de Hideyoshi, quien aquel año cumpliría los cincuenta y por el momento vivía apaciblemente, en compañía de su nuera Nene, en su casa del distrito samurai de Kiyosu. Hasta sólo dos o tres años antes había sido una campesina y sus manos agrietadas por la tierra todavía eran muy ásperas. Tras haber parido cuatro hijos, le faltaban muchos dientes, pero su cabello aún no era del todo blanco.
Una carta que Hiyoshi le envió desde el campo era característica de sus misivas:
¿Cómo estás de la cadera? ¿Todavía usas moxa? Cuando vivíamos en la granja, siempre me decías que no desperdiciara la comida contigo, fuera lo que fuese. Así pues, incluso aquí me preocupa que no comas como es debido. Tienes que vivir una larga vida. Siento no tener tiempo para cuidarte como quisiera, porque soy tan zopenco. Por suerte, aquí no he estado enfermo. Mi destino de guerrero parece estar bendito, y Su Señoría me tiene en alta estima.
Sería difícil contar las cartas que envió después de la invasión de Mino.
—Lee esto, Nene, siempre escribe como un niño —le decía a su nuera la madre de Hideyoshi.
En cada ocasión la madre mostraba las cartas a su nuera, y Nene enseñaba a la anciana las cartas que le llegaban a ella.
—Las cartas que me envía no son tan tiernas ni mucho menos. Siempre me dice cosas como «ten cuidado con el fuego», «sé una esposa sumisa cuando tu marido está ausente» o «cuida de mi madre».
—Ese chico es listo. Nos envía una carta a cada una de nosotras, una severa y la otra tierna. De modo que, como se ocupa de los dos aspectos, supongo que hace una división equitativa al ponerse a escribir.
—Debe de ser eso —replicó Nene, riendo.
La joven cuidaba con afecto a la madre de su marido. Hacía cuanto estaba en su mano por atenderla como si ella, al igual que Otsumi, fuese su hija natural. Pero por encima de todo, el placer de la anciana procedía de las cartas de Hideyoshi. Precisamente cuando se preocupaban porque llevaban largo tiempo sin recibir ninguna, llegó una misiva desde Sunomata. Esta vez, sin embargo, la carta iba dirigida a Nene.
A veces Hideyoshi sólo escribía a su madre, sin adjuntar nada para su mujer. Los mensajes que le dirigía no solían ser más que posdatas en las cartas a su madre. Hasta entonces nunca había enviado una exclusivamente para su esposa. Nene pensó de repente que había ocurrido algún percance o había algo de lo que él no quería que su madre se preocupase. Se encerró en su habitación, abrió la envoltura y encontró una carta mucho más larga que de costumbre:
Durante largo tiempo he confiado en que tú y mi madre podríais vivir aquí conmigo. Ahora que por fin me he convertido en el señor de un castillo y Su Señoría me ha concedido la categoría de general, la situación es lo bastante tolerable para traer a mi madre a Sunomata. Sin embargo, temo que este traslado la inquiete. Antes se preocupaba porque su presencia podría ser una carga para mí en el servicio a Su Señoría. Además, siempre ha dicho que sólo es una vieja campesina y que se sentiría fuera de lugar en el castillo. Por ello estoy seguro de que se negará con una excusa u otra, aunque se lo pida.
¿Qué debería decirle a su suegra? Nene no tenía la menor idea. La solicitud implícita de su marido le parecía realmente ardua.
En aquel momento la mujer la llamó desde la parte posterior de la casa.
—¡Nene! ¡Nene! ¡Ven un momento a ver esto!
—¡Ya voy!
Una vez más su suegra estaba revolviendo la tierra con una hoz alrededor de las berenjenas que maduraban en otoño. Eran las primeras horas de la tarde y aún hacía bastante calor. Hasta los terrones de la huerta estaban calientes. El sudor brillaba en las manos de la campesina.
—¿Qué haces aquí con este calor? —le preguntó Nene.
Pero la anciana siempre respondía que eso era lo que les gustaba hacer a los campesinos y que no se preocupara, y por muchas veces que lo repitiera no podía convencer a Nene, la cual no había nacido en el campo y desconocía el auténtico sabor de las tareas agrícolas, que a ella siempre le habían parecido un trabajo extenuante. Sin embargo, últimamente tenía la sensación de que empezaba a comprender, por lo menos un poco, por qué la madre de su marido era incapaz de poner fin al trabajo.
La anciana solía llamar a las cosechas «los dones de la tierra». El hecho de que hubiera podido criar a cuatro hijos a pesar de su gran pobreza y que ella misma no se hubiera muerto de hambre era uno de esos dones. Por la mañana juntaba las manos en dirección al sol para rezar, y decía que eso también era un hábito que tenía en Nakamura. No olvidaba su vida anterior.
En ocasiones decía que si se acostumbrara de repente a vestir prendas espléndidas, a tomar comidas suculentas y se olvidara de las bendiciones del sol y la tierra, sin duda sería castigada y enfermaría.
—¡Oh, Nene, mira esto! —En cuanto vio a su nuera, la madre de Hideyoshi dejó el azadón y señaló su obra con una expresión de júbilo—: Mira cuántas berenjenas han madurado. Vamos a encurtirlas para comérnoslas este invierno. Anda, trae los cestos y recogeremos unas cuantas ahora mismo.
Nene regresó y dio uno de los dos cestos a su suegra. Mientras recogía las berenjenas y las ponía en el cesto, comentó:
—Trabajas con tanto ahínco que vamos a tener suficientes verduras para todas las sopas y los encurtidos que hacen falta en casa.
—Supongo que eso molestará en las tiendas donde compramos.
—Bueno, los criados dicen que disfrutas haciéndolo y que es bueno para tu salud. Y, desde luego, resulta económico, de modo que todo son ventajas.
—Sería malo para la reputación de Hideyoshi que la gente creyera que lo hacemos porque somos tacaños. Tendremos que comprar algo a los tenderos para que no piensen así.
—Sí, hagamos eso. Oye, madre, siento tener que mencionarlo, pero hace poco ha llegado una carta de Sunomata.
—Oh, ¿de mi hijo?
—Sí, pero esta vez no iba dirigida a ti. Me la ha enviado a mí.
—Eso es lo de menos. Dime, ¿va todo como siempre? ¿Está bien? Llevábamos tiempo sin recibir sus noticias, y pensé que eso se debía al traslado de Su Señoría a Gifu.
—Así es. En la carta me pide que te diga que Su Señoría le ha nombrado gobernador de un castillo y cree que es el momento oportuno para que nos reunamos con él. Me ha pedido que te persuada y ha dicho que deberías trasladarte sin falta a Sunomata dentro de unos días.
—Oh..., es una noticia estupenda. Que sea el señor de un castillo es como un sueño, pero no debería ir demasiado lejos y pasarse de la raya.
Mientras escuchaba las felices noticias acerca de su hijo, su corazón maternal temía que la buena suerte de Hideyoshi se revelara de corta duración. La anciana y su nuera trabajaron juntas en la huerta, recogiendo berenjenas. Pronto los cestos estuvieron llenos de la verdura violeta brillante.
—¿No te duele la espalda, madre?
—¿Qué? No, al contrario. Si trabajo un poco todos los días, mi cuerpo se mantiene en forma.
—También yo estoy aprendiendo de ti. Puesto que me dejas ayudarte en el jardín de vez en cuando, he aprendido a disfrutar recogiendo las verduras para la sopa por la mañana y encurtiendo pepinos y berenjenas. Incluso cuando nos traslademos al castillo de Sunomata, sin duda habría algún sitio en los terrenos donde cultivar una parcela de verduras. Podremos trabajar todo lo que queramos.
La anciana se cubrió la boca con una mano sucia de tierra y se rió entre dientes.