Taiko (62 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
12.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero Nobunaga estaba inquieto.

—Un asedio no es la estrategia correcta, pero impacientarme sólo perjudicará a mis tropas. No veo cómo podemos tomar la fortaleza, por mucho que lo intentemos.

Se celebraban consejos de campaña una y otra vez, pero a nadie se le ocurría una buena idea. Finalmente fue aprobado un plan de Hideyoshi y poco después éste desapareció una noche de la avanzada.

Hideyoshi partió del cruce de los caminos de Unuma y Hida, que estaba a cuatro o cinco leguas del extremo de la sierra donde se hallaba Inabayama, acompañado tan sólo por nueve hombres de confianza. Empapados en sudor, subieron con dificultad el monte Zuiryuji, el cual se encontraba tan alejado de Inabayama que en él no habría vigilancia. Entre los hombres que acompañaban a Hideyoshi estaban Hikoemon y su hermano menor, Matajuro. Actuaba como guía un hombre que recientemente se había puesto incondicionalmente al servicio de Hideyoshi y se sentía en deuda con él, Osawa Jirozaemon, el Tigre de Unuma.

—Id desde la base de esa enorme grieta hacia el valle. Cruzad el arroyo que hay más allá y dirigios al pantano.

Cuando creían haber llegado al extremo del valle y del camino, vieron unas enredaderas de glicinas aferradas a un risco. Al rodear una cima encontraron un sendero oculto que conducía al valle y pasaba a través de una plantación de bambúes listados de baja altura.

—A unas dos leguas a lo largo de este sendero está la parte trasera del castillo. Si recorréis esa distancia siguiendo este plano de la montaña, encontraréis un conducto de agua que penetra en el castillo. Ahora, con vuestro permiso, me marcho.

Osaba dejó al grupo y regresó solo. Era un hombre con un profundo sentido de la lealtad. Aunque estaba al servicio de Hideyoshi y era completamente sincero, en el pasado había jurado fidelidad al clan Saito. Sin duda le había resultado penoso conducir a aquellos hombres al sendero secreto que conducía a la parte trasera del castillo de sus antiguos señores. Hideyoshi así lo había supuesto y le dijo a propósito que regresara antes de que llegaran a su destino.

Dos leguas no era demasiada distancia, pero el sendero apenas se distinguía entre la vegetación. Durante su ascensión, Hideyoshi consultaba el plano una y otra vez, buscando el sendero oculto. Sin embargo, por mucho que los comparase, el plano y el terreno de la montaña no coincidían.

No encontraba el arroyo de montaña que había de ser su hito orientador. Se habían extraviado. Entretanto, el sol empezó a ponerse y el frío se intensificó. Hideyoshi no había pensado en la posibilidad de perderse, pues su mente se concentraba en las tropas que sitiaban el castillo de Inabayama. Si cuando saliera el sol a la mañana siguiente algo iba mal, perjudicaría en gran manera a sus camaradas.

—¡Esperad! —dijo uno de los hombres, tan repentinamente que todos se quedaron paralizados—. Veo una luz.

No había ningún motivo para que hubiera una luz en medio de las montañas, sobre todo cerca de un sendero secreto que conducía al castillo de Inabayama. Sin duda se habían aproximado mucho al castillo y aquél era un puesto de guardia enemigo.

Los hombres se apresuraron a ocultarse. En comparación con los ronin, que eran ágiles en extremo cuando escalaban las montañas o simplemente caminaban, Hideyoshi se sentía en desventaja.

—Sujetaos a esto —dijo Hikoemon, extendido el asta de su lanza.

Hideyoshi lo aferró con fuerza y Hikoemon trepó por el precipicio, tirando de Hideyoshi tras él. Salieron a una planicie. La noche avanzaba y la luz que antes habían visto parpadeaba brillantemente desde una grieta de la montaña al oeste.

Suponiendo que la luz procedía de un puesto de guardia, el sendero ciertamente sólo iría en una dirección.

—No tenemos alternativa —dijeron, decididos a abrirse paso.

—Esperad. —Hideyoshi se apresuró a sosegarlos—. Lo más probable es que sólo haya unos pocos hombres en el puesto de guardia, insuficientes para preocuparnos, pero no debemos permitir que hagan señales a Inabayama. Si hay una señalización con fuego estará cerca de la choza, así que primero busquémosla y dejemos allí dos hombres. Entonces, para evitar que algún guardián corra al castillo, la mitad de vosotros os quedaréis detrás de la casa.

Los hombres asintieron y se alejaron sigilosamente como animales silvestres, cruzaron una hondonada y entraron en el valle. La fragancia del cáñamo en los campos era inesperada, y había parcelas de mijo, puerros y ñames.

Hideyoshi ladeó la cabeza. La choza, rodeada de campos y de construcción rudimentaria, no parecía un puesto de guardia.

—No os apresuréis. Voy a echar un vistazo.

Hideyoshi avanzó arrastrándose entre el cáñamo, procurando no hacer ruido. Por lo que podía ver del interior de la choza, estaba claro que era una casa de campo, y muy deteriorada, por cierto. Distinguió a dos personas a la luz de una lámpara. Una de ellas parecía ser una anciana tendida sobre una estera de paja. La otra, probablemente su hijo, estaba masajeando la espalda de la anciana.

Hideyoshi se olvidó por un momento de donde estaba y contempló tiernamente la escena. La anciana ya tenía el cabello blanco. Su hijo era muy musculoso, aunque no aparentaba más de dieciséis o diecisiete años. Hideyoshi no podía considerar a aquella madre y su hijo como unos desconocidos. De repente tenía la sensación de estar viendo a su propia madre en Nakamura y a él mismo de muchacho.

El joven alzó de repente la cabeza y dijo:

—Espera un momento, madre. Hay algo extraño.

—¿Qué es, Mosuke?

La anciana se incorporó un poco.

—De repente los grillos han dejado de chirriar.

—Probablemente es algún animal que intenta entrar otra vez en el almacén.

—No. —El muchacho sacudió la cabeza enérgicamente—. Si fuese un animal, no se acercaría mientras la luz está todavía encendida.

Se deslizó hacia el porche, dispuesto a salir, y cogió una espada.

—¿Quién anda por ahí afuera a hurtadillas? —preguntó.

Hideyoshi se levantó de súbito en la parcela de cáñamo.

Sobresaltado, el joven se quedó mirándole fijamente. Al cabo murmuró:

—¿Qué pasa aquí? Ya me parecía que había alguien ahí afuera. ¿Eres un samurai de Kashihara?

En vez de responderle, Hideyoshi se volvió e hizo una seña con la mano a los hombres ocultos detrás de él.

—¡Rodead la choza! ¡Si alguien sale corriendo, matadlo!

Los guerreros se levantaron en la parcela de cáñamo y rodearon la choza en un instante.

—Rodear la casa con semejante despliegue... —dijo Mosuke, casi como si desafiara a Hideyoshi, el cual se había aproximado a la casa—. Aquí no estamos más que mi madre y yo. No hay nada merecedor de que la rodeen tantos hombres. ¿Qué andas buscando aquí, samurai?

Su actitud, mientras permanecía de pie en el porche, no era nada confusa. Por el contrario, era casi demasiado serena. Su desprecio hacia los intrusos resultaba evidente.

Hideyoshi se sentó en el borde del porche.

—No, muchacho —le dijo—. Sólo tomamos precauciones. No queríamos asustarte.

—No estoy nada asustado, pero mi madre se ha llevado un sobresalto —replicó sin asomo de temor—. Si vais a pedir disculpas, pedídselas a mi madre.

El chico no parecía ser un simple campesino. Hideyoshi echó un vistazo al interior de la choza.

—Vamos, vamos, Mosuke, ¿por qué eres tan descortés con un samurai? —le dijo la anciana, y entonces se volvió hacia Hideyoshi—. No sé quiénes sois, pero mi hijo nunca se mezcla con la sociedad mundana y no es más que un testarudo muchacho campesino que desconoce los buenos modales. Os ruego que le perdonéis, señor.

—¿Sois la madre de este joven?

—Sí, señor.

—Decís que es sólo un muchacho de campo que desconoce los buenos modales, pero a juzgar por su manera de hablar y su compostura, resulta difícil creer que sois campesinos ordinarios.

—Nos ganamos a duras penas la vida cazando en invierno y haciendo carbón para venderlo en el pueblo en verano.

—Puede que así sea ahora, pero no antes. Como mínimo, desde luego pertenecéis a una familia de casta. No soy un servidor de los Saito, pero debido a ciertas circunstancias me he extraviado en estas montañas. No tenemos intención de haceros daño. Si no os importa, ¿me haríais el favor de decirme quiénes sois?

Mosuke, que había permanecido sentado al lado de su madre, preguntó de improviso:

—Señor samurai, también vos habláis con acento de Owari. ¿Acaso sois de allí?

—Sí, nací en Nakamura.

—¿Nakamura? No lejos de nuestro pueblo. Yo nací en Gokiso.

—Entonces somos de la misma provincia.

—Si sois un servidor de Owari, os lo diré todo. Mi padre se llamaba Horio Tanomo. Sirvió al señor Oda Nobukiyo en la fortaleza de Koguchi.

—Qué extraño, si vuestro padre fue un servidor del señor Nobukiyo, entonces sin duda vos también seréis un servidor del señor Nobunaga.

Hideyoshi pensó con satisfacción que había encontrado allí a una buena persona.

Cuando le nombraron gobernador de Sunomata, buscó hombres capacitados que le sirvieran. Su método no consistía en emplearlos primero y luego juzgarlos. Si confiaba en un hombre, le empleaba de inmediato y luego gradualmente se servía de él. Había actuado de la misma manera cuando eligió mujer para casarse. Tenía un verdadero talento para distinguir la auténtica valía de la imitación.

—Sí, comprendo, pero creo que, como madre de Mosuke, no querréis que se pase la vida quemando carbón y cazando. ¿Por qué no me confiáis a vuestro hijo? Sé que eso sería llevarme todo lo que tenéis. Mi categoría no es alta, pero soy un servidor del señor Oda Nobunaga, Kinoshita Hideyoshi de nombre. Mi estipendio es bajo, y me considero como alguien que sale al mundo sin más armas que una lanza. ¿Quieres servirme?

Hideyoshi aguardó la respuesta, mirando a madre e hijo.

—¿Qué? ¿Yo?

Mosuke no podía dar crédito a sus oídos, y la anciana, tan feliz que se preguntaba si aquello era un sueño, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Si pudiera servir al clan Oda, mi marido, que murió deshonrado en combate, sería muy feliz. ¡Mosuke! Acepta esta oferta y limpia el nombre de tu padre.

Mosuke, por supuesto, no hizo ninguna objeción y pronunció de inmediato el juramento de fidelidad como servidor.

Entonces Hideyoshi dio al muchacho su primera orden.

—Nos dirigimos a la parte trasera del castillo de Inabayama. Tenemos un plano de las montañas, pero no podemos encontrar el sendero. Es una tarea bastante difícil para ser tu primer acto de servicio, pero debes guiarnos allí. Cuento contigo.

Mosuke estudió el mapa durante un rato, lo dobló y lo devolvió a Hideyoshi.

—Comprendo. ¿Alguien necesita comer? ¿Habéis traído suficientes víveres para que cada uno tenga dos comidas?

Como se habían extraviado, casi habían agotado sus raciones.

—Sólo hay dos leguas y media hasta el castillo, pero será mejor que llevemos lo suficiente para dos comidas.

Mosuke se apresuró a hervir arroz y lo mezcló con mijo, pasta de alubias y ciruelas saladas, en cantidad suficiente para diez hombres. Entonces se echó al hombro una cuerda de cáñamo y se fijó al cinto pedernal, yesca y la espada de su padre.

—Me marcho, madre —dijo Mosuke—. Ir a combatir es un buen comienzo al servicio de mi señor, pero según sea mi destino de samurai, puede que ésta sea nuestra última despedida. Si eso llegara a suceder, te ruego que te resignes a la pérdida de tu hijo.

Era hora de partir, pero madre e hijo estaban, naturalmente, poco dispuestos a separarse. Hideyoshi apenas podía soportar la escena. Se alejó de la casa y contempló las montañas negras como la brea.

Cuando Mosuke se marchaba, su madre le llamó, tendiéndole una calabaza.

—Llénala de agua y llévatela —le dijo—. Tendréis sed por el camino.

Hideyoshi y los demás se alegraron. Hasta entonces habían padecido en más de una ocasión la falta de agua. Eran muy pocos los lugares donde brotaban manantiales entre los peñascos, pero cuanto más se aproximaran a la cima, menos agua habría.

Cuando llegaban a un risco, Mosuke arrojaba la cuerda, la ataba a las raíces de un pino y trepaba primero. Entonces tiraba de los demás.

—A partir de aquí, seguir el sendero es todavía más difícil —les advirtió—. Hay varios sitios, como el puesto de guardia en la cueva de Akagawa, donde los guardianes podrían capturarnos.

Al oír estas palabras, Hideyoshi comprendió la amplitud de la prudencia de Mosuke cuando, al ver el plano de la montaña, lo examinó un momento sin dar una respuesta inmediata. Todavía conservaba algunos rasgos infantiles, pero pensaba las cosas a fondo, y Hideyoshi sintió aún más afecto hacia él.

El agua de la calabaza acabó convirtiéndose en sudor en los diez hombres. Mosuke se limpió un torrente de perspiración del rostro y comentó:

—Será difícil que podamos luchar si estamos tan cansados. ¿Por qué no dormimos aquí?

—Nos iría bien dormir —convino Hideyoshi, pero entonces preguntó qué distancia quedaba todavía hasta la parte trasera del castillo.

—Está ahí abajo —dijo Mosuke, señalando el valle.

Todos estaban excitados, pero Mosuke les silenció con un gesto de la mano.

—Ya no podemos seguir hablando en voz alta, pues el viento llevará nuestras voces en la dirección del castillo.

Hideyoshi contempló el valle. Los oscuros árboles que lo cubrían parecían un lago insondable, pero cuando llevaba un rato mirando distinguió el contorno de un muro hecho con rocas enormes, una empalizada y algo parecido a un almacén entre los árboles.

—Aquí estamos directamente por encima del enemigo. Bueno, durmamos hasta el amanecer.

Los hombres se tendieron en el suelo, y Mosuke envolvió la calabaza vacía en un paño y la colocó bajo la cabeza de su señor. Todos durmieron un par de horas excepto Mosuke, el cual se mantuvo despierto, montando guardia a cierta distancia.

—¡Eh! —les llamó.

Hideyoshi alzó la cabeza.

—¿Qué pasa, Mosuke?

—Está saliendo el sol.

En efecto, el cielo nocturno empezaba a mostrar una tonalidad blanca. Un mar de nubes cubría las cimas e impedía ver por completo el valle detrás del castillo de Inabayama, que estaba por debajo de ellos.

—Bien, empecemos el asalto —dijo uno de los hombres, y Hikoemon y los demás, temblorosos de excitación, ataron los cordones de sus armaduras y se ajustaron las polainas.

Other books

The Darkness Gathers by Lisa Unger
Gatekeeper by Mayor, Archer
Dangerous Weakness by Warfield, Caroline
A Fearsome Doubt by Charles Todd
The relentless revolution: a history of capitalism by Joyce Appleby, Joyce Oldham Appleby
The Pirate by Katherine Garbera
The Job by Doris O'Connor
Not As Crazy As I Seem by George Harrar
Infinite Sacrifice by L.E. Waters