Taiko (59 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Los colores otoñales en Sekigahara eran hermosos. Innumerables riachuelos cruzaban las tierras, parecidos a venas. La historia antigua e innumerables leyendas permanecían en las raíces de la vegetación de otoño como las lápidas de un pasado sangriento. Las montañas de Yoro formaban el límite con Kai, y sobre el monte Ibuki se deslizaban constantemente las nubes.

Takenaka Hanbei era natural de la región. Se decía de él que había nacido en Inabayama, pero había pasado la mayor parte de su infancia al pie del monte Ibuki. Nacido en el cuarto año de Temmon, Hanbei no contaba más que veintiocho años y era, pues, un joven estudioso de los temas militares. Tenía un año menos que Nobunaga y uno más que Hideyoshi. Sin embargo, ya había abandonado la búsqueda de grandes logros en el mundo caótico y se había construido una ermita en el monte Kurihara. La naturaleza le agradaba, los libros y los ancianos eran sus amigos, escribía poesía y jamás recibía a los visitantes que acudían a su puerta. ¿Era un farsante? Eso también se decía de él, pero el nombre de Hanbei era respetado en Mino y su reputación había llegado incluso a Owari.

Lo primero que se le ocurrió a Hideyoshi fue que le gustaría conocerle y juzgar por sí mismo. Sería lamentable pasar de largo y no trabar conocimiento con un hombre tan peculiar y extraordinario, cuando los dos habían nacido en el mismo mundo. Más aún, si Hanbei se inclinaba por el campo enemigo, Hideyoshi tendría que matarle. Confiaba sinceramente en que eso no ocurriera, porque sería el hecho más lamentable de toda su vida. Estaba decidido a entrevistarse con él, tanto si el ermitaño recibía a la gente como si no.

El morador del monte Kurihara

El monte Kurihara, situado al lado del monte Nangu, no era muy alto y casi parecía un niño arrimado a su padre.

El paisaje era hermoso. Cuando se aproximaban a la cima, incluso Hideyoshi, que no tenía nada de poeta, estaba en éxtasis, impresionado por la belleza suprema del sol otoñal que se ponía en el horizonte. Pero pronto su mente se concentró en un pensamiento: ¿cómo conseguiría que Hanbei se convirtiera en su aliado? Y a ese pensamiento le siguió rápidamente otro: «No, encararme con un estratega consumado por medio de la estrategia sería la peor estrategia de todas. Sólo puedo presentarme ante él como una hoja de papel en blanco. Le hablaré sinceramente, con todo mi poder de convicción». De esta manera se infundía ánimo. Sin embargo, ni siquiera sabía dónde vivía Hanbei, y cuando el sol se puso aún no habían podido encontrar su residencia aislada. Pero Hideyoshi no tenía prisa. Cuando oscureciera, sería natural que en alguna parte encendieran una lámpara. En vez de deambular inútilmente, cambiando una y otra vez de dirección errónea, sería más grato y rápido quedarse donde estaban. Por lo menos parecía pensar así, porque se sentó a descansar hasta que el sol se pusiera. Finalmente descubrieron el minúsculo punto luminoso de una lámpara a lo lejos, más allá de una hondonada pantanosa. Avanzaron por un sendero estrecho y sinuoso que se ceñía a cuestas y pendientes, y por fin llegaron al lugar.

Era una parcela de tierra nivelada y rodeada de pinos rojos, hacia la mitad de la vertiente. Habían esperado encontrar una casita de campo con techumbre de paja rodeada por una valla destartalada, pero ahora observaron que se estaban acercando a un tosco muro de barro que rodeaba un gran recinto. Al aproximarse más, vieron tres o cuatro faroles que ardían en el interior. En vez de un portal convencional, sólo había una mampara de bambú batida por el viento.

Cuando entró, sigilosamente, Hideyoshi se dijo que era un lugar demasiado grande. Al otro lado del muro había un pinar. Un estrecho sendero conducía desde la entrada a los pinos, y excepto por la pinaza que cubría el suelo, el terreno estaba impecable. Siguieron andando y, al cabo de unas cincuenta varas, llegaron a la casa. En un cobertizo cercano una vaca mugía en su pesebre. Oían la crepitación de una fogata. El viento avivaba las llamas y el humo llenaba la atmósfera. Hideyoshi se quedó inmóvil y se restregó los ojos, pero una súbita ráfaga de viento procedente de la montaña eliminó el humo, y entonces vio a un niño que estaba colocando ramitas bajo el fogón de una choza dedicada a cocina.

—¿Quién eres? —inquirió el chico con suspicacia.

—¿Eres un sirviente? —le preguntó a su vez Hideyoshi.

—¿Yo? Sí.

—Soy un servidor del clan Oda. Me llamo Kinoshita Hideyoshi. ¿Podrías entregar un mensaje?

—¿A quién?

—A tu señor.

—No está aquí.

—¿Ha salido?

—Te digo que no está aquí. Vete.

Dando la espalda al visitante, el niño se sentó ante el fogón y reanudó la tarea de cebarlo. La niebla nocturna en la montaña era gélida, y Hideyoshi se puso en cuclillas ante el fogón, al lado del niño.

—Déjame que me caliente un poco.

El niño no dijo nada, pero le dirigió una rápida mirada por el rabillo del ojo.

—Hace frío de noche, ¿verdad?

—Esto es una montaña —dijo el niño—. Claro que hace frío.

—Pequeño monje, este...

—¡Esto no es un templo! ¡Soy el discípulo del señor Hanbei, no un monje!

—¡Ja, ja, ja!

—¿De qué te ríes?

—Perdona.

—¡Vete! Si mi señor descubre que un desconocido se ha metido en la cocina, luego me reñirá por ello.

—No te preocupes por eso. Ya pediré disculpas a tu señor.

—¿De veras quieres verle?

—Así es. ¿Crees que voy a desandar mi camino sin verle después de haber subido hasta aquí?

—La gente de Owari es grosera, ¿eh? Eres de Owari, ¿no es cierto?

—¿Qué tiene eso de malo?

—Mi señor detesta a los de Owari, y yo también. Owari es una provincia enemiga, ¿no?

—Supongo que sí.

—Has venido a Mino en busca de algo, ¿verdad? Si sólo estás de viaje, será mejor que sigas adelante, o perderás tu cabeza.

—No tengo intención de ir más lejos. Mi único propósito era venir a esta casa.

—¿A qué has venido?

—En busca de admisión.

—¿Cómo? ¿Quieres ser un discípulo de mi maestro, igual que yo?

—Aja. Supongo que quiero llegar a ser un discípulo hermanado contigo. En cualquier caso, creo que nos llevaríamos bien. Ahora ve a hablar con tu señor. Yo me encargaré de cebar el fogón. No te preocupes, el arroz no se quemará.

—No hace falta que hagas eso. No quiero ir.

—No tengas tan mal genio. Oye, ¿qué es eso? ¿No es tu señor quien tose ahí dentro?

—Mi maestro tose mucho de noche. No es un hombre fuerte.

—Así pues, me has mentido al decir que estaba ausente.

—Tanto da que esté como que no. No recibe a ningún visitante, sin que le importe quien sea ni de qué provincia venga.

—Bueno, esperaré el momento adecuado.

—Sí, vuelve otro día.

—No, no. Esta choza es cálida y agradable. Déjame que me quede aquí algún tiempo.

—¡Estás de broma! ¡Vete!

El chiquillo se puso en pie de un salto como para atacar al intruso, pero cuando miró enfurecido el rostro sonriente de Hideyoshi a la oscilante luz rojiza del horno, fue incapaz de seguir encolerizado por mucho que lo intentara. Mientras contemplaba el rostro de aquel hombre, disminuían gradualmente sus sentimientos de hostilidad iniciales.

—¡Kokuma! ¡Kokuma! —gritó alguien desde la casa.

El muchacho reaccionó al instante. Dejando a Hideyoshi donde estaba, corrió desde la choza a la casa y estuvo ausente durante largo rato. Entretanto, del caldero que estaba sobre el fogón empezó a surgir un olor a alimento chamuscado. Incapaz de considerar que era una comida ajena, Hideyoshi se apresuró a coger el cucharón que estaba encima de la tapa y removió el contenido del caldero, unas gachas marrones de arroz mezclado con castañas y verduras secas. Otros quizá se habrían reído de ese humilde condumio, pero Hideyoshi había nacido en una granja pobre y cuando miraba un solo grano de arroz veía las lágrimas de su madre. Para él no era algo de poca monta.

—¡Ese chico! Esto se va a quemar. Qué desperdicio.

Usó un paño para agarrar las asas del caldero y lo levantó.

—Oh, gracias, señor.

—Hola, Kokuma. Estaba empezando a quemarse, así que aparté el caldero. Parece haber hervido lo suficiente.

—Ya conocéis mi nombre, ¿eh?

—Así acaba de llamarte el señor Hanbei desde la casa. ¿Le has hablado de mí mientras estabas ahí?

—Me ha llamado por otra cosa. En cuanto a interceder por vos, si le hablara de alguna cosa inútil no haría más que enfadarse. Así pues, no le he dicho nada.

—Bien, bien. Sigues estrictamente las órdenes de tu señor, ¿eh? Estoy impresionado de veras.

—¡Bah! Habláis así por orgullo.

—No, es cierto. Estoy impaciente, pero si fuese tu maestro te alabaría por tu proceder. No te miento.

En aquel momento alguien salió de la cocina principal, sosteniendo un farolillo de papel. Una voz femenina llamó repetidas veces a Kokuma, y cuando Hideyoshi se volvió a mirar vio a una muchacha de dieciséis o diecisiete años. Su kimono lucía un estampado de flores de cerezo y niebla, y lo ataba con una faja de color ciruela. Su figura estaba iluminada en la noche negra como el hollín por la tenue luz del farolillo.

—¿Quién es? ¿Oyu?

Kokuma se dirigió a ella y la escuchó. Cuando terminó de hablarle, la manga con las flores de cerezo estampadas se deslizó por la oscura entrada junto con el farolillo y desapareció detrás del muro.

—¿Quién era? —preguntó Hideyoshi.

—La hermana de mi maestro —respondió Kokuma sencillamente y en tono suave, como si estuviera hablando de la belleza de las flores en el jardín de su señor.

—Escúchame, por favor. Sólo para asegurarme... ¿Por qué no vuelves ahí y le preguntas si puede verme? Si dice que no, me marcharé.

—¿Os marcharéis de veras?

—Sí.

—Esta vez sin falta —dijo Kokuma enérgicamente, pero por fin entró en la casa. Regresó al cabo de un momento y dijo con brusquedad—: Dice que no y que detesta recibir visitas..., y me ha reñido, desde luego. Así que marchaos, señor, os lo ruego. Ahora voy a servir a mi maestro su comida.

—Bueno, me iré esta noche, pero volveré en otra ocasión.

Hideyoshi se sometió dócilmente y empezó a marcharse.

—¡No servirá de nada que volváis! —le gritó Kokuma. Hideyoshi desando sus pasos en silencio. Sin pensar en la oscuridad, bajó al pie de la montaña y se echó a dormir.

Al día siguiente se levantó, hizo algunos preparativos y subió de nuevo la montaña. Entonces, tal como había hecho el día anterior, cuando se puso el sol visitó la residencia de Hanbei. La vez anterior había pasado demasiado tiempo con el muchacho, por lo que ahora se dirigió a la puerta que parecía la entrada principal. La persona que respondió a su llamada era el mismo Kokuma de antes.

—¡Cómo! ¿Otra vez aquí, señor?

—Me gustaría que le preguntaras si puedo verle hoy. Hazme el favor de decirle a tu maestro que estoy aquí.

Kokuma entró en la casa y, tanto si habló realmente con Hanbei como si no, regresó en seguida y le dio la misma negativa tajante.

—En ese caso, volveré a preguntárselo cuando esté de mejor humor —dijo Hideyoshi cortésmente, y se marchó.

Dos días después volvió a presentarse.

—¿Me recibirá hoy?

Kokuma entró y salió de la casa con su rapidez habitual, y una vez más le transmitió un rechazo categórico.

—Dice que es irritante que vengáis tan a menudo.

Aquel día Hideyoshi volvió a marcharse en silencio. Sus visitas a la casa se repitieron numerosas veces. Al final, cada vez que Kokuma le veía la cara, se echaba a reír.

—Tenéis mucha paciencia, ¿no es cierto, señor? Pero venir aquí es inútil, por muy paciente que seáis. Últimamente, cuando le digo a mi maestro que estáis aquí, en vez de enfurecerse se ríe.

Los niños tienen facilidad para trabar rápidamente amistades, y ya había empezado a desarrollarse una familiaridad entre Kokuma y Hideyoshi.

Al día siguiente Hideyoshi subió de nuevo a la casa. Saya, que esperaba al pie de la montaña, no tenía idea de lo que se proponía su señor y finalmente empezó a airear su irritación:

—¿Quién se cree que es ese Takenaka Hanbei? Esta vez voy a subir ahí y le obligaré a dar cuenta de su grosería.

El día de la décima visita de Hideyoshi llovía y soplaba un fuerte viento. Tanto Saya como los propietarios de la granja donde se alojaba hicieron cuanto podían para impedir que Hideyoshi saliera, pero él se mantuvo en sus trece y, poniéndose una capa pluvial de paja y un sombrero, emprendió el ascenso. Llegó cuando anochecía, se quedó en la entrada y llamó como de costumbre.

—Sí. ¿Quién es, por favor?

Aquella noche salió por primera vez la joven, Oyu, de quien Kokuma había dicho que era la hermana de Hanbei.

—Sé que mis visitas molestan al señor Hanbei y lamento hacerlo contra sus deseos, pero he venido aquí como enviado de mi señor y me será muy difícil regresar a casa si no me entrevisto con él. Forma parte del servicio de un samurai entregar los mensajes de su señor, por lo que estoy decidido a venir aquí hasta que el señor Hanbei acceda a verme, aunque ello me lleve dos o tres años. Y si el señor Hanbei se niega a recibirme, estoy dispuesto a abrirme el vientre. No dudo de que el señor Hanbei conoce mejor que nadie las penalidades de la clase guerrera. Por favor..., si pudieras interceder por mí...

Bajo la lluvia que penetraba violentamente a través de las goteras del tejado, Hideyoshi efectuó su súplica arrodillado. Pareció como si sólo eso hubiera conmovido a la impresionable joven.

—Esperad un momento, por favor —le dijo amablemente, y entró en la casa, pero cuando volvió a salir le dijo, con evidente conmiseración, que la respuesta de Hanbei no había variado—. Siento que mi hermano sea tan testarudo, pero os ruego que os retiréis. Dice que por muy a menudo que vengáis aquí, no os recibirá. Le desagrada hablar con la gente y se niega a hacerlo ahora.

—Ya... —Hideyoshi bajó los ojos con aparente decepción, pero no insistió. La lluvia que caía de los aleros le golpeaba los hombros—. No puedo hacer nada más. En fin, esperaré hasta que esté de buen humor.

Se puso el sombrero de paja y se alejó, abatido, bajo la lluvia. Siguió el camino a través del pinar, como siempre hacía, y había llegado al lado exterior del muro de barro cuando oyó que Kokuma corría tras él.

—¡Señor! ¡Os recibirá! ¡Ha dicho que os recibirá! ¡Ha dicho que volváis!

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