Taiko (134 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Toshimitsu le precedió, sosteniendo una vela. No encontraron a nadie durante el largo camino por el sinuoso corredor. Casi todo el mundo dormía apaciblemente en la ciudadela principal, pero una atmósfera fuera de lo corriente flotaba en aquella parte del edificio, y parecía haber hombres levantados y moviéndose en dos o tres habitaciones.

—¿Dónde está Su Señoría?

—En su dormitorio.

Toshimitsu apagó la vela en la entrada del corredor que conducía al dormitorio de Mitsuhide. Con una mirada invitó a Mitsuharu a entrar y abrió la pesada puerta. Tan pronto como Mitsuharu hubo entrado, Toshimitsu cerró la puerta tras él. Sólo desde la habitación más alejada en el corredor, el dormitorio de Mitsuhide, se filtraba la débil luz.

Cuando Mitsuharu se asomó a la habitación, no vio ayudantes ni pajes. Mitsuhide estaba solo, vestido con un kimono veraniego de gasa blanca, la espada larga a su lado y una mano sobre un apoyabrazos.

La luz de la lámpara era especialmente pálida porque se filtraba a través de la gasa verde de la mosquitera que pendía alrededor de Mitsuhide. Cuando dormía, esa red le rodeaba por los cuatro lados, pero ahora la parte delantera estaba sujeta por una tira de bambú.

—Entra Mitsuharu —le dijo Mitsuhide.

—¿A qué viene todo esto? —le preguntó su primo, tras arrodillarse ante Mitsuhide.

—Dime Mitsuharu, ¿arriesgarías tu vida por mí?

Mitsuharu se arrodilló en silencio y pareció como si se hubiera olvidado de hablar. Una luz extraña brillaba en los ojos de Mitsuhide. Su pregunta había sido sencilla y directa, las mismas palabras que Mitsuharu había temido escuchar desde Sakamoto. Ahora Mitsuhide había hablado finalmente, y aunque Mitsuharu no estaba sorprendido, la sangre de sus venas parecía haberse convertido en hielo.

—¿Estás contra mí, Mitsuharu?

Siguió sin responder, y también Mitsuhide guardó silencio. Su rostro tenía cierta palidez que no se debía a la mosquitera verde ni al chisporroteo de la lámpara, sino que era reflejo de alguna emoción profunda.

Mitsuharu sabía, casi por intuición, que Mitsuhide había preparado un plan de contingencia para usarlo si se le oponía. Más allá de la mosquitera, en el ángulo de un gran hueco en la pared, había una cámara secreta que podía ocultar a un hombre armado. Los puntos dorados en la superficie de la puerta oculta tenían un brillo siniestro, como si destellaran con el propósito sangriento del asesino agazapado allí.

A la derecha de Mitsuharu había una gran puerta corrediza, desde el otro lado de la cual no llegaba sonido alguno, pero percibía la presencia de Saito Toshimitsu y varios hombres más con las armas desenvainadas, esperando una palabra de Mitsuhide. Mitsuharu no podía ofenderse por la conducta cruel y solapada de Mitsuhide, pues ante todo sentía conmiseración. ¿Había desaparecido el hombre inteligente al que conocía desde su juventud? Ahora tenía la sensación de que se hallaba ante la ruina de aquel hombre.

—¿Qué me respondes, Mitsuharu? —le preguntó Mitsuhide, inclinándose hacia él.

Mitsuharu notaba el cálido aliento de su primo que ardía como la fiebre de un enfermo.

—¿Por qué quieres que arriesgue mi vida? —le preguntó finalmente.

Sabía muy bien lo que Mitsuhide planeaba, por lo que fingía deliberadamente ignorancia, aferrándose a la esperanza de que de alguna manera pudiera apartar a su primo del borde del abismo.

Al oír las palabras de Mitsuharu, las venas en las sienes de Mitsuhide sobresalieron todavía más. Su voz se hizo extrañamente ronca.

—Mitsuharu, ¿no sabes que algo ha estado royéndome desde que abandoné Azuchi?

—Es evidente.

—En ese caso, ¿por qué son necesarias todas estas palabras? Bastará con un sí o un no.

—¿Por qué eres tú el que se niega a hablar, mi señor? No es sólo el destino del clan Akechi el que depende de lo que digas ahora, sino el futuro de la nación.

—¿Qué estás diciendo, Mitsuharu?

—Pensar que precisamente tú has pensado en cometer esta ignominia... —Con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, Mitsuharu se acercó más a Mitsuhide y apoyó ambas manos en el suelo, en actitud de súplica—. Jamás he comprendido el carácter humano menos que esta noche. ¿Qué leíamos cuando éramos jóvenes y estudiábamos juntos en casa de mi padre? ¿Había una sola palabra en los libros de los sabios antiguos que aprobara el hecho de dar muerte al propio señor?

—No levantes la voz, Mitsuharu.

—¿Quién va a oírme? Todo lo que tienes aquí son asesinos detrás de puertas secretas, esperando tu orden. Mi señor..., nunca, ni una sola vez, he dudado de tu prudencia, pero el hombre al que conocía parece haber cambiado mucho.

—Es demasiado tarde, Mitsuharu.

—Debo hablar.

—Es inútil.

—Tengo que hacerlo aunque sea inútil.

Lágrimas amargas caían sobre las manos de Mitsuharu.

En aquel momento algo se movió detrás de la puerta oculta. Tal vez el asesino había percibido la situación y estaba tenso y ansioso de actuar. Pero Mitsuhide seguía sin hacer ninguna señal. Desvió la vista de la figura llorosa de su primo.

—Has estudiado mucho más que otros, tus poderes intelectuales son mucho mayores que los de la mayoría de la gente y has llegado a la edad del juicio maduro —le dijo Mitsuharu en tono suplicante—. ¿Hay algo que no comprendes? Soy tan ignorante que carezco de palabras. Pero incluso una persona como yo puede leer la palabra «lealtad» y meditar sobre ella hasta que llega a formar parte de mí. Aunque hayas leído diez mil libros, no te servirá de nada si ahora pierdes de vista esa palabra. ¿Me estás escuchando, mi señor? Nuestra sangre procede de una estirpe de antiguos guerreros. ¿Mancharías el honor de nuestros antepasados? ¿Y qué me dices de tus propios hijos y sus descendientes? Piensa en la vergüenza que acumularás sobre infinitas generaciones.

—Podrías enumerar esa clase de cosas sin cesar —replicó Mitsuhide—. Lo que me propongo las trasciende a todas. No sigas intentando hacerme cambiar de idea. He considerado el buen sentido del que acabas de hablarme una noche tras otra, dándole vueltas y más vueltas en mi cerebro. Cuando miro atrás y veo el camino que he recorrido durante cincuenta y cinco años, sé que no estaría tan turbado de no haber nacido samurai ni tampoco intentaría semejante cosa.

—Y es precisamente porque has nacido samurai por lo que no deberías atentar contra tu señor, por mucho que hayas tenido que soportar.

—Nobunaga se levantó contra el shogun, y todo el mundo sabe cuánto karma acumuló al incendiar el monte Hiei. Mira lo que les ocurrió a sus vasallos principales... Hayashi, Sakuma, Araki. No puedo pensar en sus trágicos destinos como si fueran asuntos ajenos.

—Has recibido una provincia, mi señor. Al clan no le falta nada. Piensa en los favores que nos ha concedido.

Entonces Mitsuhide perdió el dominio de sí mismo y sus palabras fluyeron como un río desbordado.

—¿Es un favor recibir una provincia insignificante como esta? Probablemente la poseería aunque careciera de talento. Una vez Nobunaga tenga todo lo que necesita de mí, no seré más que un perrillo faldero al que alimentará en Azuchi, o tal vez me considerará un lujo inútil. Incluso me ha puesto bajo las órdenes de Hideyoshi, ordenándome que vaya al Sanin. Si eso no es una declaración del destino del clan Akechi, no sé qué es. Fui educado como samurai, he heredado la sangre de generaciones de guerreros. ¿Crees que voy a terminar mis días doblegándome servilmente mientras los demás me dan órdenes? ¿No puedes ver lo que hay en el negro corazón de Nobunaga?

Mitsuharu permanecía sentado en silencio, pasmado.

—¿A quién has revelado tus intenciones?

—Aparte de ti, a una docena de mis vasallos de más confianza.

Mitsuhide aspiró hondo y pronunció los nombres de sus servidores. Mitsuharu alzó la vista al techo y exhaló un largo suspiro.

—¿Qué puedo decir ahora que se lo has dicho?

De repente Mitsuhide se movió adelante y cogió el cuello del kimono de su primo con la mano izquierda.

—¿Dices que no? —le preguntó. Su mano derecha se cerró sobre el mango de su daga, mientras la izquierda sacudía a Mitsuharu con una tremenda fuerza—. ¿O dices que sí?

Cada vez que Mitsuhide sacudía a Mitsuharu, la cabeza de éste se movía atrás y adelante como si su cuello no contuviera huesos. Las lágrimas se deslizaban por su rostro.

—A estas alturas ya no se trata de decir sí o no, pero no sé qué habría pasado si me hubieras informado antes que a los demás, mi señor.

—¿Estás de acuerdo entonces? ¿Actuarás conmigo?

—Tú y yo, mi señor, somos dos hombres, pero es como si fuésemos uno solo. Si murieses, yo no querría vivir. Técnicamente somos señor y vasallo, pero tenemos las mismas raíces e idéntico nacimiento. Hemos vivido juntos hasta ahora y estoy naturalmente resuelto a compartir lo que nos reserve el destino.

—No te preocupes, Mitsuharu, que no va a ser todo o nada, pues siento que nuestra victoria es segura. Si tenemos éxito, no estarás al frente de un castillo de poca monta como el de Sakamoto. Te lo prometo. ¡Como mínimo tendrás tu título al lado del mío y serás el señor de un gran número de provincias!

—¡Cómo! Ésa no es la cuestión. —Apartando la mano que retenía a su primo por el cuello, Mitsuhide le empujó atrás—. Quisiera llorar..., mi señor, por favor, permíteme que llore.

—¿Qué es lo que tanto te entristece, necio?

—¡Tú eres el necio! —¡Idiota!

Ambos se dirigieron otros insultos y luego se abrazaron, las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

***

El tiempo era como de pleno verano. El primer día del sexto mes fue más cálido de lo que había sido en muchos años. Por la tarde, columnas de nubes cubrían una parte del cielo por el norte, pero el sol que se ponía lentamente siguió caldeando las montañas y los ríos de Tamba hasta que oscureció.

La ciudad de Kameyama estaba ahora totalmente desierta. Los soldados y las carretas que habían abarrotado sus calles ya no estaban allí. Los soldados, con armas de fuego, lanzas y estandartes, se alejaban de la ciudad en una larga columna, sus cabezas cociéndose bajo los cascos de hierro. Los habitantes de la ciudad se amontonaban a los lados de la carretera para ver la partida del ejército. Buscaban a los benefactores que habían favorecido sus tiendas en el pasado, les deseaban buena suerte en voz tan alta como podían y les instaban a realizar grandes hazañas.

Pero ni los soldados que marchaban ni las multitudes que los saludaban sabían que aquella partida no era el comienzo de una campaña en el oeste, sino el primer paso hacia Kyoto. Con excepción de Mitsuhide y una docena de hombres de su estado mayor, nadie lo sabía.

***

Pronto sería la hora del mono. En la atmósfera, teñida al oeste por el color rojo como la sangre del sol poniente, resonaban las caracolas altas y bajas, una tras otra. Los soldados, que habían hecho poco más que apiñarse en varios campamentos, se levantaron de inmediato para integrarse en sus columnas. Se dividieron en tres líneas y formaron en filas, con los estandartes alzados.

El intenso verdor de las montañas circundantes y el follaje verde claro de la vegetación más próxima despedían su fragancia mientras la ligera brisa de la tarde acariciaba los innumerables rostros. Una vez más sonó la caracola, en esta ocasión desde el bosque lejano.

Mitsuhide y sus generales, que estaban en el recinto del santuario del dios de la guerra, Hachiman, avanzaron en brillante formación bajo los rayos oblicuos del sol poniente. Mitsuhide pasó revista a sus tropas, las cuales, una vez formadas, parecían un muro de hierro. Cada soldado alzaba la vista cuando Mitsuhide pasaba ante él, e incluso los soldados rasos se sentía orgullosos de estar bajo las órdenes de tan grande general.

Mitsuhide vestía armadura negra con cordones verde claro bajo un manto de brocado blanco y plateado. Su espada larga y la silla de montar de su caballo eran obras de artesanía excepcional. Aquel día parecía mucho más joven que de ordinario, pero no era esa una característica exclusiva de Mitsuhide, pues cuando un hombre se ponía la armadura desaparecía su edad. Incluso al lado de un guerrero de dieciséis años en su primera campaña, un hombre viejo no mostraba ni experimentaba su edad.

Aquel día las plegarias de Mitsuhide habían sido más suplicantes que las de cualquier otro hombre de su ejército, y por esa razón, al pasar ante cada soldado, sus ojos parecían fatigados por la intensidad de su resolución. El aspecto del comandante en jefe no dejaba de reflejarse en el espíritu marcial de sus hombres. Los Akechi habían ido a la guerra en veintisiete ocasiones. Pero aquel día los hombres estaban febriles de tensión, como si intuyeran que la batalla inminente estaba fuera de lo ordinario.

Cada uno tenía la sensación de que partía para no regresar jamás. Esa intuición generalizada llenaba el lugar como una fría niebla, de modo que los nueve estandartes con sus blasones de campanillas que ondeaban por encima de cada división parecían golpear contra un montón de nubes.

Mitsuhide tiró de las riendas de su caballo, se volvió hacia Saito Toshimitsu, que cabalgaba a su lado, y le preguntó:

—¿Cuántos hombres tenemos en total?

—Diez mil. Si incluimos a los diversos porteadores, debe de haber más de trece mil hombres.

Mitsuhide hizo un gesto de asentimiento.

—Decid a los jefes de unidad que vengan aquí —pidió tras una pausa.

Cuando los jefes estuvieron reunidos ante Mitsuhide, éste hizo retroceder un poco a su montura y su primo, Mitsutada, se adelantó flanqueado por generales a derecha e izquierda.

—He aquí una carta de Mori Ranmaru, quien ahora se halla en Kyoto, y que nos llegó anoche. Voy a leerla para que todo el mundo la entienda.

Abrió la carta y leyó:

—«Por orden del señor Oda Nobunaga tenéis que acudir a la capital, de modo que Su Señoría pueda pasar revista a las tropas antes de que partan hacia el oeste.» Nos marcharemos a la hora del gallo. Hasta entonces que los soldados preparen las provisiones, alimenten a los caballos y descansen.

La visión de los trece mil hombres que preparaban sus provisiones en el campo de maniobras era todo un espectáculo. Entretanto, los jefes de unidad fueron llamados de nuevo, esta vez para que acudieran al bosque que rodeaba el santuario de Hachiman, donde el aire fresco, en la penumbra animada por el canto de las cigarras, parecía casi líquido.

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