Taiko (125 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Hideyoshi ya veía anegados por las aguas los campos, arrozales, terrenos de equitación y aldeas de aquella llanura. Tal como él lo veía, las elevaciones en tres lados podían considerarse como una línea ondulante de cabos y playas, y el castillo de Takamatsu como una solitaria isla artificial.

Hideyoshi le devolvió el mapa a Kyuemon, convencido de la viabilidad del proyecto, y montó de nuevo en su caballo.

—¡Vámonos! —gritó a sus ayudantes, y entonces se dirigió a Rokuro y Kyuemon—: Voy a cabalgar hasta el monte Ishii. Tomad las medidas del dique siguiendo las huellas de los cascos de mi caballo.

Hideyoshi hizo girar su montura hacia el este y partió al galope. Cabalgó directamente desde Monzen a Harakozai, y entonces describió un arco desde allí hasta el monte Ishii. Kyuemon y Rokuro fueron tras él, dejando un reguero de harina de arroz en el suelo. A continuación los trabajadores clavaron estacas para señalar la línea del dique.

Cuando la línea que habían trazado se convirtiera en un terraplén y las aguas de los siete ríos fueran desviadas para que fluyeran en él, toda la zona se transformaría en un lago enorme en forma de hoja de loto semiabierta. Cuando los hombres miraron con detenimiento la disposición del terreno que formaba el límite entre Bizen y Bitchu, comprendieron que en el remoto pasado debió de formar parte del mar. La batalla había comenzado. No iba a ser una batalla sangrienta, sino una guerra librada contra la tierra.

La longitud del dique sería de una legua, su anchura de treinta pies en lo alto y sesenta pies en la base. El problema estribaba en su altura, que debía ser proporcional a la altura de los muros del castillo de Takamatsu.

En realidad, el principal factor para asegurar el éxito del ataque con agua era el hecho de que los muros exteriores del castillo sólo tenían doce pies de altura. Así pues, la altura del dique de veinticuatro pies se calculó desde una base de doce pies. Si el nivel del agua subía hasta aquella altura, no sólo sumergiría los muros exteriores sino también el mismo castillo bajo seis pies de agua.

Sin embargo, no suele ocurrir que un proyecto se complete antes de la fecha programada, y el problema que tanto turbaba a Kanbei era el de los recursos humanos. En general, tendría que confiar en los campesinos locales, pero la población de las aldeas vecinas era bastante escasa, porque Muneharu había alojado a más de quinientas familias campesinas en el castillo antes del asedio, mientras que muchos otros habían huido a las montañas.

Los campesinos que se habían refugiado en el castillo estaban dispuestos a vivir o morir con su señor. Eran personas buenas y sencillas que habían servido a Muneharu durante años. Muchos de los que se quedaron en las aldeas eran gentes de mal carácter, o bien oportunistas dispuestos a trabajar en un campo de batalla.

Hideyoshi podía contar con la cooperación de Ukita Naoie, y Kanbei estaba en condiciones de reunir varios millares de hombres de Okayama, pero lo que le turbaba no era reunir ese número de gente, sino el problema de utilizar tales recursos humanos con la mayor eficacia.

Durante una gira de inspección, visitó a Rokuro y le pidió un informe de los progresos.

—Siento decir que no podremos cumplir con el programa de Su Señoría —replicó Rokuro con tristeza.

Ni siquiera el cerebro matemático de aquel hombre podía concebir la manera de hacer trabajar con ahínco al grupo de trabajadores y rufianes mezclados. Por este motivo, cada noventa varas a lo largo del dique se habían alzado casetas de guardia, y en esos puntos de vigilancia estaban estacionados soldados con la misión de estimular a los trabajadores. Sin embargo, debido a que los soldados estaban allí simplemente como observadores pasivos, los millares de hombres que manejaban los azadones y, semejantes a hormigas, cargaban al hombro sacos de tierra, eran reacios a cualquier estímulo.

Por otro lado, el calendario impuesto por Hideyoshi era demasiado apretado. De noche y de día le llegaban mensajes urgentes. Los cuarenta mil soldados de los Mori se habían dividido en tres ejércitos a las órdenes de Kikkawa, Kobayakawa y Terumoto, y se aproximaban a la frontera provincial a cada hora que pasaba.

Kanbei observaba a los trabajadores. Algunos apenas se movían, exhaustos por trabajar sin descanso. Sólo disponían de dos semanas para completar el proyecto.

Dos días, tres días. Pasaron cinco días.

Kanbei pensó que el progreso era tan lento que no podrían completar el dique en cincuenta o ni siquiera en cien días, y mucho menos en dos semanas.

Rokuro y Kyuemon, dedicados a la supervisión de los trabajadores, no dormían. Pero por mucho que se esforzaran, los hombres estaban malhumorados y se mostraban insolentes. Para empeorar las cosas, algunos trabajadores saboteaban adrede el programa, al persuadir a sus compañeros relativamente sumisos para que obstaculizaran el proyecto por medio de una lentitud deliberada.

Kanbei no podía contemplar aquello con pasividad, y finalmente empezó a visitar en persona el lugar de la construcción, apoyándose en su bastón. De pie en un montículo de tierra fresca, en una sección del dique finalmente completa, miró abajo con los ojos encendidos, a los millares de trabajadores. Cuando reparaba en alguno que se mostraba perezoso, se dirigía hacia él con una rapidez inusitada para un lisiado y le golpeaba con el bastón.

—¡A trabajar! ¿A qué viene esa cachaza?

Los peones se echaban a temblar y trabajaban frenéticamente, pero sólo mientras Kanbei los vigilaba.

—¡El demonio lisiado está mirando!

Al final, Kanbei dirigió un informe a Hideyoshi: «Va a ser imposible terminar a tiempo. Sólo para asegurarme de que estamos preparados, quisiera pediros que decidáis de antemano alguna estrategia, por si llegan los refuerzos de Mori mientras la construcción está a medio hacer. Por los dioses, es más difícil conseguir que estos peones trabajen que hacer maniobrar a las tropas».

Hideyoshi, en un estado de nerviosismo que era muy infrecuente en él, contó en silencio con los dedos. A cada hora le informaban de la aproximación de un gran ejército de Mori, y recibía los despachos como si contemplara las nubes de una tormenta nocturna que se acercara a las montañas.

—No te desalientes, Kanbei. Todavía nos quedan siete días.

—Menos de un tercio de la construcción está terminado.

¿Cómo vamos a completar el dique en los pocos días que nos quedan?

—Podemos hacerlo. —Era la primera vez que Hideyoshi contradecía a Kanbei tan rotundamente—. Podemos terminarlo, pero no lo conseguiremos si nuestros tres mil trabajadores sólo aportan la fuerza de tres mil hombres. Ahora bien, si cada hombre trabaja como cuatro o cinco, nuestros tres mil trabajadores tendrán la fuerza de diez mil. Si los samurais que les supervisan actúan de la misma manera, un solo hombre podrá reunir el espíritu de diez, y seremos capaces de lograr lo que nos propongamos. Kanbei, voy a ir personalmente al lugar de la construcción.

A la mañana siguiente, un mensajero enfundado en una túnica amarilla corrió alrededor de la obra, ordenando a los peones que interrumpieran el trabajo y se congregaran alrededor de un estandarte colocado en el dique.

Tanto los trabajadores del turno de noche que se dirigían a sus casas como los que acababan de llegar, siguieron a sus jefes. Una vez reunidos los tres mil trabajadores era difícil distinguir el color de la tierra del de los mismos hombres.

Incitados en parte por la inquietud, la oleada de hombres renegridos se adelantó, pero habían perdido su apariencia de valentía y seguían con sus bromas y burlas. De repente guardaron silencio cuando Hideyoshi se dirigió al taburete colocado junto al estandarte. Sus pajes y servidores se situaron solemnemente en pie, a derecha e izquierda, detrás de él. El demonio guerrero, Kuroda Kanbei, que era el blanco cotidiano de su malevolencia, estaba a un lado, apoyado en su bastón. Fue él quien se dirigió a los trabajadores desde lo alto del dique.

—Hoy el señor Hideyoshi desea que le contéis vuestros pensamientos. Como todos sabéis, el tiempo concedido para construir el dique ha sido consumido en más de su mitad, pero la construcción avanza lentamente. El señor Hideyoshi cree que uno de los motivos es que no habéis hecho un verdadero esfuerzo, y me ha encargado que os reúna aquí para que podáis explicar con franqueza por qué estáis insatisfechos o inquietos, y qué es lo que queréis.

Kanbei hizo una pausa y miró a los peones. Aquí y allá los hombres susurraban entre ellos.

—Los jefes de los diversos grupos deben de comprender bien los sentimientos de sus hombres. No perdáis esta oportunidad de decirle a Su Señoría qué es exactamente lo que queréis. Que suban aquí cinco o seis como representantes y expresen vuestras insatisfacciones y deseos. Si son legítimas, serán atendidas.

Entonces se adelantó un hombre alto, desnudo de cintura para arriba y con una expresión rebelde. Parecía como si quisiera ganarse la aprobación de aquel rebaño humano, y subió agresivamente a lo alto del dique. Cuando vieron esto, otros tres o cuatro peones fueron tras él con paso jactancioso.

—¿Son estos los únicos representantes? —preguntó Kanbei.

Al aproximarse al escabel de campaña de Hideyoshi, cada uno de ellos se arrodilló.

—No es necesario que os arrodilléis —les dijo Kanbei—. Hoy Su Señoría os ha pedido cordialmente que le expliquéis vuestro descontento. Habéis venido aquí en representación de todos los peones, de modo que hablad sin miedo. Que terminemos o no esta construcción a tiempo depende de vosotros. Queremos que nos digáis las razones del resentimiento y la insatisfacción que habéis ocultado en vuestro interior hasta ahora. Empecemos por el hombre que ha subido aquí primero. Ya puedes hablar. —El tono de Kanbei era conciliador.

Cuando Kanbei les instó a hablar por segunda vez, uno de los cinco hombres que representaban a los peones se decidió.

—Bueno, entonces, acepto lo que decía y hablaré, pero no os enfadéis, ¿de acuerdo? En primer lugar..., en fin..., por favor, escuchad esto...

—Habla.

—Veréis, nos pagáis un
sho
de arroz y cien
mon
por cada saco de arena que levantamos, y lo cierto es que nosotros, un par de miles de pobres gentes, estamos muy contentos de tener trabajo. Pero, bueno, todos pensamos..., y yo también..., que podríais desdeciros porque, al fin y al cabo, sólo somos peones.

—Pero vamos a ver —dijo Kanbei—, ¿por qué razón un hombre con la reputación del señor Hideyoshi habría de incumplir su palabra? Cada vez que transportáis un saco de arena recibís una tira de bambú marcada que podéis cambiar por la paga al final de la jornada, ¿no es cierto?

—Sí, excelencia, nos dan tiras de bambú, pero sólo recibimos un
sho
de arroz moreno y cien
mon
aunque hayamos transportado diez o veinte sacos en un día. Lo demás son resguardos militares y billetes canjeables por arroz que sólo podremos cambiar más adelante.

—Así es.

—Eso es lo que nos preocupa, excelencia. Lo que hemos ganado estaría bien tanto en arroz como en dinero, pero sin el producto real, un pobre jornalero no puede alimentar a su mujer y sus hijos.

—¿Acaso un
sho
de arroz y cien
mon
no es una ganancia mucho mayor que la que obtenéis normalmente?

—No deberíais burlaros, excelencia. No somos caballos o vacas, y si trabajamos así durante todo el año, quedaremos inservibles. Pero, en fin, lo hemos aceptado, siguiendo las órdenes de Su Señoría, y hemos trabajado día y noche. Ahora bien, podemos hacer un trabajo razonable si ello nos permite satisfacer nuestras necesidades, pensando que luego podremos tomar sake, pagar nuestras deudas y comprar algo de ropa nueva para la mujer. Pero si nos pagáis con promesas, no podemos seguir trabajando de buena gana.

—La verdad es que resulta bastante difícil entenderos. El ejército del señor Hideyoshi tiene como principio mandar con benevolencia y hasta ahora no ha hecho nada despótico. ¿De qué podéis quejaros realmente?

Los cinco peones se rieron fríamente. Uno de ellos dijo:

—No nos quejamos, excelencia. Tan sólo pagadnos lo que hemos ganado. No podemos llenarnos el estómago con desperdicios de papel y billetes de canje. Y lo que es más importante de todo, ¿quién va a darnos auténtico dinero a cambio de esos desperdicios de papel el día que el señor Hideyoshi pierda?

—¡Si se trata de eso, no tenéis nada de que preocuparos!

—No, no, un momento. Decís que vais a ganar, y vos y todos estos generales habéis apostado vuestras vidas en este juego, pero yo no participaría en semejante apuesta. ¡En, todos vosotros! ¿No tengo razón?

Agitó los brazos desde lo alto del dique, pidiendo la conformidad de los millares de trabajadores, y al instante le respondió un griterío al tiempo que una oleada dé cabezas humanas ondulaba de atrás adelante hasta donde alcanzaba la vista.

—¿Es ésa vuestra única queja? —inquirió Kanbei.

—Sí, eso es lo que nos gustaría solucionar primero —replicó el hombre, mirando a la multitud en busca de apoyo pero sin mostrar el menor atisbo de temor.

—¡Pues de ninguna manera! —replicó Kanbei, usando su verdadera voz por primera vez.

En el mismo instante, arrojó su bastón al suelo, desenvainó la espada y cortó al hombre en dos. Volviéndose rápidamente hacia otro que había echado a correr, lo mató también. Al mismo tiempo, Rokuro y Kyuemon, que estaban en pie detrás de Kanbei, blandieron sus espadas y atacaron a los otros tres hombres, los cuales quedaron tendidos y sangrando a borbotones.

De esta manera Kanbei, Kyuemon y Rokuro dividieron su trabajo y mataron a cinco hombres en el instante en que tarda un rayo en caer.

Conmocionados por la celeridad y lo inesperado de la acción, los trabajadores quedaron tan silenciosos como la hierba en un cementerio. Las voces de insatisfacción se habían esfumado en un momento. Las expresiones desafiantes de las caras alzadas tan impúdicamente hasta un momento antes, habían desaparecido. No quedaba nada salvo las innumerables caras que tenían el color de la tierra y reflejaban pánico.

De pie entre los cinco cadáveres, los tres samurais miraron amenazantes a los peones, empuñando todavía las espadas empapadas de sangre.

Finalmente Kanbei gritó con toda su ferocidad:

—Estos cinco hombres que os representaban... Les hemos hecho subir aquí, hemos escuchado lo que tenían que decir y les hemos dado una respuesta muy clara. Sin embargo, es posible que alguien más tenga todavía algo que añadir. —Hizo una pausa, esperando que alguien hablara—. Sin duda alguno de vosotros quiere subir aquí. ¿Quién es el siguiente? ¡Si alguien quiere decir algo en nombre de los demás, ahora es el momento de hablar!

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