Authors: Eiji Yoshikawa
Semejante humillación pública era insoportable para todo samurai auténtico.
—Vuestro caballo, mi señor —le dijo Masataka.
Los servidores aún no se habían fijado en el ayudante que conducía el caballo de Mitsuhide. Distraídos por los acontecimientos de la jornada, seguían reunidos en grupitos y hablaban del asunto.
Cuanto Mitsuhide estaba a punto de marcharse, alguien desmontó delante del portal. Era un mensajero de Nobunaga.
—¿Os marcháis, señor Mitsuhide? —inquirió el hombre.
—Todavía no. He pensado en ir al castillo una vez más, presentar mis respetos a Su Señoría y al señor Ieyasu y partir.
—Al señor Nobunaga le preocupaba que decidierais hacer tal cosa, y me ha enviado para que no tengáis que acudir al castillo en medio de vuestros apresurados preparativos para partir.
—¿Cómo? ¿Otro mensaje?
Mitsuhide regresó de inmediato al interior de la casa, se sentó y escuchó respetuosamente los deseos de su señor.
Sigue en pie la orden de que ceses en tus funciones de hoy y partas, pero hay más instrucciones relativas a tu partida como vanguardia hacia las provincias occidentales. Las fuerzas de Akechi marcharán desde Tajima a Inaba. Puedes entrar a voluntad en las provincias de Mori Terumoto.
No seas negligente y no dejes que pase el tiempo. Debes regresar a Tamba en seguida, preparar a tus tropas y proteger el flanco de Hideyoshi a lo largo de la ruta de Sanin. Yo mismo me dirigiré pronto hacia el oeste como retaguardia.
No pierdas tiempo, no vaya a ser que perdamos esta oportunidad estratégica.
Mitsuhide se postró y respondió que seguiría las instrucciones al pie de la letra. Entonces, pensando que tal vez había mostrado un servilismo excesivo, se irguió, miró fijamente al mensajero y le dijo:
—Por favor, habla a Su Señoría como lo creas oportuno.
Mitsuhide se dirigió a la puerta para despedir al hombre. A cada paso que daba, el viento que soplaba a través del edificio casi vacío irritaba sus sentidos.
Hasta hacía pocos años, cuando su señor le daba permiso para regresar a casa, siempre quería verle antes de que partiera, aunque fuese en plena noche. Infinidad de veces Nobunaga le había dicho: «Ven a tomar un cuenco de té o, si te marchas por la mañana, ven antes del alba». ¿Por qué había llegado a despreciarle de aquella manera? Incluso enviaba un mensajero para que él no tuviera que verle en persona.
Se dijo que no debía pensar en ello, pero cuanto más se esforzaba por no hacerlo, tanto más refunfuñaba y un monólogo silencioso inundaba su corazón. Las palabras eran como burbujas que subían a la superficie de un agua fétida.
—¿Acaso ve alguien estas flores? ¡También son inútiles!
Mitsuhide tendió a mano hacia el gran jarrón colocado en el lugar de honor de la estancia y sacudió las flores que habían sido bellamente arregladas. Mientras llevaba el jarrón a la terraza, el agua se derramó ruidosamente al suelo.
—¡Salgamos de aquí! —gritó a sus servidores—. ¡Es hora de partir! ¿Estáis preparados?
Mitsuhide alzó el jarrón por encima de su cabeza, apuntó a una ancha piedra pasadera y lo arrojó con todas sus fuerzas. El recipiente se rompió en medio de una rociada de agua con un sonido consolador, y el agua salpicó la cara y el pecho de Mitsuhide. Éste alzó la cara mojada hacia el cielo y se echó a reír. Reía completamente a solas.
Era noche cerrada y, al tiempo que se instalaba la niebla, el aire se volvía caliente y húmedo. Sus servidores habían terminado de cargar el equipaje y formaban en filas delante del portal. Los caballos relinchaban bajo las nubes de lluvia que se deslizaban por el cielo a escasa altura.
—¿Habéis preparado prendas para la lluvia? —preguntó un servidor, mirando de nuevo hacia el interior del portal.
—Hoy no hay una sola estrella en el cielo, y si empieza a llover tendremos dificultades para avanzar por los caminos —dijo otro—. Será mejor que llevemos una buena provisión de antorchas.
Los rostros de todos los samurais eran tan sombríos como el cielo nocturno. Sus ojos llorosos reflejaban cólera, amargura o un hosco descontento. Muy pronto se oyó la voz de Mitsuhide mientras se alejaba de la entrada con un grupo de hombres montados.
—Sakamoto casi puede verse desde aquí —decía—. Llegaremos pronto aunque llueva.
Al oír el tono de su señor, de una jovialidad poco corriente en él, sus servidores sintieron más sorpresa que cualquier otra cosa.
Aquella misma noche Mitsuhide se había quejado de una fiebre ligera y tomó un medicamento. Ahora sus servidores estaban inquietos por la posibilidad de que lloviera. Él respondió a sus preocupaciones en una voz lo bastante alta como para que la oyeran los hombres que estaban tanto dentro como fuera del portal.
Cuando anunciaron la presencia de Mitsuhide, los hombres se pasaron el fuego de antorcha en antorcha, hasta que el número de luces casi pareció multiplicarse hasta el infinito. Entonces, con las llamas en alto, los servidores caminaron uno tras otro, siguiendo a la vanguardia.
Cuando habían recorrido una media legua, empezó a llover y las gotas rociaron las llamas de las antorchas.
—Parece que los invitados del castillo aún no se han ido a dormir. Tal vez se quedarán en vela toda la noche.
Mitsuhide no reparó en la lluvia. Al volverse en su silla de montar y mirar atrás hacia el lago, la enorme torre del homenaje del castillo de Azuchi parecía alzarse en un cielo que era negro como la tinta. Imaginó que los delfines dorados que adornaban el tejado brillaban más en aquella noche lluviosa, deslumbrantes en la oscuridad. Reflejado en el lago, el mar de luces del edificio de numerosos pisos parecía temblar de frío.
—¡Mi señor, mi señor, no debéis coger frío! —exclamó el preocupado Fujita Dengo, acercando su caballo al de Mitsuhide, y le puso un impermeable de paja sobre los hombros.
***
Aquella mañana la orilla del lago Biwa volvía a estar oculta por la niebla, tal vez debido a que el cielo aún no se había aclarado tras las lluvias de comienzos del verano. Con el oleaje y la niebla que era indistinguible de la lluvia, el mundo parecía ser de un blanco puro.
El camino estaba lleno de barro que salpicaba continuamente a los caballos hasta las orejas. Desafiando en silencio la lluvia de la noche anterior y el estado del camino, el ejército proseguía su penoso avance hacia Sakamoto. A la derecha estaba la orilla del lago y a la izquierda se alzaba el monte Hiei. El viento que soplaba desde la montaña atiesaba los impermeables de paja que llevaban los hombres y les daba el aspecto de erizos.
—Ah, mirad ahí, mi señor —le dijo Masataka a Mitsuhide—. El señor Mitsuharu ha venido a saludaros.
El castillo que se alzaba en la orilla, el de Sakamoto, estaba delante de ellos. Mitsuhide asintió levemente, como si ya lo hubiera visto. Aunque Sakamoto estaba casi lo bastante cerca de Azuchi para verlo con sólo volver la cabeza, Mitsuhide parecía haber recorrido mil leguas. Ante el castillo que estaba bajo el mando de su primo, Akechi Mitsuharu, se sentía exactamente como si hubiera huido de la guarida del tigre.
Sin embargo, sus ayudantes estaban mucho más preocupados por las toses periódicas de Mitsuhide que por lo que éste pudiera pensar, y expresaron su preocupación.
—Habéis viajado toda la noche bajo la lluvia con este frío y debéis de estar exhausto. Una vez en el castillo, deberíais calentaros e iros a la cama sin pérdida de tiempo.
—Sí, probablemente debería hacerlo.
Mitsuhide era un señor realmente gentil. Escuchaba atentamente los consejos de sus servidores y comprendía su ansiedad. Cuando llegaron al pinar delante del portal, Dengo cogió las riendas del caballo de Mitsuhide y permaneció al lado de la silla, listo para ayudar a su señor a desmontar.
En el puente, al otro lado del foso, había formado una hilera de servidores. Uno de estos abrió un paraguas y lo ofreció con deferencia. Masataka cogió el paraguas y lo sostuvo sobre la cabeza de Mitsuhide.
Mitsuhide cruzó el puente. Desde la barandilla veía las blancas aves acuáticas que nadaban alrededor de los pilotes, como flores diseminadas sobre el agua verde azulada.
Mitsuharu, que había salido a recibir a su primo, avanzó unos pasos desde la línea de soldados y le hizo una respetuosa reverencia.
—Te estábamos esperando desde el amanecer —le dijo, precediendo a Mitsuhide a través del portal.
La decena de servidores principales de Mitsuhide se lavaron las manos y pies cubiertos de barro, amontonaron sus impermeables de paja y entraron en la ciudadela.
Los demás servidores se quedaron al otro lado del foso, lavando los caballos y cuidando del equipaje, mientras aguardaban que les indicaran sus alojamientos. A lo lejos se oía los relinchos de los caballos y el estrépito de las voces humanas.
Mitsuhide se había cambiado por otras sus ropas de viaje. Se sentía tan relajado en los aposentos de Mitsuharu como si fuesen los suyos. Desde todas las habitaciones veía un panorama del lago y el monte Hiei. La ciudadela interior estaba situada en una zona que tuvo en otro tiempo las vistas más pintorescas, pero ahora nadie podía apreciar aquel escenario. Desde que Nobunaga ordenó que el monte Hiei fuese destruido con fuego, los monasterios y templos se habían convertido en montículos de cenizas. Sólo recientemente habían empezado a reconstruir las casas del pueblo al pie de la montaña.
También estaban cerca las ruinas del castillo en el monte Usa, donde el padre de Mori Ranmaru encontró su fin, así como el campo de batalla donde los clanes Asai y Asakura lucharon con los Oda, fueron derrotados y sus cadáveres quedaron amontonados. Cuando uno pensaba en estas ruinas y pasadas batallas, se daba cuenta de que en el hermoso escenario resonaban los lamentos de los espectros. Mitsuhide se sentó a escuchar el sonido de las lluvias de principios del verano y recordar.
Entretanto, Mitsuharu se encontraba en una pequeña sala de té, contemplando el fuego del hogar y escuchando el grato sonido del agua que ardía en una tetera confeccionada por el maestro fundidor Yojiro. En aquel momento estaba totalmente inmerso en el arte del té.
Desde la época de su adolescencia, Mitsuharu y Mitsuhide se habían criado como hermanos, compartiendo las penalidades del campo de batalla y la felicidad de la vida hogareña. Y en lugar de alejarse, como suelen hacer los hermanos cuando crecen, su relación siguió siendo íntima.
Sin embargo, sus caracteres jamás serían iguales, y por ello aquella mañana los dos hombres se apresuraron a ir a distintos lugares del castillo y cada uno adoptó el estilo de vida más grato a su corazón.
Mitsuharu supuso que su primo ya se había cambiado de ropa. Se levantó de su lugar ante la tetera, cruzó la húmeda terraza y el corredor que, como un puente, conducía a las habitaciones asignadas a Mitsuhide. Oyó a los ayudantes más íntimos de éste en otra habitación, pero su primo estaba a solas, sentado con la espalda recta y mirando fijamente el lago.
—Quería ofrecerte té —le dijo Mitsuharu.
Mitsuhide se volvió hacia su primo y musitó: «Té...», como si estuviera despertando de un sueño.
—Recientemente me han entregado una pieza que encargué a Yojiro de Kyoto. No tiene los adornos elegantes de una tetera de Ashiya, pero sí un encanto rústico grato a la vista. Dicen que las teteras nuevas no son buenas, pero como podrías esperar de Yojiro, el agua que sale de sus teteras sabe tan bien como la que sale de las viejas. Tenía intención de servirte té la próxima vez que vinieras, y cuando me informaron esta mañana de que habías regresado súbitamente de Azuchi, encendí el hogar de inmediato.
—Eres muy amable, Mitsuharu, pero no quiero tomar té.
—Bueno, ¿qué te parece después del baño?
—Tampoco es necesario que me prepares un baño. Por favor, sólo te pido que me dejes dormir un poco. Eso es todo lo que quiero.
Últimamente Mitsuharu había oído muchos comentarios, por lo que no era del todo ciego a los pensamientos de Mitsuhide. Sin embargo, tenía ciertas dudas sobre los motivos por los que su primo había regresado a Sakamoto tan de repente. No era precisamente un secreto que Mitsuhide había recibido la responsabilidad de organizar el banquete que Nobunaga celebraba para dar la bienvenida a Ieyasu. ¿Por qué Mitsuhide había sido despedido tan de súbito poco antes del banquete? Ieyasu estaba ciertamente en Azuchi. Sin embargo, el puesto de Mitsuhide había sido dado a otro, mientras que él recibía la orden de partir.
Mitsuharu no había oído todavía ningún detalle, pero desde que le contaron los acontecimientos de Azuchi hasta el momento en que vio el rostro de Mitsuhide, tuvo tiempo de comprender que algo había contrariado al señor Nobunaga. Mitsuharu se dolía en secreto por la situación de su primo.
Y tal como Mitsuharu había temido, desde que le recibió en el castillo por la mañana, el aspecto de Mitsuhide no había sido alentador. Sin embargo, ver una sombra de preocupación en la frente de su primo no era una gran sorpresa para Mitsuharu, el cual creía que nadie comprendía el carácter de Mitsuhide mejor que él, gracias a su pasado compartido.
—Sí, eso tiene sentido. Te has pasado la noche entera cabalgando desde Azuchi. Ahora somos cincuentones y no podemos tratar nuestros cuerpos como cuando éramos jóvenes. Bueno, será mejor que duermas cuanto necesites. Todo está preparado.
Mitsuharu no forzó una decisión ni trató de oponerse a la voluntad de su primo. Mitsuhide se levantó y fue a deslizarse bajo la mosquitera, en cuyos hilos rielaba todavía la luz de la mañana.
***
Amano Genemon, Fujita Dengo y Yomoda Masataka aguardaban a Mitsuharu cuando éste salió de la habitación de Mitsuhide. Los tres hombres hicieron sendas reverencias.
—Dispensad, mi señor —le dijo Dengo—. Sentimos mucho molestaros, pero quisiéramos conversar con vos. Es un asunto de cierta importancia.
Dengo no hablaba con su tono de voz ordinario. Mitsuharu le respondió como si hubiera estado esperándoles.
—¿Por qué no vamos todos a la casa de té? El señor Mitsuhide ha ido a acostarse, y pensaba en que sería una lástima desperdiciar el fuego bajo la tetera.
—Si vamos a la casa de té no tendremos que mantener a la gente a distancia. Es una excelente idea.
—Permitidme que os muestre el camino.
—Me temo que los tres somos provincianos y no entendemos mucho de té. Ciertamente no estamos preparados para recibir semejante honor de vos.