Taiko (132 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Pero aquel viejo sociable fue el único que sonrió desde el comienzo hasta el final. Ignorante de los escollos ocultos que ahora amenazaban al clan Akechi, se limitaba a confiar los años que le quedaban de vida al barco que navegaba por el mar primaveral y que parecía tan apacible como siempre.

—Hay aquí tanta animación que me siento como si hubiera vuelto a casa. Anciano, dale esta taza a Mitsutada.

Mitsuhide ya había tomado dos o tres tazas y ahora pasó la taza a Chokansai, el cual, a su vez, se la ofreció a Mitsutada.

Mitsutada era el jefe militar del castillo de Hachijo y había llegado aquel mismo día. Era el más joven de los tres primos.

Mitsutada tomó el sake y, moviéndose a un lado ante Mitsuhide, le devolvió la taza. La esposa de Mitsuharu alzó el recipiente de sake y vertió el líquido, y justo en aquel momento la mano de Mitsuhide empezó a temblar de un modo alarmante. De ordinario no era la clase de hombre a quien sorprendiera un sonido, pero ahora, al tiempo que un guerrero empezaba a tocar un tambor delante del castillo, pareció palidecer un poco.

Chokansai se volvió hacia Mitsuhide y le dijo:

—Pronto será la hora del gallo, por lo que ese tambor debe de convocar a vuestras tropas al terreno de reunión.

El estado de ánimo de Mitsuhide pareció incluso más abatido.

—Lo sé —dijo en un tono de voz que parecía amargo, y apuró la última taza.

Antes de que transcurriera la hora ya estaba montado en su caballo. Bajo un cielo de pálidas estrellas, tres mil hombres provistos de antorchas salieron del castillo en la orilla del lago, formando una línea sinuosa que desapareció en las laderas de Shimeigatake. Era la noche del día veintiséis.

Desde lo alto del castillo, Mitsuharu contempló su marcha. Él formaría un regimiento sólo con servidores de Sakamoto y más tarde se uniría al ejército principal en Kameyama.

El ejército al mando de Mitsuhide avanzó sin detenerse. Era exactamente medianoche cuando los hombres, desde el sur de Shimeigatake, avistaron la dormida ciudad de Kyoto.

Para cruzar el río Shirakawa bajarían por la estribación del monte Uriyu y saldrían a la carretera al sur del templo Ichijo. Habían subido sin parar, pero desde aquel punto todo el camino sería cuesta abajo.

—¡Descansad!

Mitsutada comunicó a las tropas la orden de Mitsuhide.

Mitsuhide también desmontó y descansó un rato. De haber sido de día, habría podido ver desde allí las calles de la capital, pero ahora los contornos de la ciudad estaban sumidos en la oscuridad, y sólo se apreciaban los rasgos distintivos de los tejados de los templos, las pagodas y el gran río.

—¿No nos ha alcanzado Yomoda Matabei?

—No le he visto desde anoche. ¿Le habéis enviado en alguna misión, señor?

—Así es.

—¿Adonde ha ido?

—Pronto lo sabréis. Si regresa, que venga a verme aunque estemos en marcha.

—Sí, mi señor.

En cuanto guardó silencio, Mitsuhide volvió a examinar ansiosamente los negros tejados de la capital. Tal vez debido a que la niebla nocturna se espesaba y luego se aclaraba, o a que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la noche, lo cierto era que gradualmente podía distinguir los edificios de la capital. Los muros blancos del palacio de Nijo eran más brillantes que cualesquiera otros.

Naturalmente, aquel único punto blanco atrajo la mirada de Mitsuhide. Era allí donde se alojaba Nobutada, el hijo de Nobunaga. También se encontraba allí Tokugawa Ieyasu, el cual había salido de Azuchi unos días antes y se había dirigido a la capital.

Mitsuhide pensó que probablemente el señor Ieyasu ya había abandonado la capital. Finalmente se levantó con una brusquedad que sobresaltó a sus generales.

—Vámonos. Mi caballo.

La consternación de sus subordinados era como una ola que ondulaba a partir de las espasmódicas acciones de su mente aislada. Durante los últimos días se había apartado periódicamente de sus servidores y se había comportado más como un huérfano que como el dirigente de un clan samurai.

Aunque los soldados que seguían a Mitsuhide tenían dificultades para encontrar su camino en la oscuridad, rodeándole y gritándose advertencias unos a otros, descendieron poco a poco y se aproximaron a las afueras de la capital.

Cuando la línea de tres mil hombres y caballos llegó al río Kamo y se detuvo momentáneamente, los soldados se volvieron y miraron hacia la retaguardia, y Mitsuhide hizo lo mismo: habían visto las aguas rojizas del río y sabían que el sol matinal se estaba alzando sobre las montañas a sus espaldas.

El oficial a cargo de la intendencia se acercó a Mitsutada y le preguntó por el desayuno.

—¿Hacemos los preparativos aquí o en Nishijin?

Mitsutada iba a preguntar a Mitsuhide cuáles eran sus intenciones, pero en aquel momento Yomoda Masataka llegó en su caballo al lado de Mitsuhide y los dos hombres miraron fijamente el río Shirakawa, que acababan de cruzar. Mitsutada se quedó allí un momento.

—Masataka, ¿no es ese Matabei?

—Creo que sí.

Mitsuhide y Masataka contemplaban a un jinete que se acercaba apresuradamente a través de la niebla matinal.

—Matabei... —Mientras Mitsuhide aguardaba al hombre a quien había estado esperando, se volvió y dirigió a los jefes que le rodeaban—. Id adelante y cruzad el río. Yo os seguiré dentro de un momento.

La guardia de avanzada ya había vadeado los bajíos del Kamo hasta la orilla opuesta. Los demás jefes abandonaron el lado de Mitsuhide y sus caballos alzaron una rociada de espuma blanca en medio del agua clara. Uno tras otro cruzaron la corriente.

Mitsutada aprovechó la oportunidad para preguntar:

—¿Dónde vamos a comer? ¿Sería conveniente hacerlo en Nishijin?

—Todo el mundo debe de tener el estómago vacío, pero no debemos detenernos en los límites de la ciudad —replicó Mitsuhide—. Vamos hasta Kitano.

A una distancia de unas veinte varas, Yomoda Matabei desmontó y ató las riendas de su caballo a un pilote en el lecho del río.

—Mitsutada y Masataka, los dos cruzaréis el río y me esperaréis en el otro lado. Yo os seguiré pronto.

Después de que los dos hombres hubieran recorrido cierta distancia, Mitsuhide se volvió por primera vez hacia Matabei y, con una mirada, le indicó que se acercara.

—¡Sí, mi señor!

—¿Qué ocurre en Azuchi?

—El informe que habéis recibido previamente de Amano Genemon parece ser cierto del todo.

—El motivo de que te enviara por segunda vez fue conseguir una información positiva sobre la partida del señor Nobunaga hacia la capital el día veintinueve y qué clase de fuerza llevará consigo. Darme una respuesta vaga sobre la falta de errores en un informe anterior no sirve de nada. Habla claramente: ¿era una información digna de confianza o no?

—Es cierto que saldrá de Azuchi el veintinueve. No he podido conseguir los nombres de los principales generales que le acompañarán, y se ha anunciado que irán con él cuarenta o cincuenta pajes.

—¿Qué me dices de su alojamiento en la capital?

—Será en el templo Honno.

—¡Cómo! ¿El templo Honno?

—Sí, mi señor.

—¿No será el palacio de Nijo?

—Según todos los informes se alojará en el templo Honno —respondió Matabei con claridad, procurando evitar que le regañara de nuevo.

El santuario del dios del fuego

Había un portal enorme en el mismo centro del muro de barro, y cada uno de los templos secundarios tenía su propio recinto y su portal. El pinar parecía haber sido barrido y daba la impresión de un jardín Zen. Los cantos de los pájaros y la luz del sol que se filtraba a través de las copas de los árboles contribuían a la paz del escenario.

Después de atar sus caballos, Mitsuhide y sus servidores abrieron los paquetes de comida que habían preparado para el desayuno y el almuerzo. Aunque se habían propuesto desayunar cerca del río Kamo, habían esperado hasta llegar a Kitano.

Los soldados llevaban provisiones para un día: una comida sencilla a base de pasta de judías, ciruelas encurtidas y arroz moreno. No habían comido nada desde la noche anterior y desayunaron con fruición.

Tres o cuatro monjes del cercano templo Myoshin, que habían reconocido a los hombres como miembros del clan Akechi, les invitaron a entrar en el recinto del templo.

Mitsuhide estaba sentado en un escabel de campaña, a la sombra de la cortina que habían instalado sus ayudantes. Había terminado de comer y estaba dictando una carta a su secretario.

—Los sacerdotes del templo Myoshin... ¡serán unos mensajeros perfectos! ¡Diles que vuelvan! —ordenó a un paje.

Cuando los sacerdotes regresaron, Mitsuhide les confió la carta que su secretario acababa de escribir.

—¿Queréis llevar esta carta cuanto antes a la residencia del poeta Shoha?

Un instante después se levantó y fue hacia su caballo, diciendo a los monjes:

—Me temo que no nos queda tiempo libre en este viaje. Tendré que dejar para otra ocasión la visita al abad. Por favor, saludadle de mi parte.

La tarde era calurosa. La carretera de Saga estaba extremadamente seca y los cascos de los caballos alzaban en el aire nubes de polvo. Mitsuhide cabalgaba en silencio, pensando un plan con la minuciosidad que le caracterizaba, sopesando su viabilidad, la probable reacción pública y la posibilidad de fracasar. Como un tábano que siempre regresa por mucho que uno lo espante, el plan se había convertido en una obsesión que Mitsuhide no podía apartar de su mente. Una pesadilla se había deslizado en su interior llenando su cuerpo de veneno. Ya había perdido la capacidad de razonar.

A lo largo de sus cincuenta y cuatro años de vida, Mitsuhide nunca había confiado en su propio juicio como lo estaba haciendo ahora. Aunque objetivamente había tenido todos los motivos para dudar de su juicio, subjetivamente sentía todo lo contrario y se decía que no había cometido el menor error. Nadie podía sospechar lo que pensaba.

Durante su estancia en Sakamoto había vacilado. ¿Debería seguir adelante con el plan u olvidarlo? Pero aquella mañana, cuando oyó el segundo informe, el cabello se le erizó de repente. Había resuelto en su corazón que ahora era el momento y que el cielo le había enviado aquella oportunidad. Nobunaga, acompañado tan sólo por cuarenta o cincuenta hombres ligeramente armados, se alojaba en el templo Honno de Kyoto. El demonio que poseía a Mitsuhide le susurró que se trataba de una oportunidad única.

Su decisión no era un acto positivo de su propio albedrío, sino más bien una reacción a las circunstancias externas. A los hombres les gusta creer que viven y actúan de acuerdo con su libre albedrío, pero la triste verdad es que son los acontecimientos exteriores los que realmente les ponen en acción. Así pues, aunque Mitsuhide creía que el cielo era su aliado en la oportunidad actual, mientras cabalgaba por la carretera de Saga se sentía también asediado por el temor de que el cielo juzgaba realmente cada una de sus acciones.

Mitsuhide cruzó el río Katsura y llegó al castillo de Kameyama por la tarde, cuando el sol descendía por debajo del horizonte. Habiendo sido informados del regreso de su señor, los lugareños de Kameyama le recibieron con hogueras que iluminaron el cielo nocturno. Era un dirigente popular que se había ganado el afecto de la gente como resultado de una administración juiciosa.

El número de días al año que Mitsuhide pasaba con su familia podía contarse con los dedos de una mano. Durante las largas campañas, a veces no regresaba a casa durante dos o tres años. Por ese motivo, los pocos días en los que estaba en su hogar experimentaba el placer de ver a su esposa e hijos y de ejercer como marido y padre.

Mitsuhide había sido bendecido con una familia excepcionalmente numerosa, formada por siete hijas y doce hijos. Dos terceras partes de ellos estaban casados o habían sido adoptados por otras familias, pero varios de los más jóvenes, así como los hijos de sus parientes y sus nietos, seguían viviendo en el castillo.

Su esposa, Teruko, siempre decía: «Cuando ya no deba ocuparme de los niños seré demasiado anciana». Aceptaba en el castillo a los hijos de los miembros del clan muertos en combate, e incluso criaba a los hijos que su marido había tenido con otras mujeres. Aquella mujer gentil y prudente se contentaba con su suerte, y aunque ya tenía cincuenta años mostraba una gran paciencia con los niños y sus diabluras.

Desde su partida de Azuchi, Mitsuhide no había hallado un consuelo semejante al de estar en casa, y aquella noche durmió apaciblemente. Incluso al día siguiente la animación de sus hijos y su fiel esposa le aligeró el corazón.

Podría suponerse que pasar una noche así le haría cambiar de idea, pero lo cierto es que no vaciló lo más mínimo, sino que, por el contrario, ahora tenía el valor para admitir una ambición, incluso más secreta, alojada en su pecho.

Teruko estaba con él desde la época en que no tenía señor al que servir. Feliz con su estado actual, la mujer no tenía otros pensamientos que prodigar cuidados maternales a sus hijos. Ahora, al mirarla, Mitsuhide formó silenciosas palabras en lo más profundo de su ser: «Tu marido no va a ser así indefinidamente. Todo el mundo te considerará pronto como la esposa del próximo shogun». Y al mirar a los niños y a los demás miembros de su extensa familia, por un momento quedó atrapado en su propia fantasía. «Te haré salir de este castillo provinciano para instalarte en un palacio más elevado que Azuchi. ¡Cuánto más feliz serás entonces!»

Más tarde, aquel mismo día, Mitsuhide abandonó el castillo acompañado por unos pocos seguidores. Vestía de un modo ligero y no le atendían sus servidores habituales. Aunque no había habido ningún anunció oficial, incluso los soldados en el portal del castillo sabían que su señor iba a pasar la noche en el santuario Atago.

Antes de partir hacia el oeste, Mitsuhide se dirigió al santuario a fin de rezar para tener buena suerte en el combate. Acompañado por unos pocos amigos íntimos, permanecería en el templo, donde tendría lugar una fiesta poética, y regresaría al día siguiente.

Cuando dijo que iba a un santuario a rezar por la victoria en el combate y que invitaba a unos amigos de la capital a una fiesta, nadie sospechaba realmente lo que se proponía.

Los veinte sirvientes y media docena de vasallos montados vestían más ligeramente de lo que habrían vestido para una salida de cetrería. El día anterior, los monjes del templo Itokuin y los sacerdotes del santuario Atago habían sido informados de la visita, por lo que aguardaban para dar la bienvenida a su señor. En cuanto desmontó, Mitsuhide preguntó por un monje llamado Gyoyu.

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