Taiko (126 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Kanbei permaneció un momento en silencio, dándoles tiempo para que reflexionaran en el asunto. Entre las innumerables cabezas, había varias cuyas expresiones cambiaban muy claramente del temor al arrepentimiento. Kanbei limpió la sangre de su espada y la envainó. Con una expresión suavizada, se dirigió a los peones y les habló en tono grave:

—Veo que nadie más va a subir después de esos cinco hombres, e imagino por ello que vuestras intenciones son distintas de las suyas. Si estoy en lo cierto, os voy a exponer mi punto de vista. ¿Alguna objeción?

Los varios millares de peones respondieron con las voces de hombres que se han salvado de la muerte. Ninguno de ellos tenía ninguna objeción que hacer. Nadie tenía la intención de quejarse. Los hombres que habían hablado eran claramente los cabecillas que habían instigado a los demás para que trabajaran más despacio. Los demás acatarían las órdenes y trabajarían. ¿Les perdonaría Hideyoshi?

Los tres mil hombres hablaban ruidosamente entre ellos, algunos en susurros, otros a gritos, de modo que era casi imposible entender lo que decían. Sin embargo, el sentimiento de todos ellos era unánime.

—¡Silencio! —exclamó Kanbei, agitando la mano para dominarlos—. Muy bien, así es como creo que deben ser las cosas. No voy a deciros nada complicado, pero básicamente sería mejor que todos trabajarais contentos y rápidamente, con vuestras mujeres e hijos, bajo la administración de Su Señoría. Si sois indolentes o codiciosos, no haréis más que retrasar la llegada del día que esperáis con ilusión. El ejército expedicionario enviado por el señor Nobunaga no será derrotado por los Mori. Por muy grande que sea la provincia que éstos dominan, es una provincia condenada a caer, y ello no se debe a que los Mori sean débiles, sino al gran movimiento de los tiempos. ¿Comprendéis?

—Sí —replicaron los peones.

—Bien, entonces ¿vais a trabajar?

—Sí, vamos a trabajar. ¡Realmente vamos a trabajar!

—¡De acuerdo! —Kanbei asintió vigorosamente y se volvió hacia Hideyoshi—. Mi señor, podéis oír cómo han hablado los trabajadores. Así pues, ¿no seréis generoso con ellos en esta ocasión?

Casi parecía estar suplicando en favor de la multitud.

Hideyoshi se levantó y dio una orden a Kanbei y los dos oficiales que estaban arrodillados ante él. Casi en el acto llegaron varios soldados de infantería cargados con lo que parecían pesados sacos de dinero..., una montaña de sacos de paja llenos de dinero.

Kanbei se dirigió a los peones, que seguían presa de sus temores y remordimientos.

—Vosotros no sois realmente culpables. Todos estáis en una situación penosa, y dos o tres malos elementos os han desencaminado. Eso es lo que el señor Hideyoshi ha declarado, y a fin de que trabajéis sin otros pensamientos en vuestras mentes, ha ordenado que se os dé una prima para estimularos un poco. Recibidla, expresad vuestro agradecimiento y volved cuanto antes al trabajo.

Cuando los soldados de infantería recibieron la orden, abrieron los sacos de paja y vertieron la montaña de monedas, las cuales casi cubrieron por completo lo alto del dique.

—Coged todo lo que podáis y marcharos. Pero sólo un puñado cada hombre.

Aunque había dicho esto con toda claridad, los peones seguían dudando, sin atreverse a avanzar. Susurraban entre ellos e intercambiaban miradas, pero la montaña de monedas seguía inalterable.

—¡El hombre más rápido será el ganador! No os quejéis cuando todo haya desaparecido. Cada hombre debe coger un puñado, por lo que los hombres nacidos con manos grandes pueden considerarse afortunados, y los que tengan las manos pequeñas deben procurar que no se les escape ninguna moneda de entre los dedos. No fracaséis debido a la excitación. Luego volver al trabajo.

Los peones ya no tenían ninguna duda. Comprendían que Kanbei, con su semblante sonriente y sus jocosas palabras, había hablado en serio. Los que estaban delante de la multitud se abalanzaron hacia la montaña de monedas. Titubearon un poco, Como asustados al ver tanto dinero junto, pero en cuanto el primer hombre cogió un puñado y se retiró, se alzó de repente un coro de voces felices. Casi parecía un canto de victoria.

Un instante después se desencadenó tal confusión que monedas, hombres y terrones del suelo eran apenas distinguibles. Sin embargo, ninguno de los hombres intentó engañar, pues en algún momento todos ellos se habían desprendido de su astucia e insatisfacción. Aferrándose a sus puñados de monedas, parecían haberse transformado, y cada uno corrió a su puesto de trabajo.

Los ecos de azadas y palas utilizadas con verdadero brío llenaron la atmósfera. Lanzando gritos animosos, los hombres volcaban tierra, insertaban palos a través de los cestos para acarrear paja y se cargaban al hombro sacos de arena. Por primera vez hacían acopio de verdadero ánimo. El sudor que ahora vertían les alegraba y refrescaba cada vez más, y empezaron a gritarse con entusiasmo unos a otros.

—¿Quién dice que no podemos terminar este dique en cinco días? Eh, muchachos..., ¿os acordáis de la gran inundación?

—Es cierto. Esto no es nada comparado con el intento de mantener las aguas a raya.

—¡Hagámoslo! ¡Pongamos en ello toda nuestra valía!

—¡Yo no voy a abandonar!

En sólo medio día se realizó más trabajo que en los cinco anteriores.

Los látigos de los supervisores y el bastón de Kanbei ya no fueron necesarios. Se encendieron hogueras por la noche, el polvo de la tierra oscureció el día y, finalmente, la obra estuvo casi terminada.

A medida que las obras del dique se aproximaban a su final, el trabajo de desviar los siete ríos alrededor del castillo de Takamatsu también avanzaba. Casi veinte mil hombres trabajaban en ese proyecto. Represar y vaciar las aguas de los ríos Ashimori y Naruya eran los proyectos de construcción considerados más difíciles.

El oficial encargado de represar el Ashimori solía quejarse a Hideyoshi.

—El nivel del agua crece a diario debido a las lluvias intensas en las montañas. No parece haber ninguna manera de represarlo.

El día anterior Kanbei había ido a inspeccionar el sitio con Rokuro y comprendía la extrema dificultad de la situación.

—La corriente es tan fuerte que cuando introdujimos rocas que sólo podían moverlas veinte o treinta hombres, desaparecieron en seguida corriente abajo.

Como incluso Kanbei sólo podía dar excusas, Hideyoshi fue personalmente al río para ver la situación. Pero una vez allí, ante la potencia de la impetuosa corriente, su propio conocimiento humano quedó obnubilado.

Rokuro se acercó a él y le ofreció una sugerencia.

—Si cortamos árboles en la parte alta del río y, sin quitarles el follaje, los arrojamos al agua, es posible que reduzcan un poco la velocidad de la corriente.

Pusieron en práctica este plan y, durante media jornada, más de mil trabajadores talaron árboles y los arrojaron al río, pero tampoco esto sirvió para aminorar la rapidez de la corriente.

Entonces Rokuro sugirió que hundieran treinta grandes barcas cargadas con enormes rocas en el lugar donde se proponían construir la presa.

Sin embargo, tirar de las grandes embarcaciones contra corriente se reveló imposible, por lo que extendieron tablas en el suelo sobre las que vertieron aceite y, con gran esfuerzo, las arrastraron y hundieron con sus cargas de rocas en la desembocadura del río.

Entretanto el gran dique, que se extendía a lo largo de una legua, había sido terminado, y la impetuosa corriente del Ashimori se transformaba en espuma y rocío y se desviaba hacia la llanura alrededor del castillo de Takamatsu.

Más o menos por la misma época las aguas de los otros seis ríos fueron canalizadas dentro de la zona. Sólo la canalización del río Naruya fue demasiado difícil para que los trabajadores pudieran completarla a tiempo.

Habían transcurrido catorce días desde el siete del quinto mes, el día en que comenzaron los trabajos. La obra se había completado en dos semanas.

El veintiuno del quinto mes, los cuarenta mil soldados de Mori al mando de Kikkawa y Kobayakawa llegaron a la frontera... un día después de que los alrededores del castillo de Takamatsu hubieran sido transformados en un lago fangoso.

La mañana del veintiuno, Hideyoshi estaba con sus generales en el cuartel general del monte Ishii y contemplaba su obra.

Tanto si a uno le parecía un espectáculo grandioso como una desgracia, lo cierto era que las aguas crecidas, ayudadas por la lluvia caída durante la noche, habían dejado al castillo de Takamatsu completamente aislado en medio de un lago. Los muros externos, el bosque, el puente levadizo, los tejados de las casas, los pueblos, los campos, los arrozales y las carreteras estaban todos sumergidos y el nivel del agua crecía a cada hora que pasaba.

—¿Dónde está el Ashimori?

Kanbei respondió a la pregunta de Hideyoshi señalando un grupo de pinos que se veía vagamente al oeste.

—Como podéis ver, hay una abertura en el dique de unas cuatrocientas cincuenta varas en esa zona, y por ahí hacemos pasar las aguas represadas del Ashimori.

Hideyoshi siguió la línea de las montañas distantes de oeste a sur. Bajo el cielo, directamente al sur, vio el monte Hizashi en el borde. Al amanecer, los innumerables estandartes de la vanguardia de Mori habían aparecido en la montaña.

—Son el enemigo, pero uno no puede dejar de solidarizarse con lo que Kikkawa y Kobayakawa deben de haber sentido esta mañana cuando han llegado y visto el lago —comentó Kanbei—. Seguro que se han puesto a patalear, llenos de contrariedad.

En aquel momento, el hijo del oficial encargado de las obras en el río Naruya se postró ante Hideyoshi. Estaba llorando.

—¿Qué sucede? —le preguntó Hideyoshi.

—Esta mañana mi padre se ha declarado culpable de negligencia inexcusable —replicó el joven—. Os ha escrito esta carta de disculpa y se ha hecho el seppuku.

El oficial había estado al frente del difícil proyecto de abrir paso a lo largo de novecientas varas en una montaña. Aquella mañana quedaban noventa varas, por lo que el hombre no había cumplido con el plazo fijado. Responsabilizándose del fracaso, se había quitado la vida.

Hideyoshi miró al muchacho, cuyas manos, pies y cabello estaban todavía cubiertos de barro, y le hizo un gesto para que acudiera a su lado.

—Tú no vas a hacerte también el seppuku, ¿de acuerdo? Que tu acción en el campo de batalla sea una oración por el alma de tu padre.

Dicho esto, le dio unas palmaditas en la espalda.

El joven lloraba sin poder contenerse. Empezó a llover, y la blanca cortina de lluvia que caía de las espesas nubes que descendían lentamente se vertió en el lago enfangado.

***

Era la noche del día veintidós del quinto mes, la víspera de la llegada de las tropas de Mori a la frontera.

Al amparo de la oscuridad, dos hombres nadaron como extraños peces por las turbias aguas del lago y subieron al dique, haciendo sonar una serie de badajos y campanas que colgaban de una cuerda tendida a lo largo del borde del agua, atada a los bambúes enanos y la maleza y camuflada de tal manera que parecía las zarzas de un rosal silvestre.

En la caseta de cada guardián a lo largo del dique ardía una brillante fogata. Los guardianes salieron apresuradamente y capturaron a uno de los hombres, mientras que el otro pudo escapar.

—No importa que sea uno de los soldados del castillo o un enviado de los Mori. El señor Hideyoshi interrogará minuciosamente a este hombre.

El comandante de los guardianes envió al cautivo al monte Ishii.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Hideyoshi en cuanto salió a la terraza.

Sus servidores sostenían faroles a cada lado, y a su luz contempló al soldado enemigo, el cual estaba arrodillado bajo los aleros empapados de lluvia. Su expresión era orgullosa, a pesar de que tenía ambos brazos atados con una cuerda.

—Este hombre no es un soldado del castillo. Apuesto a que es un mensajero de los Mori. ¿No llevaba nada encima? —preguntó al servidor encargado del prisionero.

Durante su investigación preliminar, el servidor había encontrado entre las ropas del hombre un recipiente de sake que contenía una carta, la cual depositó ahora ante Hideyoshi.

—Humm..., parece una réplica de Muneharu, dirigida a Kikkawa y Kobayakawa. Acerca un poco más la lámpara.

Los refuerzos de los Mori se habían descorazonado al ver que el lago se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Habían ido al castillo con la mayor rapidez, pero no tenían idea de cómo podrían ayudar a los sitiados ahora que estaban rodeados de agua. Aconsejaron a Muneharu que se rindiera a Hideyoshi y salvara las vidas de los miles de personas que se encontraban en el recinto de la fortaleza.

La carta que Hideyoshi tenía ahora en la mano era la respuesta de Muneharu a esa sugerencia.

Habéis pensado solidariamente en los que estamos aquí, y vuestras palabras están llenas de benevolencia. Pero ahora el castillo de Takamatsu es el eje de las provincias occidentales, y su caída significaría sin duda el final del clan Mori.

Desde los tiempos del señor Motonari, todos hemos recibido favores del clan Mori, y no hay aquí una sola persona que desee extender su vida ni siquiera un solo día vendiendo la canción de la victoria al enemigo. Estamos firmemente preparados para el asedio y resueltos a morir con el castillo.

En su carta, Muneharu animaba a los refuerzos. El mensajero de Mori capturado respondió a las preguntas de Hideyoshi con inesperada franqueza. Puesto que el enemigo ya había leído la carta de Muneharu, parecía resignado al hecho de que sería inútil ocultar nada. Pero Hideyoshi no realizó una investigación completa, pues no tenía ningún deseo de humillar a un samurai. Valoró como tal lo que era sencillamente inútil, y volvió sus pensamientos en otra dirección.

—Creo que ya es suficiente. Desatad a este guerrero y dejadle en libertad.

—¿Que le dejemos en libertad?

—Ha cruzado a nado este lago enfangado y parece que tiene frío. Dadle de comer y procuradle un pase de modo que no vuelva a ser detenido por el camino.

—Sí, mi señor.

El servidor desató al mensajero. Naturalmente, el hombre había resuelto morir, y ahora estaba confuso. Hizo una silenciosa reverencia a Hideyoshi y empezó a levantarse.

—Confío en que el señor Kikkawa goce de buena salud —dijo Hideyoshi—. Dale los más cariñosos recuerdos de mi parte.

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