Taiko (129 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—No lo consideréis así. Entiendo hasta cierto punto el motivo de vuestra preocupación y por eso mismo la casa de té será un buen sitio para hablar.

Tomaron asiento bajo la fina luz que penetraba por las puertas de papel translúcido de la pequeña casa de té. El agua de la tetera llevaba cierto tiempo hirviendo, y ahora burbujeaba con un sonido incluso más grato que el de antes. Mitsuharu había mostrado muchas veces su espíritu marcial en el campo de batalla, pero allí, delante del hogar, parecía ser una persona completamente distinta.

—Bien, no nos preocupemos por el té. ¿Qué queríais decirme?

Alentados de esta manera, los tres hombres intercambiaron resueltas miradas. Finalmente Dengo, que parecía el más valeroso de todos, dijo:

—Señor Mitsuharu, esto es mortificante... Apenas me resulta posible hablar de ello...

Alzó la manga derecha para ocultar sus lágrimas.

Los otros dos no lloraban, pero no podían ocultar sus párpados hinchados.

—¿Ha ocurrido algo?

La calma de Mitsuharu era absoluta, y los tres hombres se recuperaron en seguida. Era como si hubieran esperado enfrentarse al fuego pero sólo vieran agua. Mitsuharu reparó en sus ojos hinchados, pero no permaneció impasible.

—El caso es —siguió diciendo Mitsuharu— que también yo temo que este regreso inesperado significa que el señor Nobunaga ha sido ofendido de alguna manera. ¿Por qué despidió al señor Mitsuhide de sus funciones en el banquete?

El primero en responder fue Dengo.

—El señor Mitsuhide es nuestro dueño, pero no somos ciegos al delito y nuestro razonamiento carece de prejuicios, por lo que no vamos a airear sin causa nuestro resentimiento contra el señor Nobunaga. Esta vez hemos hecho todo lo posible por comprender sus motivos, teniendo en cuenta tanto las circunstancias del despido del señor Mitsuhide como aquello de lo que le culpa. El caso es sumamente extraño.

Dengo tenía la garganta tan seca que no podía seguir hablando. Yomoda Masataka acudió en su ayuda y prosiguió el relato.

—Incluso hemos tratado de hallar alivio especulando con que debe de haber algún motivo político, pero por más que examinemos el asunto no podemos llegar a ninguna conclusión. El señor Nobunaga debía de tener claro su plan desde hacía tiempo. ¿Por qué despide entonces al hombre a quien dio la responsabilidad de organizar el banquete y concede ese honor a otra persona el mismo día en que se celebra el banquete? Casi parece ser una muestra de desunión expuesta a propósito ante su invitado, el señor Ieyasu.

Genemon habló entonces.

—Cuando contemplo la situación que mis compañeros ya han descrito, sólo se me ocurre una razón, que en realidad no es ninguna razón en absoluto. Durante los últimos años, la persistente enemistad del señor Nobunaga le ha hecho ver con hostilidad todo lo que hace el señor Mitsuhide. Su desagrado se ha hecho finalmente franco y las cosas han llegado a este punto.

Los tres hombres dejaron de hablar. Había una montaña de incidentes que les habría gustado describir. Por ejemplo, en el campamento de Suwa durante la invasión de Kai, Nobunaga había empujado el rostro de Mitsuhide contra el suelo de madera, llamándole «cabeza de naranja china» y ordenándole que se marchara. Así había sido insultado delante de todo el mundo, y en Azuchi le había azorado de la misma manera en numerosas ocasiones. Estos incidentes, cuya enumeración sería demasiado prolija, demostraban la hostilidad de Nobunaga hacia Mitsuhide y se habían convertido en tema de chismorreo entre los servidores de otros clanes. Mitsuharu era de la misma carne y sangre que Mitsuhide, y debido al parentesco íntimo sabía naturalmente que esos acontecimientos habían ocurrido.

Mitsuharu lo había escuchado todo sin el menor cambio de expresión.

—¿Así pues el señor Mitsuhide ha sido despedido sin ninguna razón en particular? Me alivia saberlo. Otros clanes se han ganado el favor o la desaprobación del señor Nobunaga, según su estado de ánimo.

Las expresiones de los tres hombres cambiaron de repente. Los músculos alrededor de los labios de Dengo se movieron espasmódicamente, y de repente se acercó más a Mitsuharu.

—¿Que queréis decir con eso de que os sentís aliviado?

—¿Es que tengo que repetirme? El señor Mitsuhide no tiene la culpa, de modo que si ha ocurrido esto porque el señor Nobunaga estaba molesto por algo, el señor Mitsuhide podrá reparar la desdichada situación cuando el señor Nobunaga esté de mejor talante.

Dengo fue excitándose cada vez más mientras hablaba.

—¿Creéis que el señor Mitsuhide es como un actor que debe hacerse simpático según el estado de ánimo de su señor? ¿Es así como debemos considerarle? ¿No os parece que el señor Akechi Mitsuhide ha sido humillado, insultado y presionado hasta encontrarse en el borde de la propia destrucción?

—Se te están hinchando las venas de las sienes, Dengo. Serénate.

—Llevo dos noches sin poder dormir. No puedo mantenerme en calma como vos, mi señor. Mi patrono y sus servidores han sido quemados en un caldero hirviente de injusticia, ridículo, insultos y toda clase de vejaciones.

—Por eso mismo te pido que te serenes y trates de dormir dos o tres noches.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Dengo—. Se dice de los samurais que la vergüenza de ser manchados con barro una sola vez es difícil de borrar. ¿Cuántas veces han soportado mi señor y sus servidores semejante vergüenza a causa de ese cruel señor de Azuchi? Y lo que ocurrió ayer no fue tan sólo que retirase al señor Mitsuhide su misión en el banquete. La orden que llegó inmediatamente después hizo que todo el clan de Akechi pareciera una jauría de perros persiguiendo jabalíes o ciervos. Tal vez sepáis que vamos a movilizarnos en seguida para partir hacia el oeste. Tenemos que atacar las provincias de los Mori en el Sanin para proteger el flanco del señor Hideyoshi. ¿Cómo podemos ir al campo de batalla sintiéndonos así? ¡Esta situación es otro ejemplo de las intrigas de ese señor que es un perro perverso!

—¡Domínate! ¿A quién te refieres como un perro perverso?

—Al señor Nobunaga, el mismo que siempre llama a nuestro señor «cabeza de naranja china» delante de todo el mundo. Mirad a hombres como Hayashi Sado o Sakuma Nobumori y su hijo. Durante años ayudaron a Nobunaga para que llegara a ser tan grande como lo es hoy. Entonces, poco después de que fueran recompensados con cargos y un castillo, se les detuvo por alguna falta trivial y se les condenó a muerte o al exilio. El último acto de ese perverso señor siempre consiste en perseguir a alguien.

—¡Silencio! ¡No te consiento que hables así del señor Nobunaga! ¡Semejante falta de respeto es intolerable! ¡Fuera de aquí!

Al mismo tiempo que Mitsuharu se enojaba y reprendía al hombre, algo se oyó débilmente en el jardín. Era difícil saber si se trataba de un hombre que se acercaba o sólo de la caída de las hojas otoñales.

Tanto de día como de noche se tomaban precauciones extremas contra los posibles espías, incluso en lugares donde la presencia del enemigo era improbable en extremo. Así pues, incluso en el jardín de la casa de té había samurais que montaban guardia. Uno de los guardianes se había acercado a la casa de té y hacía una reverencia ante la puerta. Tras entregar una carta a Mitsuharu, retrocedió un poco y aguardó, inmóvil como una piedra.

Pronto se oyó la voz de Mitsuharu desde el interior.

—Esto requerirá una repuesta, y la escribiré luego. Dile al monje que espere.

El guardián hizo otra cortés reverencia y regresó a su puesto. Sus sandalias de paja apenas hacían ruido alguno en el sendero, como si andará furtivamente.

Mitsuharu y los otros tres hombres permanecieron sentados en completo silencio, envueltos en una gélida atmósfera. De vez en cuando una ciruela madura caía al suelo con un sonido como el de un martillo de madera que golpeara la tierra. Ese sonido era lo único que aliviaba el silencio. De repente un brillante rayo de sol incidió en los paneles de papel de la puerta corrediza.

—Bueno, tenemos que despedirnos —dijo Masataka, aprovechando la oportunidad para retirarse—. Tenéis asuntos urgentes que atender.

Pero Mitsuharu, que había desenrollado la carta y la había leído ante los tres hombres, se puso ahora a enrollarla.

—¿Por qué no os quedáis un poco más? —les preguntó, sonriendo.

—No, nos vamos ya. No queremos molestaros más.

Después de que los tres hombres hubieran cerrado la puerta corrediza detrás de ellos, el sonido de sus pisadas retrocedió en dirección al corredor en forma de puente, y pareció como si caminaran sobre una delgada capa de hielo.

Poco después Mitsuharu salió también y se encaminó a los aposentos de los samurais, donde pidió papel para escribir y deslizó fluidamente el pincel sobre éste como si ya tuviera del todo claro lo que iba a escribir.

—Lleva esto al mensajero del abad de Yokawa y despídele.

Entregó la carta a uno de sus ayudantes y, dando la impresión de que no tenía más interés por el asunto, llamó a un paje.

—¿Está durmiendo todavía el señor Mitsuhide? —le preguntó.

—Hace un rato su habitación estaba muy silenciosa.

Al oír esto los ojos de Mitsuharu se abrillantaron como si también él estuviera realmente en paz por primera vez en todo el día.

***

Transcurrieron los días. Mitsuhide pasaba el tiempo en el castillo de Sakamoto sin hacer nada. Ya había recibido de Nobunaga la orden de partir hacia las provincias occidentales, y debería haber vuelto lo antes posible a su propio castillo para movilizar a sus servidores. A Mitsuharu le habría gustado decirle que pasar tanto tiempo ociosamente perjudicaría su reputación en Azuchi. Sin embargo, cuando pensaba en los sentimientos de Mitsuhide, era incapaz de hablarle con franqueza. Era natural que el descontento que Dengo y Masataka habían expresado tan amargamente anidara también en el corazón de Mitsuhide.

En ese caso, se decía Mitsuharu, unos pocos días de paz y tranquilidad serían la mejor preparación para la campaña inminente. Mitsuharu tenía una fe absoluta en la inteligencia y el sentido común de su primo. Deseoso de saber cómo pasaba éste el tiempo, le visitó en su habitación y le encontró pintando, copiando de un libro abierto.

—A ver, ¿qué estás haciendo?

Mitsuharu se puso a su lado y contempló su obra, complacido por la serenidad de Mitsuhide y satisfecho porque podían compartir algo.

—Ah, Mitsuharu. No mires, por favor. No puedo pintar delante de otros.

Mitsuhide dejó el pincel y exhibió una timidez poco corriente en hombres que han rebasado los cincuenta años. Estaba tan azorado que escondió los esbozos que había desechado.

—¿Te molesto? —Mitsuharu se echó a reír—. ¿Quién ilustró el libro que usas como modelo?

—Es de Yusho.

—¿Yusho? ¿Qué hace últimamente? Aquí no nos llega ninguna noticia suya.

—Una noche visitó inesperadamente mi campamento en Kai. Se marchó a la mañana siguiente, antes del amanecer.

—Es un tipo extraño.

—No, no creo que sea posible resumirle diciendo que es extraño. Es un hombre leal y tiene un corazón tan recto como una caña de bambú. Puede que haya dejado de ser un samurai, pero sigue pareciéndome un guerrero.

—Tengo entendido que fue servidor de Saito Tatsuoki. ¿Le alabas porque sigue siendo fiel a su antiguo señor incluso hoy?

—Durante la construcción de Azuchi, fue el único que se negó a participar, aun cuando el mismo señor Nobunaga le invitó a hacerlo. No está dispuesto a cambiar de actitud aunque ello le reportara fama y poder. Su amor propio le impide pintar para el enemigo de su antiguo señor.

En aquel momento llegó uno de los servidores de Mitsuharu y se arrodilló detrás de ellos. Los dos hombres dejaron de hablar. Mitsuharu se volvió y preguntó al servidor qué quería.

El samurai pareció azorado. Tenía en la mano una carta escrita en papel grueso que parecía ser una petición. Mientras hablaba, estaba claramente preocupado por la reacción de Mitsuharu.

—Otro mensajero del abad de Yokawa ha llegado al portal y me ha acuciado para que entregue una vez más una carta al señor del castillo. Me he negado, pero dice que tiene órdenes y no se marchará. ¿Qué debo hacer?

—¿Cómo? ¿Otra vez? —Mitsuharu chascó ligeramente la lengua—. Hace algún tiempo envié una carta al abad de Yokawa, explicándole minuciosamente que no podía acceder al contenido de su petición, por lo que era inútil que insistiera. Pero él ha persistido, y desde entonces me ha enviado dos o tres cartas. Desde luego es testarudo. Niégate a cogerla y despídele.

—Sí, mi señor.

El mensajero salió apresuradamente con la petición todavía en la mano. Parecía como si él mismo hubiera recibido una reprimenda.

En cuanto el hombre se marchó, Mitsuhide habló con su primo.

—¿Se trata del abad de Yokawa en el monte Hiei?

—El mismo.

Hace años recibí la orden de participar en el incendio del monte Hiei. Entonces luchamos no sólo contra los monjes guerreros sino también contra los religiosos, las mujeres y los niños sin distinción..., los matamos y arrojamos sus cuerpos a las llamas. La destrucción de la montaña fue tan completa que no es posible esperar que los árboles medren allí de nuevo, y mucho menos los hombres. Y ahora parece que los sacerdotes supervivientes a la matanza han regresado y tratan de reanudar su vida en ese lugar.

—Es cierto. Por lo que he oído, la cima de la montaña está tan desolada y en ruinas como antes, pero hombres de gran sabiduría están reuniendo los restos diseminados de los creyentes y emplean todos los medios posibles para que la montaña vuelva a ser un lugar de culto.

—Eso será difícil mientras viva el señor Nobunaga.

—Y ellos son conscientes de ello. Han dirigido gran parte de su energía hacia la corte, tratando de conseguir un edicto del emperador para persuadir a Nobunaga, pero las perspectivas son poco favorables, por lo que recientemente han buscado el apoyo del pueblo. Se desplazan por todas las provincias en busca de contribuciones, llaman a las puertas y tengo entendido que incluso están construyendo santuarios provisionales en los solares donde se levantaron los viejos templos.

—¿Entonces el encargo del mensajero enviado dos o tres veces por el abad de Yokawa tiene algo que ver con esa petición?

—No. —Mitsuharu contempló apaciblemente el rostro de su primo—. He pensado que no merecía la pena que te molestara con ello, por lo que yo mismo despedí al mensajero. Pero ya que me lo preguntas, quizá deba explicártelo. El abad de Yokawa sabía que estabas aquí y quería que le recibieras en audiencia por lo menos una vez.

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