—¡El sol!
La nube negra había detenido su avance y ahora empezaba a retroceder hacia el sur, arrastrada por un viento que silbaba en las alturas. Apolo reconoció en ese silbido la voz de Bóreas y sonrió. Sin perder tiempo, abrió los brazos para desplegar su vela, tomó a Ártemis por la cintura y golpeó con el pie derecho en el suelo. En cuestión de segundos ganó veinte codos de altura, mientras bajo sus pies los cinco gigantes pasaban como elefantes furiosos y se estrellaban de cabeza contra el arranque de la empinada escalinata.
Tifón rugió de frustración y saltó detrás de Apolo. Aunque sus alas le permitían poco más que planear, sus masivas piernas le daban un gran impulso. Pero cuando se acercaba al dios, una especie de serpiente blanca y cegadora cayó del cielo y se estrelló contra su pecho. Una lluvia de chispas saltó entre sus escamas y recorrió sus alas, y la criatura cayó al suelo maldiciendo y escupiendo brasas.
Apolo levantó la mirada mientras regresaba a la Crépide. Bajo las alas del viento norte, un carro llevado por cuatro caballos alados bajaba desde las alturas del Olimpo, y su auriga era un dios al que conocía muy bien.
—¡Zeus Salvador! —gritó Apolo—. ¡Zeus ha vuelto a la batalla!
Embriagado por el placer del combate, Zeus ordenó a sus cuatro corceles que se arrojaran en picado sobre los enemigos. Entre los dedos de su mano derecha las chispas saltaban como genios diminutos mientras el próximo rayo se iba cebando. Pero abajo, la voz rocosa de Alcioneo gritó:
—¡Cubrid a Tifón!
El carro alado pasó sobre las cabezas de los gigantes, y con una carcajada Zeus lanzó un rayo capaz de desgajar un árbol de raíz. Pero una masa de pétreos había rodeado el cuerpo de su caudillo. La descarga envió por los aires a tres de ellos, que quedaron retorciéndose en el suelo durante unos instantes. Uno de ellos se levantó y otros dos ya no se movieron. Pero Tifón había desaparecido de la vista, oculto tras una muralla de piedra viviente.
—¡Sabía que no eras más que un cobarde y un farsante! —gritó Zeus.
El rey de los dioses había viajado desde el confín norte del mundo sobre las espaldas de su hijo Hermes, que durante el viaje le puso al corriente de la situación. Al llegar al Olimpo, se había apresurado a uncir a un carro sus cuatro caballos negros de reserva e incorporarse a la batalla. Detrás de él debían venir Hefesto y Alcides, a los que traían las águilas. No tardarían mucho más en llegar, pues Bóreas venía soplando desde el Polo con toda su furia para traerlos al Olimpo y alejar además la nube de cenizas que amenazaba con cubrir la morada de los dioses.
Zeus dejó atrás la vanguardia de los enemigos y sobrevoló la ciudad, contemplando con una ira inexpresable la ruina en la que habían convertido la ciudad de Hieróptolis. Por doquier se levantaban llamas y nubes de polvo, y los escombros arrojados por los gigantes volaban hacia las alturas como si el propio suelo los escupiera. Más allá, en la llanura que bajaba hasta el mar, una multitud de bárbaros, centauros y habitantes de los bosques se agolpaba en las brechas abiertas en la muralla esperando recibir su cuota de rapiña y destrucción.
—Ya os ajustaré las cuentas luego —masculló Zeus.
Pero ahora debía concentrar su atención en los gigantes. Zeus viró hacia el oeste, volvió a sobrevolar las cabezas rocosas de los asaltantes y posó el carro al pie del puente del Arco Iris. Cuando desmontó, los demás dioses acudieron para formar un círculo y arrodillarse ante él.
—¡Levantad! —les ordenó, extendiendo la mano izquierda—. No es momento de homenajes.
Desde allí arriba, la ciudad era un mar de cabezas de piedra que sobresalían entre llamas y nubes de polvo. Ya no había rastro de oposición en la ciudad. Pero los gigantes se habían detenido antes de llegar a la escalinata de la Crépide, temerosos del poder de Zeus. Este alzó la mano derecha y lanzó un rayo que cruzó restallando casi doscientos codos de distancia y derribó a uno de los Quince. Pero al cabo de un rato el gigante se levantó, aunque a duras penas, y un abucheo corrió entre las filas enemigas. Zeus comprendió que tenía que cargar más tiempo el rayo para abatir a los gigantes de mayor tamaño, lo que suponía perder momentos muy valiosos. Y los gigantes debieron comprenderlo también, porque empezaron a avanzar con paso lento, pero seguro, hacia la escalera.
¿Dónde estará Tifón?,
se preguntaba Zeus.
Zeus miró a su alrededor. Tal vez cien cíclopes, unas decenas de dioses, de los que tan sólo Apolo y Ártemis eran rivales para los gigantes... Y también Atenea, que estaba al pie del puente, junto a su hipogrifo, sin atreverse a acudir junto a él.
Una fuerte racha de aire húmedo llegó del sur y pasó sobre las cabezas de los gigantes que ya pisaban el pie de la escalera. La racha se condensó en una forma alada, y un dios con las mejillas rubicundas y sudorosas se materializó ante Zeus. Era Noto, el viento sur.
—¿Qué haces aquí? —le reprendió Zeus, y señaló hacia las alturas. Allí, Bóreas estaba muy atareado alejando la nube de cenizas que pugnaba por sombrear el Olimpo—. ¡He ordenado que sólo sople el viento norte!
—Te pido disculpas, hijo de Cronos —dijo Noto, agachando la cabeza. Olía a sal del mar, pero también a cenizas y azufre—. He volado muy bajo y apenas he desplegado las alas, te lo juro.
—¿Por qué motivo?
—La nube negra, ¡oh, Zeus! Viene de la isla de Atlas.
—Eso ya lo sabíamos —intervino Apolo.
—¡Pero ha crecido más que nunca! —dijo Noto—. El volcán ha reventado. Todo el corazón de la isla ha volado por los aires…
Y el palacio de los mismos que me traicionaron
, pensó Zeus, con acerba satisfacción. Pero los gigantes ya subían por la escalinata, mientras los cíclopes bajaban a defenderla armados con sus enormes martillos.
—¡Explícate rápido!
—Una ola gigantesca está recorriendo el Egeo y no tardará en abatirse sobre las costas de Creta y el resto de las Cíclades. Pero eso no es lo peor —se apresuró a añadir Noto al ver el gesto de impaciencia de Zeus—. Cuando Bóreas estaba aventando lo más espeso de la nube negra, ha descubierto lo que escondía en su interior, y por eso me ha enviado a mí. Está intentado retenerlos, pero la propia fuerza de la Tierra los impulsa.
—Por los ojos de las Erinias, ¿a quiénes?
—Son dragones, ¡oh, Zeus! Cien dragones gigantescos, cien criaturas aladas que vienen hacia aquí llameando fuego.
—¿Cien? ¿Has dicho cien?
—Yo mismo los he visto, ¡oh, hijo de Cronos! —insistió Noto, y el terror en sus ojos era genuino.
Zeus estaba tan concentrado en lo que oía que había olvidado disparar el rayo que cebaba entre sus dedos. Apartando a los demás dioses, que trataban en vano de contener a los atacantes con sus dardos, lanzó una descarga desde el borde de la Crépide. Cuatro gigantes rodaron por la escalera, arrollando a sus compañeros. Pero los Quince, más astutos, se habían retrasado y ahora enviaban a sus congéneres más jóvenes en masa para que afrontaran la cólera de Zeus. Y Tifón seguía escondido entre ellos.
Aquella descarga eléctrica fue tan potente que durante unos instantes detuvo el avance de los gigantes. Pero Zeus captó a su alrededor miradas de desaliento. Todos se habían dado cuenta de que tenía que esperar antes de fulminar de nuevo a sus enemigos, y era evidente que estaban calculando. Al igual que él. Y el resultado era que faltaba tiempo o sobraban gigantes.
Además estaba la cuestión de esos dragones. No contaba con ellos, nadie le había advertido de su existencia. Él, que los había combatido en el pasado, sabía que eran unos adversarios aún más formidables que los gigantes. Y, para colmo, podían volar. El puente del Arco Iris no sería ningún obstáculo para ellos, ni los mármoles del Cranón podrían resistir sus llamas.
—¿Es verdad? —preguntó, volviéndose a sus hijos—. ¿Tenemos que luchar además contra cien dragones?
—Me temo que sí —dijo Apolo—. Estaban en la profecía que recibí en Delfos.
Zeus frunció el ceño. Hermes le había hablado del trance que había sufrido Apolo, pero no había dicho nada de una visión plagada de dragones. Sin embargo, los ojos de su hijo eran sinceros, y aún más genuino era el terror de Noto.
—No podremos con ellos...
Apolo lo dijo en voz baja, pero los demás dioses le oyeron, y empezaron a correr rumores de desaliento entre ellos.
Nos van a aniquilar, es mejor que abandonemos el Olimpo a su suerte, no hay nada que hacer...
Incluso algunos de los cíclopes abatieron los brazos y empezaron a recular hacia la entrada del puente. Era sólo cuestión de unos minutos que empezara la desbandada.
Zeus se acercó al borde de la escalera y volvió a lanzar otro rayo. La descarga fue aún más poderosa, tal vez por la rabia de su corazón. Cinco gigantes rodaron peldaños abajo arrastrando a otros en su caída, y los demás se detuvieron e increparon a Zeus con sus voces graníticas.
—¡Atenea! —exclamó Zeus.
Los demás hicieron un pasillo a la diosa, que se acercó a Zeus con la barbilla agachada.
—Mírame a la cara —ordenó él.
—Sí, padre —repuso Atenea. Y cuando lo hizo, Zeus se dio cuenta de que los ojos grises de su hija estaban húmedos, pero no por temor ni culpa, sino por la felicidad de verlo vivo.
—Debo subir al Olimpo para encargarme de esa nueva amenaza —dijo, sin concederse tiempo para efusiones—. Tú, diosa de la guerra, debes demostrar que eres en verdad Atenea Políade y que sabes defender la ciudad de los dioses. ¡No permitas que esos miserables devasten el Olimpo como han hecho con Hieróptolis!
—¡No lo haré, padre!
Atenea se caló la visera del yelmo, levantó a
Némesis
sobre su cabeza y ordenó a los cíclopes que la siguieran escalera abajo para detener a los gigantes. Mientras los cíclopes enarbolaban sus martillos y los dioses, enardecidos por el ejemplo de Atenea, volvían a asaetear a sus enemigos, Zeus montó de nuevo en su carro alado y emprendió el ascenso al Olimpo.
Creía tener la pieza que faltaba en su mente y que había estado a punto de encontrar bajo el eje del cielo. Si su intuición le fallaba, el Olimpo, los dioses que lo poblaban y sus sirvientes humanos estaban condenados.
Desde el mirador del Austro, situado en el borde exterior de la Aguja Sudeste, Hera, Deméter y Afrodita contemplaban la lejana batalla que se libraba a sus pies. Apolo había ordenado a los Consagrados que las confinaran en el palacio del Cranón, pero Hera no tuvo más que levantar una ceja para conseguir que los guerreros humanos abrieran sus filas y les permitiera pasar. Para su frustración, aunque las nubes que habitualmente ocultaban Hieróptolis se habían despejado, el palacio del Olimpo estaba a tal altura que desde allí apenas podían distinguir más que confusos movimientos de masas junto al perímetro de las murallas. De cuando en cuando llegaban ruidos del combate, ecos confusos y graves como truenos en la lejanía. Y, mientras, las nubes negras seguían acercándose desde el sur, y en su interior brillaba un resplandor rojo, como el de un incendio que se propagara por los cielos.
—No me gustan esas nubes —dijo Deméter—. No creo que traigan nada bueno.
—Tranquila, hermana —contestó Hera—. Pase lo que pase, y gane quien gane, nosotras sobreviviremos.
—¡Ja! —dijo Afrodita—. Yo sobreviviré. Soy la única Primera Nacida que vive en el Olimpo. Y sea quien sea el nuevo rey, siempre necesitará a una diosa del amor.
—No estés tan segura de que va a haber un nuevo rey —dijo Deméter—. ¡Mira allí!
Un carro blanco subía casi en vertical desde la llanura. Cuatro caballos tiraban de él, batiendo las alas como si los persiguieran todas las fuerzas del Tártaro. Eran negros como la noche, y las tres diosas los conocían bien; pues eran los cuatro corceles que Zeus usaba cuando quería dar descanso a los caballos blancos que normalmente uncía a su carro y que había perdido en la isla de Atlas.
—¡No puede ser! —gimió Hera.
El carro alado se posó en el puente que llevaba a la Aguja Nordeste. Zeus desmontó y corrió hacia las tres diosas, vestido con unos harapos quemados y sucios. Pero para sorpresa de Hera, no estaba ciego ni manco como esperaba, sino tan sano como la última vez que lo viera y más furioso que nunca.
—¡Afrodita! —gritó el rey de los dioses, subiendo los escalones que llevaban al mirador de cuatro en cuatro—. ¡Ven conmigo!
La diosa del amor retrocedió, asustada. Pero Zeus se plantó junto a ella en tres zancadas más, la cogió por la cintura y se la echó al hombro.
—¡Déjame! —gritó Afrodita—. ¡Sabes que Gea te apoyó con la condición de que jamás te acostaras conmigo!
—Y ahora entiendo sus razones —respondió Zeus, volviendo hacia el carro. Pero antes de alejarse, se dio la vuelta y señaló a Hera con la mano del rayo—. Sé todo lo que has hecho. Si sabes lo que te conviene, ve a visitar a tu hermano Hades y enciérrate por ti misma en el Tártaro.
Hera se quedó temblando, y se abrazó a su hermana Deméter. Zeus, sin soltar a Afrodita, que pataleaba en vano sobre sus macizos hombros, montó en el carro y emprendió el vuelo hacia la Atalaya.
Atenea comprendió que no podían detener la avalancha de gigantes en la Crépide. Los defensores humanos habían muerto o habían huido fuera de las murallas. Hieróptolis era un montón de escombros. Si los gigantes no habían concentrado todo el poder de su masa y su número en el acceso al puente del Arco Iris, era porque su pasión por destruirlo todo había hecho que muchos de ellos se desviaran por las calles de la ciudad para arrasar templos, palacios y viviendas. Pero ahora que no quedaba nada en pie, todos volvían sus ojos a la Crépide, y la marea de roca era incontenible.
—¡Retirada! —ordenó Atenea—. ¡Todos al puente!
De los cien cíclopes que con tanta bravura habían defendido la escalinata no quedaban más de treinta. Atenea les ordenó que subieran los primeros, mientras los dioses los cubrían con las pocas flechas que les quedaban.
—¡Seguidme! —ordenó Cerauno a sus compañeros de raza. Cuando el último de ellos pisó el puente, él mismo agitó el martillo sobre su cabeza para saludar a Atenea y apretó el paso. Aunque la propia velocidad de la rampa los subía a las alturas, los cíclopes corrieron, confiando en sus piernas más ligeras para adquirir ventaja sobre los gigantes y cumplir la misión que les había encomendado Atenea.
Destruir para salvar
, les había dicho.
En la Crépide, cuando Atenea consideró que ya habían ganado tiempo suficiente para los cíclopes, los dioses alados levantaron el vuelo mientras los demás montaban en los carros disponibles. Ella misma se quedó durante un instante, montada a lomos de Glauce. Cuando los primeros gigantes pisaron la Crépide, Atenea apretó las rodillas sobre los flancos de la hipogrifo, alzó el vuelo sobre sus cabezas y los desafió blandiendo a
Némesis
.