Señores del Olimpo (41 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—¿Y cuál es ese lugar? —preguntó Ártemis.

Atenea la miró de reojo. Era obvio que seguía sin fiarse de ella.

—Es mejor que no nos lo reveles, Apolo —sugirió—. Si es Hermes quien debe acudir allí, explícaselo a solas. Cuantos menos compartamos el secreto, menos indiscreciones. Nuestro padre, sin el rayo, es vulnerable.

Ártemis torció el gesto, comprendiendo la razón por la que Atenea había hablado así, pero no tuvo más remedio que aceptar.

—Me encantaría devolverle esto a nuestro padre —dijo Hermes, apretando contra el costado el morral donde guardaba la mano—. A veces tengo la impresión de que va a salir de aquí y me va a dar un pescozón, o peor aún, que me va a achicharrar las orejas. Pero dime una cosa, Apolo. Cuando le entregue la mano, ¿qué hago luego? ¿Embadurno una venda en engrudo de harina y se la pego?

—Tú no, hermano. Primero tendrás que encontrar a alguien más hábil que tú...

 

 

Cuando Apolo regresó a su alcoba, pegó la cabeza al cristal y se quedó contemplando las estrellas. ¿Por cuánto tiempo más podría disfrutar de aquel maravilloso espectáculo?

Apolo escondía algo que no había contado a los demás y que le causaba una profunda desazón. El propio Hermes, tornadizo como siempre, parecía haber olvidado el enigma de los cien hijos de Tifón de los que había hablado Gea. Pero él los había visto en el extraño sueño de los vapores del tiempo. Cien criaturas que crecían en un lugar infernal, en el corazón de una gran caldera volcánica. Cien seres sumergidos en una lava tan caliente que relucía amarilla como el oro, y que sin embargo para ellos era un baño acogedor y refrescante. Cien bestias criándose en un cubil que estaba fuera del alcance de cualquier dios y que, cuando el volcán estallara en una erupción como el mundo no había conocido, volarían en las alas de la tormenta de fuego. Cien monstruos que saldrían de la isla de Atlas para atacar el Olimpo.

En su visión, mientras ellos defendían el último baluarte del Cranón y luchaban contra los gigantes, aparecían los hijos de Tifón, una siniestra bandada de enormes dragones acorazados que vomitaban chorros de fuego por sus fauces. Cien dragones, ni uno menos. Con muchas dificultades, él había conseguido vencer a Pitón, y Atenea a Delfine. Pero, ¿cuántos dioses tan poderosos como ellos dos había en el Olimpo? Ninguno. Y aunque el propio Zeus regresara blandiendo el rayo, ¿como podría derrotar a un centenar de dragones cuando lo rodearan como un enjambre de gigantescas avispas?

Pero Apolo había disimulado su conocimiento, pensando que ya era suficiente con que él tuviera un atisbo de su tenebroso futuro. Por una vez en su vida, sabía con claridad lo que tenía que hacer: cargar el peso del desaliento sobre sí y evitar que, hasta el último momento, la negra garra de la desesperación hiciera presa en los demás.

El placer de la destrucción

Ya estaban cerca del Olimpo. Habían llegado al mar, que sólo los quince gigantes más viejos conocían. La nieve había quedado atrás y ahora recorrían fértiles comarcas de pastos y cultivos. Las aldeas que encontraban a su paso habían sido destruidas por otras razas antiguas, siguiendo las consignas de Tifón y el oráculo de Delfos, pero las ciudades amuralladas aún resistían.

Cuando llegaron a las orillas del lago Ludias, ya en Macedonia, pasaron junto a una ciudad llamada Permessa. Sus murallas estaban atestadas de soldados, habitantes de la ciudad y también aldeanos que se habían refugiado allí. Hefesto pensó que pasarían de largo, pero Alcioneo quería probar las máquinas de guerra. Sin embargo, el afán de su raza por destruir todo lo que encontraban a su paso era tan violento que frustró los planes de su jefe. Los gigantes, aprovechando que el muro no era demasiado alto y que estaba construido con bloques de mampostería más bien pequeños, lo echaron abajo a patadas y puñetazos, empujando con los hombros e incluso a cabezazos. Luego, una vez que entraron en la ciudad, se dedicaron a arrancar puertas y tejados y a derribar paredes entre grandes carcajadas, mientras los habitantes de la ciudad corrían despavoridos por las calles, sólo para ser masacrados por sus propios congéneres, tanto los cimerios como los getas y sármatas que se les habían unido durante la marcha.

Desde un altozano cercano, siempre encadenado y vigilado por varios gigantes, Hefesto contempló con tristeza la demolición de Termessa. Ares, encerrado en su barril, se rió de su debilidad.

—¿Es que te dan pena los mortales?

—Me da pena ver cómo se destruye en menos de un día lo que ha costado tanto construir —respondió Hefesto.

Los gigantes se habían empeñado en no dejar nada en pie. Mientras las llamas se extendían por la ciudad y los bárbaros sacaban a las pocas mujeres que habían dejado con vida para violarlas en un bosquecillo cercano, los hijos de Gea insistían en arrancar del suelo incluso los bloques que servían de cimiento a la muralla.

—¿Qué le espera al Olimpo? —se preguntó Hefesto, con los ojos llenos de lágrimas.

—Si todos los dioses son tan débiles como tú, la destrucción —respondió Ares.

—¡Tú no entiendes nada! —le espetó Hefesto, volviéndose hacia él—. Llevo toda mi vida trabajando, construyendo, fabricando belleza. ¡Eso es un arte que requiere siglos dominar! En cambio tú... tú... Eres igual que ellos. Sólo te complaces en la ruina y la devastación. Lo que haces tú es mucho más fácil, aunque luego sea a ti a quien canten los aedos. Pero te digo una cosa: si las criaturas como tú dominan el mundo, Este dejará de existir.

—¡Ja! Así que tú fabricas belleza. Mírate a ti mismo, por favor. ¿Por qué crees que tu esposa prefiere acostarse conmigo? ¿Dónde está tu belleza, pequeño diosecillo cojudo?

Hefesto rechinó los dientes y agachó la mirada. Al cabo de un rato volvió a mirar a Ares. El dios contemplaba fascinado la destrucción de aquella ciudad de la que pronto no quedaría ni el recuerdo. Sus ojos, claros como la miel, brillaban de excitación, como si estuviera viendo a Afrodita desnuda.

Hefesto subió a una piedra, estiró el cuello y escupió a Ares entre los ojos. El dios de la guerra torció la mirada hacia él y enrojeció de ira.

—¡Cuando salga de aquí, me las pagarás por esto, cobarde!

—No, jamás te lo pagaré suficiente —repuso Hefesto, sonriendo al ver cómo su saliva goteaba por la nariz de Ares sin que Este pudiera enjugársela—. Hay placeres que no tienen precio.

 

 

Por la noche, los gigantes descansaron con la satisfacción del deber cumplido. Termessa había quedado reducida al ras, y pronto las malas hierbas se apoderarían de las calles que un día habían sido bulliciosas.

Alrededor de Hefesto, los gigantes dormían sentados, con las piernas encogidas, los brazos rodeando las rodillas y las cabezas rocosas apoyadas sobre éstas. En aquella postura, parecían pequeñas montañas. Apenas se movían, pero algunos de ellos roncaban, y sus ronquidos sonaban como los fuelles de una fragua.

Hefesto se encontraba en lo alto de una suave loma, pues nunca andaba muy lejos de Alcioneo, y a Este, como si su propia estatura no le bastara, le gustaba dominar el panorama. Había hogueras por todo el campamento, hasta las orillas del lago, pero los fuegos que más brillaban eran los que aún ardían en la ciudad destruida. A lo lejos se oían débiles lamentos, las voces de las infortunadas mujeres que aún seguían en poder de los bárbaros. Hefesto sabía que no llegarían al alba. Aunque los bárbaros les perdonaran la vida, ni los sátiros ni las ménades que acompañaban a los gigantes lo harían.

Estaban ya a la vista del Olimpo. Hacía frío, pero el aire se había despejado. De hecho, Hefesto observó un fenómeno extraño, pues el penacho de nubes que rodeaba la cima del monte había desaparecido, y ahora podía verse cómo la columna blanca de Pirgos sobresalía resplandeciente de la propia montaña.

De noche, el puente del Arco Iris relucía como una espiral tornasolada alrededor de Pirgos. Hefesto sacudió la cabeza, disgustado. En cierta medida, ese puente era obra suya. Lo habían construido los gigantes antes de que él naciera, pero en esa época quien quisiera llegar por él hasta el Olimpo tenía que caminar dos días y dos noches para llegar a la cima. Hefesto reformó el puente del Arco Iris y dividió aquella calzada multicolor en dos bandas. La primera, que estaba inmóvil, abarcaba los colores interiores, el violeta, el azul y el verde, y por ella bajaban los viajeros que abandonaban el Olimpo. En cambio, la banda exterior, con los colores amarillo, naranja y rojo, se desplazaba hacia arriba a gran velocidad y ahorraba muchísimo tiempo a los visitantes de la morada de los dioses. Al llegar a la puerta del Arco Iris, en la Aguja Sudeste, la banda móvil seguía su camino bajo el pavimento de mármol de las avenidas del Olimpo, y al llegar al Cranón se hundía en el corazón de la propia montaña, de donde volvía a emerger en Hieróptolis para empezar de nuevo su larga ascensión. Aquel ingenio de movimiento perpetuo extraía sus energías del calor hirviente de las profundidades de la Tierra, un regalo que Gea había otorgado a sus nietos y biznietos.

O tal vez Gea lo había hecho porque sabía que aquel puente serviría para que los gigantes, los últimos hijos que había engendrado con Urano, gracias a sus gotas de sangre, pudieran invadir el cielo.

Aunque ya era muy tarde, un esclavo cimerio de largas trenzas rubias se acercó a él. Traía un plato de barro con un guiso de un olor repugnante. Hefesto rechazó aquella bazofia con un gesto.

—Cómelo —insistió el cimerio, pero no se lo dijo en una lengua bárbara, sino en el propio lenguaje de los dioses, que entre los mortales sólo hablaban los habitantes de Grecia—. Te vendrá bien algo caliente para el lugar tan frío que vamos a visitar.

Hefesto se quedó mirando al cimerio con nuevo interés. Bajo las trenzas y la barba rubia, no tardó en reconocer el rostro de rasgos delicados. La boca pequeña y de labios carnosos, los ojos oscuros y vivaces, y no del azul desvaído que solía verse entre esos bárbaros. Y el sutil resplandor de la piel...

—¡Hermes!

—Chssss...

Hermes sacó una fina horquilla y abrió los grilletes sin la menor dificultad. Hefesto se masajeó los tobillos, sintiendo la comezón del icor que volvía a correr por sus venas. Volvió la mirada hacia sus guardianes, que nunca andaban lejos; dos gigantes jóvenes de tan sólo seis codos de altura. Pero estaban profundamente dormidos. Hermes se levantó la capa de piel que llevaba sobre los hombros y le enseñó la cabeza serpentígera de su caduceo.

—Tardarán en despertar —susurró—. Ahora, recoge tus herramientas. Las vas a necesitar.

—¿Herramientas? No, tengo de sobra en el Olimpo.

—No vamos al Olimpo.

—¿No? Debo ir. Tengo que detener el puente del Arco Iris para...

—Antes debes hacer algo más importante. Vamos, coge lo que puedas llevar encima.

Hefesto buscó entre sus herramientas y eligió tan solo el poliergalión, aquel ingenioso artefacto que valía para casi todo y que más de una vez le había sacado de apuros.

—¿Y Ares? —susurró.

Hermes echó una mirada al barril de bronce que rodeaba a su hermanastro. Sólo asomaba su cabeza, que ahora estaba ladeada por el sueño.

—También lo he dormido, por si acaso daba la alarma.

—¿Es que no piensas liberarlo a él?

Hermes sonrió con malicia.

—Ya me basta con cargarte a ti, mi querido Hefesto. Ares pesa como un buey tebano, por no hablar de esa tinaja de bronce que ahora usa de domicilio. ¿O es que acaso tienes muchos deseos de que lo liberemos?

—¿Yo? ¡Ninguno!

—En ese caso, sujétate bien a mis hombros, hermano.

Y así, llevados por las alas de Hermes, partieron hacia la oscuridad de la noche.

El eje del mundo

Desde el Cáucaso, Zeus y Alcides volaron a lomos del águila hasta las anchas llanuras que se extendían al norte del Ponto. Allí dejaron que Macropis regresara al Olimpo a buscar a su compañera, pues el dios y su hijo eran una carga demasiado pesada incluso para un ave de tanta envergadura como Macropis. Pocas horas después, el águila estaba de regreso con Agaclea, y desde allí emprendieron la última etapa hasta el Septentrión.

Tras sobrevolar una vasta tundra nevada, llegaron a un mar cubierto por un espeso manto de hielo. Zeus recordaba que en su última visita a aquellas gélidas regiones había visto grietas y huecos en la banquisa, pero ahora la superficie presentaba una blancura uniforme hasta el horizonte.

La noche cayó sobre ellos. Pasaron por encima de Hiperbórea, el país amado por Apolo. Aquella región estaba rodeada por un alto muro que la protegía de los vientos. Allí crecían jardines, huertos, prados y bosquecillos sagrados. Zeus se sintió aliviado al comprobar que ni la destrucción ni la guerra parecían haber alcanzado aquella comarca. Desde arriba, las ciudades brillaban como islotes de luz en las tinieblas. Eran ciudades sin amurallar, pequeñas y dispersas, pues los hiperbóreos amaban la paz y, aislados de los demás pueblos por el frío y los hielos, no temían a ningún enemigo. La temperatura que gozaban era una bendición de la tierra, de la que brotaban numerosas fuentes termales y que además exudaba de su propia superficie un cálido hálito que permitía a los hiperbóreos sobrevivir en la noche septentrional.

Más, por hermosa que fuera Hiperbórea, Zeus no tenía intención de hacer un alto para visitarla. Al contrario, les ordenó a sus aves que siguieran volando; y ellas, que eran el padre y la madre de todas las águilas, acostumbradas a volar a alturas en las que las nubes se convierten en cristales de hielo, soportaron sin rechistar la temperatura de aquel rincón de la tierra.

—¿Cuándo se hará de día? —preguntó Alcides, encaramado sobre el cuello de Agaclea.

—¡Cuando llegue la primavera! —Zeus contestó gritando para hacerse oír por encima del aullido del viento.

—¿Bromeas?

—¡No! ¡Pero a cambio el día también dura meses y meses!

En las alturas se había encendido un velo de luz, una cortina que parecía descolgarse del firmamento.

—¿Qué prodigio es ése? —gritó Alcides.

—¡No te asustes! ¡Eres afortunado de ver este fenómeno! ¡Se trata de una aurora boreal! ¡Es una señal de mi abuelo Urano! ¡Él bendice nuestra empresa!

Pasada Hiperbórea, volvían a reinar los hielos, que ahora resplandecían verdosos bajo la luz fantasmal de la aurora. Después, una nueva luz apareció sobre el horizonte. Pero ésta no se desgajaba en arcos, sino que subía al cielo recta como una estrecha columna, hasta hacerse tan tenue que se fundía con la negrura del firmamento. Zeus ordenó a las águilas que descendieran y se dirigieran hacia la base de aquella luz.

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