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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (44 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Cuando se quiso dar cuenta, estaba rodeada. Un gigante la agarró por la cintura con una sola mano y la levantó en vilo. Atenea sintió que sus vértebras crujían, pero se revolvió con una ira sobrehumana y le clavó la lanza en el ojo con tal fuerza que la punta de adamantio salió por la nuca. El gigante se derrumbó como un roble talado. Atenea, al caer al suelo, vio que se abría un círculo entre sus adversarios y que ahora nadie cogía el ariete. En el adarve sonaban gritos de júbilo, y un grito unánime en honor de Políade, la defensora de la ciudad. El icor palpitaba en los oídos de Atenea y el furor del combate hacía que lo viera todo rojo. Durante unos instantes se quedó sola defendiendo la puerta, pero luego oyó un agudo grito de guerra, y al volver la mirada vio que el dios Eníalo saltaba desde el adarve con su hacha doble.

—¡Aguanta, hija de Zeus! ¡Estoy contigo!

Una luz brilló sobre ella, y Atenea sonrió al alzar la mirada y ver la vela solar de Apolo, cuyas flechas cayeron como pedrisco sobre los gigantes.

Pero el suelo retumbó bajo sus pies. Los gigantes más pequeños se apartaron para dejar paso a una carga furiosa. Los pétreos venían a la carrera, blandiendo árboles enteros y grandes rocas, y sobre ellos destacaban como cúpulas las cabezas de los Quince.

Al lado de Atenea sonó un alarido. Eníalo retrocedía hacia la puerta. Su hacha doble brillaba al rojo vivo y se deshacía en grandes gotas de metal líquido. Tifón había decidido entrar en combate. El monstruo, que parecía haberse materializado de la nada, desencajó sus enormes mandíbulas y escupió un chorro de hierro líquido sobre Eníalo. El dios guerrero clavó la rodilla y desapareció aullando bajo aquel torrente amarillo cuyo intenso calor llegó al rostro de Atenea.

No era prudente seguir allí. Los Quince ya estaban casi sobre ella, mientras Tifón se entretenía en arrodillarse para volver a engullir el hierro fundido que había vomitado, ahora con los restos abrasados de Eníalo. Atenea retrocedió hacia el muro y miró hacia arriba. En un par de saltos y ayudándose de sus dedos de acero podría escalar fácilmente hasta el adarve, pero eso supondría darle la espalda al enemigo, algo que se le antojaba peligroso y a la vez indigno.

Oyó un grito sobre su cabeza, mitad relincho y mitad gorjeo. Glauce había comprendido que su ama estaba en apuros y bajaba desde el interior de la ciudad. En una maniobra que habían ensayado a menudo, la hipogrifo pasó rauda a un codo del suelo con las piernas encogidas, y Atenea saltó a su lomo. Glauce remontó el vuelo en un ángulo muy abrupto, lo justo para pasar sobre la cabeza de un gigante pétreo, que demasiado tarde levantó el brazo para atrapar a aquella criatura con cara de búho. Atenea llevó a su montura lejos de la puerta y le ordenó que se posara sobre el terrado del torreón sur de la muralla.

Allí, desde lo alto del cubo, Atenea comprobó que la situación era muy grave, aunque apenas habían transcurrido unos minutos de batalla. Ahora que los gigantes más grandes estaban junto a la puerta, no había nada que los defensores humanos pudieran hacer para detenerlos. Aunque Apolo seguía asaeteándolos desde las alturas, y Ártemis desde el adarve, eran demasiados para ellos. Algunos de los gigantes tan sólo tenían que estirar los brazos para llegar a las almenas, y los Quince ni siquiera eso. Sus enormes manos barrían el adarve, mientras los Consagrados se escondían tras las almenas entre gritos de pánico, se apelotonaban y se empujaban unos a otros por huir de los enormes dedos de piedra. Muchos de ellos no lo conseguían y eran apresados por los gigantes, que los estrujaban hasta reventar sus corazas de bronce y sus costillas dentro de ellas, los arrojaban lejos como guiñapos, o les arrancaban las cabezas con los dientes. Otros defensores, en su pánico, caían por encima del pretil al otro lado de la muralla y se aplastaban contra los adoquines del patio de liza.

Para colmo, Tifón levantó su corto vuelo y se plantó sobre la puerta de la muralla, regurgitando el hierro líquido que había vuelto a tragar al pie de la muralla. Aquellos que no quedaron aplastados por aquella masa fundida saltaron del parapeto convertidos en teas humanas. Al propio rey Evandro lo ensartó en sus garras, lo alzó sobre su cabeza cornuda y lo exhibió como un estandarte antes de arrojárselo a los gigantes que aporreaban la pared.

Por la parte del muro que aún no había sufrido el ataque de los gigantes corrían gritos de desaliento y pavor. Apolo volvió a volar sobre Tifón y le disparó media aljaba, pero el escudo atrajo todas las flechas. Al verlo desde su torreón, Atenea no pudo evitar el recuerdo de Hefesto, y maldijo su arte que ahora se volvía contra ellos, incluyendo las máquinas de guerra. Pues una flecha de casi tres codos de largo silbó en el aire disparada por un escorpión y pasó rozando la vela de Apolo, de la que saltaron chispas blancas.

Atenea notó que las sombras perdían sus filos acerados, y miró hacia el sur. Desde allí venía un frente de nubes oscuras, de una negrura innatural, que avanzaban al Olimpo a gran velocidad.
El volcán de la isla de Atlas
, pensó Atenea. Así que ésa era la nueva sorpresa de Gea. Había despejado las nubes de agua tan sólo para enviarles otra cuajada con las cenizas que había vomitado de sus entrañas.

Atenea volvió la mirada con desesperanza. Todo el lienzo este de la muralla parecía un malecón azotado por un oleaje de piedra que rugía como una tormenta infatigable. Los defensores abandonaban sus puestos, descendiendo por las escaleras interiores hacia el patio que llevaba a la segunda muralla.

Tifón había tomado ahora el mando de sus huestes. Desde lo alto de la muralla, emprendía cortos vuelos y sembraba el terror y la destrucción por doquier con su aliento de metal fundido. Cuando se le agotaba el fuego, ingería de nuevo la lava que había vomitado o devoraba las armas de los enemigos caídos y las fundía en el crisol que tenía por estómago.

El ariete ya se había tronchado, más por la violencia de sus operarios que por la dureza de las placas de bronce que reforzaban las jambas. Tres gigantes de los grandes se agacharon junto a la puerta y terminaron de astillar la madera a puñetazos, y luego, tras arrancar y doblar con los dedos las planchas metálicas, empezaron a retirar las piedras que habían apilado los cíclopes. Pero ni siquiera les habría sido necesario derribar la puerta. Pues entre las manos de los gigantes y las llamaradas de Tifón, casi un tercio de la muralla había quedado despejado de defensores, y ahora los aliados humanos de los gigantes llegaban a la muralla con sus escalas y subían sin temor a las flechas enemigas.

—¡Retirada! ¡A la muralla interior! —gritó Atenea, sobrevolando el parapeto a lomos de Glauce.

En el espacio de liza se libró una cruenta batalla. Los Consagrados que bajaban del lienzo norte y corrían hacia la puerta de la muralla interior, que estaba a más de cuatro estadios hacia el sur, se enfrentaron con los cimerios que habían asaltado las almenas con sus escalas y ahora se desparramaban como una plaga por el patio. Aunque los guerreros tesalios eran más disciplinados y poseían mejor armamento, el número de los bárbaros no hacía más que crecer. Para colmo, el propio Alcioneo y tres de sus hermanos echaron abajo las águilas que coronaban el triángulo de descarga, empujaron la enorme losa que formaba el dintel y derrumbaron por fin la puerta. Los gigantes apartaron a patadas las piedras y entraron al patio, aplastando bajo sus pies a todo mortal que encontraban, sin importarles si se trataba de defensores de la ciudad o de sus propios aliados.

Entre ambas murallas perecieron más de cinco mil Consagrados, que no pudieron llegar a tiempo al amparo de la puerta Sur. Los grandes gigantes y Tifón, impacientes ya, enfurecidos y embriagados por la destrucción que habían provocado, se dirigieron a esa puerta, mientras desde fuera de Hieróptolis las máquinas de asedio de Hefesto ya habían llegado a su posición de combate y, aunque tarde para derribar la muralla exterior, ahora se cebaban con el bastión interior y con los edificios del corazón de la ciudad.

La puerta Sur, que no era tan sólida como la Este, cayó a los primeros embates, y los sillarejos que la sujetaban volaron rotos en pedazos como vulgares ladrillos. Desde arriba Apolo y Ártemis, en su carro tirado por ciervos alados, seguían disparando, al igual que Calais y Zetes, y también Eos, que agitaba con valor sus alas blancas, aunque sus proyectiles no eran lo bastante poderosos para penetrar la piel gigantina. Los arqueros mellizos lograron clavar muchas flechas en los ojos de sus enemigos. Pero cuando un gigante se quedaba tuerto, normalmente tenía la astucia de cubrirse la frente con las manos y avanzar mirando al suelo tras el rastro de los demás, sabiendo que Apolo y Ártemis siempre iban a buscar sus ojos.

El ritmo de la batalla se precipitó. Era como si la fría sangre que corría por los miembros de los gigantes se hubiera calentado, y ahora actuaban con una furia ciega. Los pétreos abrieron camino a los Quince, ahora por las calles de la ciudad. Algunos se limitaban a abrir los brazos y entrar en callejuelas estrechas, y al caminar iban derribando paredes y columnas a su paso. Los cimerios aullaban entre sus piernas e incendiaban y saqueaban todo lo que encontraban. Para su enojo, no hallaron a las mujeres que querían violar; todo lo más, ancianas tan enfermas que sus familiares las habían tenido que abandonar, muchas de las cuales morían de la impresión al ver cómo los pies de los gigantes atravesaban los techos de sus casas.

 

 

Apolo sobrevoló el palacio del rey Evandro, del que se levantaban nubes de polvo mientras los gigantes derribaban sus paredes y tejados a puñetazos. A menos de doscientos codos de allí se levantaba la Crépide, la roca oscura en la que los propios gigantes tallaron antes de que él naciera una escalera de enormes peldaños, como si previeran que los necesitarían así de grandes para el día en que asaltaran el cielo. En lo alto de la Crépide había una pequeña explanada de la que partía el puente del Arco Iris. Allí, cien cíclopes armados con martillos montaban guardia, acompañados por no más de veinte dioses, pues la mayoría de los habitantes del Olimpo eran divinidades como las Carites o las Musas, que salvo excepciones no entendían de las artes de la guerra.

Debían retrasar a los gigantes como fuera; pues aún, en un rincón de la mente de Apolo, había una visión que le hacía albergar un mínimo de esperanza. De modo que el hijo de Zeus y Leto seguía volando incansable entre el puente del Arco Iris y las calles de Hieróptolis, disparando, reponiendo flechas y volviendo a disparar. Bajo él, los Consagrados que aún quedaban vivos subían en riada hacia la Crépide. Allí, Atenea, comprendiendo que los humanos no tenían nada que hacer en aquel combate tan desigual, los empujaba hacia el puente para que subieran al Olimpo.

¿Y
qué hacemos después, cuando lleguen allí?,
se preguntó Apolo.
¿Seguir retrocediendo, hasta que quedemos tan sólo un puñado de defensores en lo alto de la Atalaya?

Apolo regresaba a la Crépide para recargar la aljaba, pues sólo le quedaban tres flechas, cuando empezó a perder altura. Alarmado, miró hacia arriba. En el fragor del combate, no se había dado cuenta de que la nube negra que venía desde el sur había cubierto ya medio cielo y tapaba el sol. Su vela desapareció, y él cayó desde las alturas, en el centro de la amplia avenida que unía el palacio de Evandro con la Crépide. Aturdido, se puso en pie y descubrió que cuatro de los gigantes más grandes venían hacia él, mugiendo de furia y placer.

—¡Dejádmelo a mi! —gritó uno de ellos, enarbolando sobre la cabeza una columna de mármol—. ¡Será Gratión quien aplaste la odiosa cabeza de Febo Apolo!

Los demás se detuvieron y jalearon a su compañero, pues los gigantes nunca rechazaban un duelo individual. Gratión dio dos zancadas hacia Apolo y le lanzó un terrible golpe desde las alturas. El dios se apartó apenas a tiempo. La columna se rompió en mil fragmentos de mármol, algunos de los cuales le golpearon en la espalda y en la cabeza. Aprovechando que el dios clavaba la rodilla en el suelo, Gratión lo atrapó con su mano izquierda y lo acercó a su rostro, con la intención de devorarlo. Apolo le puso un pie a cada lado de la boca e hizo fuerza por librarse de la presión de los dedos. Pero las mandíbulas de Gratión seguían abriéndose, como si aquella boca cuajada de dientes de sílex fuera una sima sin fondo, y las piernas de Apolo no daban más de sí.

En ese momento, una flecha plateada silbó en el aire y se clavó en la lengua rugosa de Gratión, y otra le perforó el ojo. Apolo aprovechó el desconcierto del gigante, y recurriendo a todas las energías que había heredado de su padre, tensó los músculos en un esfuerzo supremo y logró separar los dedos del gigante. Saltó al suelo, flexible como un gato, y recogió el arco.

Allí, al pie de la escalera de la Crépide, estaba Ártemis, con su carro volador.

—¡Sube, hermano! —exclamó.

Pero no eran ellos los únicos arqueros de aquella batalla. Cuando los ciervos alados iban a remontar el vuelo, una flecha disparada por un centauro se clavó en el cuello de uno de ellos y lo mató en el acto. El otro, incapaz de levantar el peso del carro y de los dos dioses, se enredó con sus propias alas y cayó patas arriba. El vehículo se volcó, y Apolo y Ártemis saltaron fuera de él. Gratión se había apartado a un lado y se dedicaba a pisotear el altar y el pórtico del pequeño templo de Hermes, pero ahora el que se adelantaba de las filas de los gigantes era el propio Tifón.

—¡Loss mellizoss divinoss! ¡Voy a fundiross a loss doss en un solo blok'e de hierrro!

Apolo y Ártemis dispararon a la vez contra la bestia, pero fue en vano, pues el escudo volvió a desviar las trayectorias de sus flechas, que resbalaron inocuas sobre la bloca. Entonces volvieron la mirada a la vez. A apenas diez codos empezaba la escalera que subía hacia la Crépide, desde donde Atenea y otros dioses les hacían señas para que se retiraran.

—Yo no pienso huir de ellos como una cobarde —dijo Ártemis—. ¿Y tú, hermano?

Por toda respuesta, Apolo cargó su penúltima flecha y tensó el arco.

—Jamás avergonzaría a nuestros padres haciendo algo así.

La flecha silbó en el aire y se clavó en el ojo de un pétreo. Tifón gritó:

—¡Dissparan a loss ojoss, esstúpidoss! ¡Agachazz la cabeza y cargazz a ciegass! ¡Aplasstazloss!

Cinco gigantes apoyaron las manos en el suelo y se prepararon para embestir, como enormes arietes sin ojos, cubriendo toda la anchura de la amplia avenida. En ese momento, Apolo levantó la mirada, pues acababa de notar en el rostro un calor familiar.

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