Señores del Olimpo (46 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—¡Atreveos a mancillar el Olimpo y seréis aniquilados!

Las carcajadas de los gigantes sonaron como las olas de una tormenta estrellándose en los acantilados del monte Atos. Atenea, esbozando una torva sonrisa, ordenó a Glauce que ascendiera a las cumbres de Pirgos.

Instantes después, los gigantes quedaron dueños del último bastión de Hieróptolis, la Crépide. Sólo entonces Tifón ordenó a los pétreos que lo cubrían con sus cuerpos que se apartaran, y fue él el primero que plantó el pie en el puente del Arco Iris.

—¡Seguizzme al Olimpo! —gritó, desplegando las alas sobre su cabeza—. ¡No dejéisss piedra sobre piedra! ¡Hoy es el último día de loss diosess!

 

 

Zeus subió con el carro hasta el balcón de la Atalaya, algo que nunca antes había hecho. Afrodita seguía aporreándole la espalda e insultándole, sin perder un ápice de furia. Zeus atravesó su despacho y entró directo a la alcoba. Allí, arrojó a la diosa del amor sobre el lecho y le desgarró la túnica.

—¡Esto lo pagarás caro, Zeus! —gritó Afrodita, tratando de arañarle la cara—. ¡Yo sólo me acuesto con quien quiero!

Con la mano derecha, Zeus le agarró ambas muñecas en una tenaza implacable y la obligó a subir los brazos sobre la cabeza. Así levantados, sus pechos eran tan deseables como había sospechado siempre, pero por una vez la lujuria no entraba en sus pensamientos. Lo que le interesaba era el ceñidor de Afrodita. Tiró primero de la banda dorada y luego de la plateada, y empujó a la diosa al otro lado de la cama para que le dejara en paz.

—¿Cómo te atreves...?

—Vete de aquí, Afrodita.
Ahora.
—Zeus volvió la mirada hacia la diosa del amor y frunció el ceño. Ella comprendió que aquella era la mirada del dios que había arrojado a los titanes al Tártaro, recogió su túnica y huyó despavorida de la Atalaya.

 

 

El sendero diseñado por Hefesto subía a tal velocidad que el sol apenas había trepado en el cielo cuando los primeros asaltantes llegaron a la Aguja Sudeste. Allí montaba guardia Iris, que tocó su trompeta y amenazó a los gigantes con la destrucción si osaban poner el pie en el Olimpo. Pero al ver a Tifón, que iba el primero, la diosa mensajera batió las alas y abandonó su puesto. El hijo dracontino de Cronos y los once gigantes que aún seguían en pie de los Quince cruzaron bajo el arco de marfil que daba paso al Olimpo. Entre rugidos de júbilo, corrieron por una amplia avenida blanca, derribando a su paso las columnas y las fuentes de mármol, arrancando de raíz los árboles y pisoteando las flores de los jardines.

Cruzaron así la Aguja Sudeste, arrasándolo todo. Atenea había ordenado evacuarla, y los dioses mayores y menores que moraban allí se habían retirado hacia el norte y el sur, evitando el Cranón; pues la diosa guerrera estaba convencida de que Tifón iba a dirigir hacia él su ataque. Aunque su padre le había encargado que impidiera la devastación del Olimpo, comprendió que tendría que sacrificar algunas zonas. Pues el propio impulso del puente del Arco Iris hacía más irrefrenables a los gigantes, y era preferible retrasar las posiciones defensivas.

Tifón y los grandes gigantes, al no encontrar resistencia, se dirigieron en vanguardia hacia el puente que cruzaba entre la Aguja Sudeste y el Cranón. Ticio, que había sido el embajador de su raza en la última asamblea de los dioses, guiaba a los demás. Fue él mismo quien observó que en el centro del Buleuterión había una catapulta, una de las armas que ellos mismos habían robado al ejército de Ares y que ahora, como por arte de magia, había aparecido en lo alto del Olimpo.

—¡Cuidado!—advirtió a Tifón.

Una gran roca voló sobre sus cabezas y cayó en el centro del puente. Dos pétreos perdieron el equilibrio y se precipitaron en el abismo.

—¡Seguizz, esstúpidoss! —ordenó Tifón.

Pero eran cíclopes quienes atendían la catapulta, y con su fuerza y su destreza la cargaron mucho antes de lo que Tifón esperaba. La siguiente roca cayó cerca del final del puente, que empezó a oscilar. Algunos gigantes retrocedieron asustados, mientras que otros seguían avanzando. Pero como no lo hacían en orden, sino cada uno por su cuenta, en el centro se formó un tropel de brazos y piernas rocosos que empujaban y golpeaban. El puente, que no estaba preparado para tanto peso, se desplomó, y más de veinte gigantes cayeron al vacío rugiendo de rabia y terror.

Mientras los cíclopes subían por el puente del Arco Iris, Apolo, Hermes, Angelia y Noto habían volado hacia el exterior de Hieróptolis, obedeciendo las instrucciones de Atenea. Los humanos que vigilaban las máquinas de asedio huyeron despavoridos al ver cómo cuatro dioses furiosos bajaban desde las alturas, y ellos sólo tuvieron que elegir una catapulta de buen tamaño y combinar sus esfuerzos para alzarla del suelo.

Mientras Apolo y sus compañeros izaban la pesada máquina hasta el Olimpo, los gigantes subían a su vez impulsados por el movimiento sin fin de la banda exterior del puente del Arco Iris. Pero Atenea, que se había adelantado a lomos de Glauce, no estaba ociosa. Después de ordenar la evacuación de la Aguja Sudeste, en la que incluyó a sus tías Hera y Deméter, encargó a Cerauno y a sus cíclopes que golpearan con sus martillos el puente que unía la Aguja con el Cranón para debilitarlo.

—No quiero que lo derribéis ahora —le dijo a Cerauno—. Debe caer cuando esté repleto de gigantes.

—Y así será —contestó el cíclope, con una sonrisa belicosa.

 

 

El resultado fue que el puente se derrumbó, y cientos de gigantes quedaron apiñados en la Aguja Sudeste, pues los cíclopes habían demolido ya los puentes que unían ésta con las Agujas Sur y Nordeste. Pero los cálculos de Atenea no habían sido lo bastante exactos, y el puente tardó en desplomarse más de lo que había previsto. Siete de los Quince consiguieron plantar sus pies rocosos en el Cranón. Allí estaban Alcioneo, y también Porfirión, Toante, Palas, Polibotes, Encelado y Agrio. Como montañas andantes, los hijos de la sangre de Urano recorrieron los pórticos y columnatas del Buleuterión, derribando todo lo que encontraban a su paso y desviándose si era preciso para causar más destrozos. Atenea había previsto que su ira destructiva y su odio por los dioses se desatarían aún más al llegar al Olimpo que ellos mismos habían ayudado a levantar.

—¡No oss preocupéiss por loss diosecilloss! ¡Seguizzme hassta esa torrre! —ordenó Tifón, señalando con sus garras a la Atalaya.

Pero cuando subía por la escalera que llevaba a la plataforma central, donde los grandes olímpicos presidían las asambleas, una diosa se plantó en su camino. No estaba armada como Atenea o Ártemis: simplemente vestía un peplo y un manto azul, y se cubría la cabeza con un tocado. Algo impulsó a Tifón a detenerse antes de aplastarla; tal vez fue la majestad con que caminaba la diosa, o acaso simple curiosidad.

—¡Tifón! —exclamó la diosa—. Yo, Hera, te saludo como nuevo señor del Olimpo. —Y añadió señalando hacia la Atalaya, donde se veían el carro y los caballos de Zeus sobre la balconada—: Allí encontrarás a tu enemigo indefenso y abandonado a la lujuria. Es tu ocasión de destruirlo.

—¡Hera! —silbó el monstruo, y se acercó a la diosa, que estaba unos cuantos peldaños por encima de él—. Gea me ha dicho k'e tú eress mi verdadera madre, k'e tú incubasste el huevo del k'e nací.

—Así es, hijo mío —dijo Hera, estirando el brazo derecho en un gesto de serena elegancia para que Tifón le besara la mano.

—Yo te ssaludo, madrre —dijo la bestia.

Tifón clavó una rodilla en tierra y, con una extraña delicadeza, tomó la mano de Hera entre dos de sus uñas. Pero después sacó la lengua, roja como un hierro candente, y lamió el brazo de Hera desde la muñeca hasta el hombro. La diosa retrocedió con un chillido de dolor. Pero Tifón estiró el brazo, la tomó de la cintura y la arrojó a la piscina donde nadaban los dioses marinos cuando acudían al Buleuterión.

—¡Ya tengo demasiadass madress! —rugió, y subió las escaleras que conducían a los asientos de los doce grandes y el sitial de Zeus, dispuesto a ocupar el sitio que le correspondía en justicia.

Hera, humillada, salió del agua enredada en su propia ropa. Pero mientras intentaba desprenderse del manto empapado, un gigante corrió hacia ella, abandonando a sus hermanos, que luchaban contra los cíclopes y dioses que habían acudido a defender aquella última posición. El gigante se inclinó sobre Hera, extendió su enorme mano y la cogió por la cintura.

Aunque a los dioses todos los gigantes les solían parecer iguales, Hera reconoció a aquél espécimen. Era Porfirión, el mismo que, cuando ella visitó el país de los gigantes para conseguir el semen congelado de Cronos, le había pedido a Alcioneo que se la entregara para refocilarse con ella.

—¡Ahora eres mía, esposa de Zeus! —rugió el gigante, y de su boca pedregosa cayeron chorros de espuma.

Algo chocó contra la espalda de Porfirión y lo hizo trastabillar.

—¿Otra vez tú, Ares? —rugió el gigante—. ¡Esta vez no te valdrán tus trucos, diosecillo!

Porfirón soltó a Hera, que volvió a caer al agua. La diosa vio que alrededor del cuello del gigante habían aparecido unos brazos, y su corazón se llenó de esperanza pensando que podía ser su hijo, el dios de la guerra. Pero cuando Porfirión se revolvió, se dio cuenta de que la figura que se había colgado a su espalda no era la de Ares. Aquel joven le era desconocido, y por el aspecto de su piel habría jurado que se trataba de un mortal.

—¡No me llamo Ares, saco de piedras! —gritó el humano—. ¡Soy Alcides, hijo de Zeus y Alcmena!

Hera chapoteó y bufó de rabia al descubrir que, finalmente, Zeus había consumado su pasión por Alcmena, en contra de lo que a ella le había dicho. Mientras, aquella lucha desigual proseguía ante sus ojos. El gigante, que había aprendido la lección en su combate con Ares, comprendió que era inútil intentar quitarse a aquel mosquito del cuello, pues sus brazos eran demasiado rígidos para alcanzarlo. En cambio, se dejó caer de espaldas con todo su peso. Las losas de mármol del suelo se resquebrajaron bajo el impacto; pero, para sorpresa de Porfirión y la propia Hera, Alcides no aflojó su presa.

—¡Suéltame, maldito insecto! —gritó el gigante, con voz cada vez más ronca.

Para asombro de Hera, el joven Alcides hizo fuerza con las piernas por debajo del enorme corpachón del gigante y logró girarlo, de manera que fue él quien quedó encima y Porfirión tumbado boca abajo. El gigante apoyó las manos en el suelo y trató de levantarse. Pero apenas había empezado a estirar los brazos cuando Alcides probó una nueva táctica. Sus manos agarraron la barbilla pétrea de su rival, clavó los pies en su nuca y dio un tirón brutal hacia atrás, arqueando la espalda. Los músculos del joven se hincharon y se escuchó un crujido tremendo cuando el cuello del gigante se tronchó como un árbol abatido por las hachas de los leñadores. Alcides soltó por fin su presa, y la cabeza de Porfirión se estrelló inerte contra las losas.

 

 

Nunca se había oído tal griterío en el Olimpo. Los gigantes encerrados en la Aguja Sudeste insultaban a los dioses, arrancaban piedras de paredes y suelos para arrojarlas desde allí al Cranón o a las otras Agujas, y, poco acostumbrados a tales apreturas, se empezaban a aporrear entre ellos como animales en celo.

En el Buleuterión, los grandes gigantes, los hijos de la sangre de Urano, luchaban contra sus enemigos. Alcides ya había derribado a uno, cumpliendo la visión de Apolo que había contemplado cómo un guerrero mortal combatía del lado de los dioses. Mientras Apolo y Ártemis asaeteaban a los demás y varios cíclopes destrozaban a martillazos los cuerpos de dos gigantes a los que habían logrado derribar, Tifón, ajeno al destino de sus huestes, se detuvo ante la grada sobre la que se alzaba el trono de basalto de Zeus.

—¿Por qué tengo k'e desstruir esste lugar? —silbó—. Ahora ess mío.

—Este trono ya tiene dueño.

Tifón se volvió. Más abajo los olímpicos y los gigantes seguían combatiendo, pero eso ya le daba igual. Nada tenía que ver él con esa ralea de brutos pedregosos a los que había utilizado para subir hasta el Olimpo. Ahora esperaba a un ejército mucho más poderoso y por cuya sangre ardiente sentía más afinidad que por la de los estúpidos gigantes. Sus cien hijos estaban al llegar, pero antes de ese momento quería disfrutar su triunfo sentándose a solas en el trono de Zeus. Aunque la diosa guerrera que avanzaba hacia él parecía empeñada en estropear su placer.

—No te interrpongass en mi camino, mujerr.

—Y tú retrocede ahora mismo, bestia del Erebo, o muere —dijo Atenea, aferrando a
Némesis
con ambas manos.

Tifón soltó una carcajada y giró sobre su cintura, buscando el cuerpo de Atenea con los pinchos de su larga cola. Pero la diosa se agachó a tiempo, y aprovechando que el propio impulso de Tifón lo dejaba desprotegido, le clavó la lanza en la espalda. La punta de adamantio arrancó una escama del lomo de la bestia e hizo brotar la sangre incandescente. Tifón aulló de dolor y se revolvió.

—¿K'é arrma ess ésa k'e penetrra lo impenetrable? —gimió.

—Pregúntale a Gea, la misma que te creó.

Atenea retrocedió dos pasos y se preparó para atacar. La bestia, asustada por primera vez en su corta vida y poseída por su naturaleza animal, abrió los brazos, rugió y agitó las alas, tratando de asustar a la diosa guerrera con aquella exhibición.

Una bola llameante golpeó en los cuernos de Tifón. Este, sorprendido, volvió la mirada hacia la plataforma inferior, por donde Hefesto, ataviado con una larga cota de malla que le arrastraba entre las piernas, venía con toda la velocidad que su cojera le permitía.

—¡Aguanta, Atenea! —gritó—. ¡Voy en tu ayuda!

El dios herrero llevaba en las manos una honda cargada con bolas de tela. Mientras seguía corriendo, hizo girar la honda y volvió a disparar, y el proyectil, empapado en alguna extraña mezcla, se inflamó en el aire. Pero Hefesto había cometido una insensatez queriendo combatir con llamas a una bestia que se bañaba en lava hirviente. Tifón apartó de un manotazo la segunda bola de fuego, y al darse cuenta de que allí tenía una víctima más fácil, dio un gran salto, abrió las alas para planear y se dejó caer a pocos pasos de Hefesto. El dios herrero retrocedió con gesto de pavor, se enredó con su propia cota de malla y cayó de espaldas.

Maldiciendo a Hefesto por su estupidez, Atenea saltó sobre la balaustrada y corrió hacia Tifón. La criatura dracontina se inclinó sobre Hefesto, desencajó las mandíbulas y abrió la boca para escupir el hierro fundido de sus entrañas.

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