Aquél era el fin del viaje, el lugar donde el eje de los cielos atravesaba la tierra. Allí, en el Polo, según Prometeo, encontraría las respuestas que buscaba.
—Cinco son los anillos de Urano —le había dicho el titán—. El anillo que rige la Luna, fundido en plata. El del Sol, que es de oro. De cobre es el anillo de los planetas. El más humilde, forjado en hierro, es el anillo que gobierna los cuerpos erráticos. Y, por fin, un anillo de bronce con diamantes de colores para controlar la esfera de las estrellas fijas.
»Debes tener los cinco anillos, pues por separado no sirven para nada. Este que te he dado, el de hierro, lo recibí de mi padre Jápeto, a quien a su vez se lo entregó Cronos. Otros anillos fueron repartidos entre otros titanes, y también entre los herederos de Urano, pero es posible que cambiaran de manos como le pasó a Este. Pero si quieres encontrarlos ahora, debes acudir al extremo norte del mundo, allí donde Atlas carga con el peso de la bóveda de los cielos. Pues él es el más versado en la ciencia de las estrellas, y si no tiene los cuatro anillos que te faltan, sabrá darte razón de ellos.
Las águilas pasaron volando a poca distancia del eje de los cielos, un pilar que subía hasta la misma bóveda del firmamento, a una altura inconcebible. Era una columna de una sola pieza, de una piedra lisa y muy fría, con una superficie que emitía una tenue luz azulada. Sin duda, se trataba de una muestra del inmenso poder y la sabiduría que debió atesorar Urano antes de ser castrado por instigación de Gea.
Sobre el mar helado, al pie de la columna, se levantaba una isla de roca de casi diez estadios de diámetro, cubierta de nieve. Tan sólo había una construcción en ella, una gran palanca horizontal que atravesaba el pilar del cielo. Aquella palanca era negra, con destellos verdosos como la obsidiana. Pero el material del que estaba fabricada no era ninguno que pudiera hallarse en la Tierra, sino, según le había explicado Prometeo, un metal extraído del corazón de las estrellas y enfriado y forjado por el propio Urano en el origen de los tiempos; pues ningún otro elemento en el cosmos habría resistido el esfuerzo a que se sometía esa palanca.
Si sorprendentes eran la columna celeste y la palanca que la atravesaba, no menos sorprendente era la figura gigantesca que habitaba la isla. Allí era donde el titán Atlas cumplía el castigo al que fue condenado por Zeus.
Antes de que Zeus conquistara el poder, había dos palancas perpendiculares cruzadas sobre la columna y doce seres gigantescos que las empujaban para hacer girar la bóveda del cielo. Pero sus movimientos no estaban bien medidos, y eso hacía que la duración de las estaciones y los días fuera irregular. Zeus, tras derrotar a los titanes, le asignó a Atlas aquella tarea. La razón no era, como algunos decían, infligirle un escarmiento especial por haber mandado el ejército de los titanes. En ese caso, lo habría arrojado al Tártaro con los demás, pues las condiciones de aquella inmensa mazmorra que se hundía en las entrañas de la tierra eran indescriptibles, y allí Atlas habría tenido la compañía de criaturas que nunca habían llegado a ver la luz del sol, emanaciones del Caos primigenio, condensaciones de lo más oscuro de aquel ser primordial que llevaban eones encerrados y rumiando odio contra todo lo que vivía y alentaba en el exterior.
Si había puesto a Atlas a empujar aquella especie de noria sobre la que giraba el firmamento fue porque el Titán había sido el primer estudioso de los cielos tras la castración de Urano, y estaba tan obsesionado por los ritmos de las estrellas y los planetas que Zeus pensó que le daría al movimiento de la bóveda celeste la regularidad que él deseaba.
Las águilas dejaron a Zeus y Alcides al borde del acantilado que delimitaba la isla. Mientras caminaban hacia Atlas, Alcides preguntó a su padre si aquél era un ser animado o una estatua.
—Se mueve. Muy despacio, pero se mueve. Ya lo verás.
El cuerpo de Atlas tenía proporciones de gigante. Era extremadamente musculoso y su piel parecía fundida en metal, de tal suerte que cualquiera que lo viese pensaría, como Alcides, que era una estatua. Los músculos de sus piernas eran desproporcionados, sobre todo en los muslos, y los pies se le habían aplanado como patas de elefante de hacer fuerza contra el suelo. Bajo los pies del titán se había abierto un hondo surco en la roca, un lendel como el que dejan las acémilas que hacen girar una noria. Alrededor todo estaba cubierto de nieve, pero en el surco sobre el que hacía fuerza hora tras hora, día tras día, año tras año, asomaba el negro basalto que sustentaba la isla.
Aunque Atlas era muy alto, cerca de siete codos, estaba inclinado sobre la palanca y con la espalda casi horizontal para ejercer más fuerza. Sus manos, apoyadas sobre el frío metal que parecía obsidiana, se hallaban a unos cuatro codos del suelo, a la altura de los ojos de Zeus. El dios pudo así examinar las manos del titán.
El dedo meñique de la mano izquierda lucía un anillo de cobre, y el de la derecha otro de bronce con diamantes de colores engarzados.
—¡Es verdad, padre! —exclamó Alcides, que estaba observando las piernas del coloso y había apreciado una ligera contracción en sus masivos músculos—. Se está moviendo.
—Ya te lo había dicho —respondió Zeus, en tono distraído, y añadió dirigiéndose al titán—. Atlas, soy Zeus, hijo de Cronos, tu legítimo señor. Sé que me escuchas. Quiero saber dónde están los dos anillos de Urano que faltan.
Zeus aguardó un tiempo prudencial. Pero Atlas seguía impertérrito, con los ojos clavados en la nieve, mientras los dedos del pie que tenía más retrasado se estiraban lentos como las raíces de un árbol.
—Contéstame, Atlas, hijo de Urano. ¿Dónde encontraré los anillos de tu padre? Veo que tienes el de cobre y el de bronce. ¿Dónde están los anillos de plata y de oro?
Ninguna respuesta. Zeus contuvo los deseos de aporrear el rostro del titán, pues sospechaba que sería tan insensible a los golpes como la propia palanca que empujaba.
—Necesito saber dónde están los anillos de Urano, Atlas.
Los labios del coloso se entreabrieron, y de su boca brotó un gruñido que parecía el ulular del viento:
—Uuuuuuuuuuu...
—¡Maldita sea! ¡Dime lo que te pregunto o te arrojo al Tártaro con tus hermanos!
—Padre —dijo Alcides—, me parece que está hablando.
—¿Pero qué dices? —repuso Zeus, cada vez más irritado.
—Es sólo que habla así de despacio, igual que se mueve.
Al comprender que su hijo tenía razón, Zeus trató de serenarse. Igual que para ellos Atlas casi parecía una escultura inerte, tal vez ellos se le antojaran a él visiones que desfilaban fugaces y efímeras por el rabillo de sus ojos.
—Vamos a coger sus dos anillos —decidió—. Tal vez cuando los tenga en mi poder se me ocurra dónde puedo encontrar los otros dos.
Decirlo era más fácil que hacerlo. Los meñiques de Atlas parecían fundidos sobre la superficie de la palanca. Alcides tuvo que trepar sobre el cuerpo del titán, encaramarse a su brazo, rodear el dedo de Atlas con ambas manos y tirar con todas sus fuerzas. Así consiguió despegar ambos meñiques apenas el grosor de un cabello, pero fue suficiente para que Zeus tirara primero del anillo de cobre y luego del de bronce. Mientras, el titán seguía hablando a su ritmo tan cansino como el crecimiento de un árbol.
—...uuuuuuunnnn...
Alcides saltó al suelo, con el corazón palpitando como un tambor por el esfuerzo. Su padre, mientras, observaba los anillos. Estaba sopesando si le compensaría quedarse en aquel lugar el tiempo suficiente para que Atlas terminara de pronunciar una frase. Suponiendo que una vez pronunciada, él la entendiera, que tuviera algún sentido y que además no fuera una vulgar mentira. Al fin y al cabo, Atlas tenía tan pocos motivos como Prometeo para ayudarle.
Maldito Prometeo
. Según el titán, Atlas sabría darle razón de los anillos que faltaban. Su primo le había engañado, y luego le había obligado a empujarle al cráter del volcán para impedir que pudiera regresar y arrancarle la verdad.
No, se dijo Zeus. En el fondo, tenía la convicción de que Prometeo no había mentido. Allí, bajo el eje de los cielos, ya fuera en las palabras de Atlas, ya en su propia persona, debía haber algún indicio de dónde se encontraban el anillo de oro y el de plata.
—No tiene ningún anillo más, padre —le dijo Alcides, como si le hubiera leído el pensamiento—. Está desnudo. No lleva ni siquiera ajorcas ni brazaletes.
Zeus examinó los dos anillos que había conseguido. El de cobre tenía grabados cinco signos, uno por cada uno de los planetas. En el de bronce, los diamantes de colores parecían representar las estrellas del cielo. Y el signo del anillo de hierro que le había entregado Prometeo, el que regía las órbitas de los cuerpos erráticos, era un cometa. Mientras los estudiaba, por curiosidad, Zeus juntó los cinco dedos de su mano izquierda e intentó introducirlos por el anillo de cobre. La alhaja se dilató por sí sola, y Zeus pudo llevarla hasta la muñeca, donde quedó ajustada como una pulsera.
Aquello le hizo pensar en algo que había visto. Era...
—¡Mira, padre! ¿Qué es esa luz?
Zeus volvió la vista hacia el sur, pues allí era imposible mirar en otra dirección. Una lucecita roja venía volando a gran velocidad por encima de los hielos. Zeus sospechó de qué podía tratarse, pero no le dijo nada a Alcides hasta que la luz se convirtió en la silueta de un joven dios que llevaba a otra persona cargada sobre la espalda. La forma de volar y el resplandor del caduceo le confirmaron que era su hijo Hermes. La sorpresa hizo que el recuerdo que había estado a punto de acudir a su mente se borrara.
Y lo que Hermes traía en su zurrón le hizo olvidarse por completo de los anillos de Urano.
—Mira, padre. Tu mano —le dijo, y señalando a Hefesto añadió—: Y aquí te traigo a quien te la va a poner de nuevo.
El dios herrero se disculpó mientras desplegaba las puntas y filos del
poliergalión
.
—Lo siento, Zeus. Me temo que esto te va a doler.
El día de la batalla que sería conocida como Gigantomaquia amaneció despejado. Incluso la nube que cubría las cimas del Olimpo y que creaba la ilusión de que Pirgos surgía del aire había desaparecido, descubriendo a la vista la inacabable espiral del puente del Arco Iris. Era como si Gea quisiera que la derrota definitiva de los olímpicos se produjera a plena luz, a la vista de todos, incluso de los remotos ojos de su aborrecido marido Urano.
Atenea, armada con
Némesis
, su yelmo y una coraza de placas de acero que le llegaba hasta la cintura, estaba de pie sobre la gran puerta de la muralla exterior, asomada al este. Desde allí su vista abarcaba todo el paso de Tempe, el estrecho corredor de tierra comprendido entre el monte Olimpo y el mar. Durante toda la noche, a la luz de una luna a la que apenas le faltaban un par de días para llenar del todo su faz, había contemplado cómo una miríada de antorchas rodeaba los muros de Hieróptolis.
La víspera, Apolo había llegado con la respuesta de Poseidón: el dios del mar lo lamentaba, pero temía que si se ausentaba de su reino en esas circunstancias, alguna criatura nueva o antigua intentara arrebatárselo. Más, a pesar de sus noticias descorazonadoras, el dios arquero se había animado al ver que el cielo se despejaba, pues bajo la luz del sol podía desplegar su vela y su poder aumentaba, ya fuera por sugestión o porque los rayos de Helios alimentaban realmente su fuerza.
—No te fíes —le había dicho Ártemis—. Eso es que Gea está muy segura de su victoria, o que algo trama.
—En cualquier caso, se lo agradezco. Prefiero combatir bajo la luz.
Pues todos ellos estaban convencidos de que la voluntad y la inteligencia que impulsaban a aquel ejército no eran las de los gigantes, ni siquiera las de Tifón, que se proclamaba nuevo soberano del mundo, sino las de la astuta y resentida diosa de la Tierra.
Durante la noche, muy a lo lejos, se empezó a divisar un resplandor rojizo en el cielo meridional. Como Hermes había partido en su propia misión e Iris no podía ausentarse, pues tenía que defender la entrada del puente del Arco Iris en el Cranón, habían recurrido como mensajeros a Calais y Zetes, los hijos de Bóreas, dos jóvenes leales a Zeus y casi tan veloces como Hermes. Al regresar, habían contado que la intensidad de la erupción en el volcán de Atlas era ya tal que los habitantes de las aldeas de la isla habían huido en barcos, temiendo la ira de la tierra. En cambio, muchos de los moradores de la ciudad, quienes en mayor peligro estaban por vivir bajo las faldas del volcán, se habían quedado refugiados en los sótanos del palacio, ya que Jenódice, que reinaba sola desde que Tifón despedazara a su marido Tesmio, insistía en que la diosa Gea los protegía.
Pero lo que había dicho Gea era:
Haré reventar todos los volcanes de la tierra con la furia de mis entrañas, y sembraré el aire con un espeso manto de cenizas que cubrirá el mundo entero. Tal vez aquél, el día de la Gigantomaquia, sería el último día de luz sobre la tierra.
El alba empezaba a despuntar, roja y no gris, como si aquel día quisiera empezar ya como un crepúsculo ensangrentado. Sobre el adarve de la muralla aguardaban firmes los Consagrados. Había unos doce mil guerreros, armados con arcos y flechas, lanzas y espadas de bronce, y también algunas armas de hierro. Una fuerza lastimosa para enfrentarse a lo que los fuegos de la noche habían insinuado y la luz del día naciente mostraba ahora.
Pues frente a las murallas de Hieróptolis se alzaba otra muralla de piedra; pero ésta era viviente. En las primeras líneas había centenares de gigantes, tan grandes como los propios cíclopes y más robustos, cuyo tamaño resultaba evidente por los escaramuceros que corrían por delante de ellos y se acercaban a los muros de la ciudad para cantar groseros desafíos. Aquellos humanos les llegaban poco más arriba de la cintura. Por detrás de aquellos gigantes, aún se levantaba otra empalizada de cabezas más altas, las de los pétreos. Entre ellos se advertían las amenazadoras siluetas de las máquinas de asedio, las catapultas, balistas, onagros y escorpiones fabricadas en los talleres del Olimpo, y que ahora, en un irónico acto de resarcimiento, volvían al hogar.
Dispersos entre los pétreos, altos como torres de asedio, estaban los viejos gigantes, los Quince que habían nacido de las gotas de sangre de Urano. Sus voces de mando, poderosas como graves trompas de cuerno, resonaban en la distancia.