—Entiende esto de una vez para siempre, abuela. Si yo no tengo el poder, nadie lo tendrá. O aceptas a Zeus como soberano, o perecerás. Has dejado de ser el asiento firme para dioses y mortales por igual. ¡A partir de ahora, ya no estás segura!
La diestra de Zeus llevaba un largo rato alzada. Sus dedos se abrieron y de ellos brotó un rayo cegador que llenó todo el áditon de chispas. El trueno hizo retumbar el suelo, y una racha de aire huracanado arrancó las vigas y las tejas de la techumbre del templo. Por primera vez en miles de años, los rayos del sol cayeron sobre Gea, que se acurrucó en el suelo con un grito de espanto y desde allí reptó como una culebra hasta la grieta humeante, donde se arrojó con un último chillido.
Zeus se volvió hacia Apolo.
—Tú mataste a Pitón, el dragón que custodiaba este sitio. Tú recibiste las visiones proféticas. A partir de ahora, serás el guardián de Delfos. Quiero que vigiles este lugar para que Gea nunca vuelva a salir de su encierro. A cambio, tuyo es el don de la profecía si así lo quieres.
—Un duro don es el que me haces, padre —contestó Apolo, con voz triste—. Pero así lo haré.
Con sus propias manos, Zeus cerró la profunda sima que se abría en el centro del mundo y sólo dejó una pequeña chimenea para que pudieran brotar los vapores proféticos. Desde aquel momento, el oráculo perteneció a Apolo; pero entre los humanos se guardó el recuerdo del
khasma
, la grieta sobre la que la Pitonisa, la sacerdotisa de Apolo, vaticinaba el futuro sentada sobre el trípode sagrado.
A Zeus le tentó aniquilar a todos los dioses que participaron en la conjura, pero de hacerlo habría vaciado medio Olimpo y buena parte de los demás reinos, así que se conformó con tomar represalias contra algunos. A Hera, la castigó a estar un año entero suspendida sobre el Buleuterión, con un pesado yunque colgado de cada tobillo. Y mientras ella le miraba con odio desde el aire, Zeus pasó un brazo por los hombros de Alcides y le dijo a su esposa:
—Mi hijo te salvó de ser violada por el gigante Porfírión. ¿No se lo agradeces?
—¡No es más que un sucio bastardo! —gritó Hera, mordiéndose los labios para no llorar de dolor.
—Ya que tú no conoces la gratitud, yo le honraré por ti —dijo, y añadió dirigiéndose a Alcides—: Desde ahora, para que en tiempos venideros se recuerde cómo mataste con tus manos desnudas al gigante que quería mancillar a Hera, te llamarás Heracles,
Gloria de Hera
.
Al ponerle aquel nombre a su hijo, Zeus no le hizo ningún favor, pero en aquel momento no podía saberlo.
Por otra parte, a Tetis la obligó a desposarse con Peleo, un hombre mortal y someterse a su autoridad. A Ártemis no la castigó directamente, pues al final había luchado de su lado contra los gigantes; pero para darle una lección sedujo y dejó embarazada a su amante, la ninfa Calisto, a la que la propia diosa, despechada, convirtió en oso y abandonó en los montes de Arcadia. Poseidón, por no acudir en auxilio de los olímpicos, tuvo que trabajar durante un año reparando y ampliando las murallas de Troya, para Laomedonte, el nuevo rey de Troya. No hubo ningún inmortal que, de una manera u otra, no recibiera su correctivo o su recompensa por el papel que había desempeñado en la guerra contra Tifón y los Gigantes. Salvo Perséfone, a la que no pudo castigar como hubiera deseado porque su madre amenazó con dejar la tierra estéril por segunda vez, y la hambruna que había provocado la guerra ya era lo bastante grave como para empeorarla. Y Ares, cuya incompetencia recibió bastante escarmiento con la humillación de presenciar la gran batalla desde el barril de bronce del que nadie se acordó de sacarlo hasta tres días después.
Había pasado un año y medio desde de la Gigantomaquia. Era un día fresco y no se veían apenas nubes en el cielo. Zeus, asomado a la Atalaya, contemplaba a sus pies el mar Egeo, las llanuras de Tesalia, los estrechos valles de Macedonia y los alargados dedos de la península Calcídica.
Por donde alcanzaba la vista, aún se encontraban cicatrices y restos del combate. Todavía los amaneceres y los crepúsculos eran de un rojo sangriento, por causa de los erupciones de Gea y de la lluvia de fuego celeste que Zeus había precipitado con los anillos de Urano. El humo y las cenizas vomitados por el volcán de la isla de Atlas empezaban por fin a despejarse, y la luz del sol llegaba de nuevo a la tierra. Este año, por fin, tendrían una primavera y un verano de verdad.
Los cálculos de Gea no habían sido buenos. Eran los humanos, como ella pretendía, quienes más habían sufrido las consecuencias de su plan, pues dependían de las cosechas, y éstas se habían arruinado bajo el negro dosel que cubrió el cielo durante meses. Pero aunque su población quedó diezmada y pueblos y ciudades enteros desaparecieron, los hombres, que eran capaces de alumbrar sus crías todos los años, se reproducían con facilidad. Mientras que las viejas razas de centauros, ninfas, sátiros y melíades necesitaban décadas para engendrar, y los entornos en los que vivían (bosques, pastos, ríos o lagunas) también habían sufrido las consecuencias del frío, las cenizas y los gases ponzoñosos. En menos de diez años, calculaba Zeus, con nuevos territorios que repoblar, los humanos volverían a ser tan numerosos como antes de la Gigantomaquia, mientras que las criaturas antiguas se verían reducidas a menos de la mitad.
Los sacrificios habían sido duros. Lo poco de Hieróptolis que los gigantes habían dejado en pie lo habían destruido los meteoritos invocados por Zeus. En cuanto a la otrora pujante isla de Atlas, ahora era un yermo gris y aún humeante. Aunque había sufrido allí una abyecta traición, Zeus sentía pena por tanta belleza pulverizada o enterrada bajo codos y codos de ceniza. En la isla de Creta, el maremoto había destruido casi toda la flota de Minos, las olas habían arrasado sus puertos y las cenizas habían sepultado sus viñedos. El propio rey languidecía en su palacio de Cnossos, pensando que su poder nunca volvería a ser el mismo. La devastación había alcanzado también a buena parte de las Cíclades, y eran ahora los reinos del interior del Peloponeso y del continente los que empezaban a resurgir boyantes y a mirar con avaricia los restos del esplendor cretense.
A Zeus no le preocupaba demasiado. Como hojas eran las generaciones de los hombres. Y así como el viento arrancaba las hojas de los árboles en otoño y en primavera el bosque las hacía de nuevo reverdecer, de la misma forma unas generaciones humanas nacían y otras perecían. Unas iguales a otras.
Pero bien distintas eran las generaciones de los dioses, y no tan fáciles de reemplazar. Asclepio había tratado el corazón de Zagreo con tiempo y ambrosía, que de nuevo abundaba en el Olimpo. Pues, tras la batalla, Apolo y Ártemis habían recuperado del campamento de los gigantes los barriles que contenían las manzanas de las Hespérides y los demás ingredientes de la droga de la inmortalidad; y la expedición sagrada había reanudado sus viajes a Hiperbórea, escoltada por Carreo, que esperaba con paciencia a que su amada Laódice envejeciera unos años más.
Por fin, el corazón de Zagreo se convirtió en un pequeño cuerpecillo, un feto de dios que Asclepio injertó en el cuerpo de una mujer mortal, Sémele, hija del rey de Tebas. Aún quedaban meses para que naciera. Zeus había elegido un nuevo nombre para él, Dioniso; y esta vez, por más que le pesara a Hera, lo reconocería como hijo.
Más por quien esperaba ahora, con los nervios tensos como un padre primerizo, no era por Dioniso.
—¡Por fin! —dijo al oír pasos tras él.
Su visitante era Hefesto, que venía cargado con un gran mazo y seguido por Cerauno, que llevaba al hombro un arcón de madera de casi cinco codos de largo. El cíclope dejó el arcón sobre el suelo y se despidió con una reverencia.
—¿Está ahí dentro? —preguntó Zeus.
—Así es, mi señor.
Hefesto pronunció una fórmula secreta y el grueso candado que cerraba el arcón y que sólo obedecía a su voz se abrió por sí solo. Dentro había un gran cristal de roca de color ámbar. Hefesto lo sacó de su interior, resoplando por el esfuerzo, y lo puso en pie. Dentro del cristal se veía una figura alargada, encerrada en su interior como una larva dentro de una crisálida gigante.
—¿Es ella? ¿Seguro que es ella?
—Así es, Cronida. Asclepio y yo hemos obrado en todo tal como nos indicaste.
Zeus tocó la crisálida y la notó fría y silenciosa.
—¿De verdad está viva?
—Es hija de tu pensamiento, Cronida —respondió Hefesto—. Debe ser tu palabra la que la traiga a la vida.
Zeus aferró con ambas manos la crisálida translúcida y pegó la frente a la fría superficie de cuarzo. De los dedos de su mano derecha brotaron unas chispas azuladas. Las chispas se enlazaron unas con otras, transformándose en zarcillos luminosos que atravesaron el interior de la roca.
—Vive —susurró.
Una luz blanquecina se encendió en el interior de la crisálida y poco a poco fue alumbrando la figura femenina encerrada en su interior. Zeus retrocedió.
—Hazlo ahora —le ordenó a Hefesto.
El dios herrero se encaramó al arcón, levantó en alto su martillo y descargó un golpe seco y preciso en la parte más alta de la crisálida. El mazazo abrió tres grietas en el cristal, que corrieron hasta el suelo como resquebrajaduras en un río helado. Las tres secciones de la crisálida se separaron por su propio peso y cayeron a los lados, donde se quebraron en fragmentos más pequeños.
En el centro, vestida con un largo peplo blanco, ataviada con una coraza dorada, un yelmo de hierro y un escudo chapado en bronce, se alzaba Atenea.
La diosa abrió unos ojos grandes y grises, y miró a Zeus.
—Padre.
Zeus abrió los brazos, esperando que Atenea se arrojara a ellos. Pero en vez de eso, la diosa salió con paso cauteloso del círculo, cuidando de no pisar los cristales ambarinos. Hefesto se acercó a ella frotándose las manos en el mandil y sonrió.
—¡Atenea! ¡Lo hemos conseguido!
Ella giró la cabeza y bajó la vista para contemplar al herrero. Por un instante pareció que iba a sonreír, pero lo que hizo fue enseñar los dientes en un gesto de desdén.
—Si lo que quieres es que huela tu sudor, no hace falta que te acerques tanto a mí, herrero cojo.
Hefesto retrocedió con gesto de perro apaleado. Zeus dio un paso hacia Atenea y le puso las manos sobre los hombros.
—Mírame, hija.
Se asomó a aquellos ojos grises. Eran los mismos, pero a la vez distintos. Fríos como el acero, pero sin la callada profundidad del mar bajo las nubes.
—Ganímedes... —susurró Zeus. Las pupilas de Atenea ni siquiera se dilataron.
—¿Por qué mencionas el nombre de ese mortal, padre? ¿Qué tengo yo que ver con él?
Zeus retrocedió un poco y examinó a su hija con gesto crítico. La estatura, el porte, las manos, todo parecía igual; pero la pose era más rígida, la boca estaba más recta, la barbilla más alzada.
—Vuelves a ser la diosa virgen...
—Soy la diosa virgen, padre. Consagrada a tu servicio. ¿Qué quieres que haga por ti?
Zeus señaló a su izquierda. Sobre el balcón yacía una gran losa de mármol, arrancada del Buleuterión. Allí había caído la lanza de Atenea cuando consiguieron abrir sus dedos para retirar la mano del charco de hierro fundido. Nadie, ni siquiera él, había conseguido despegarla de allí, de modo que tuvieron que arrancar aquella porción de suelo y subirla hasta la Atalaya.
—¡
Idhi emé
! —exclamó Atenea.
Némesis
se levantó del suelo por sí sola y acudió a su mano. La diosa la blandió sobre su cabeza con una sonrisa de la que había desaparecido la melancolía que teñía el gesto de la antigua Atenea. Después se llevó los dedos a la boca y silbó. Un hipogrifo llegó volando y se posó sobre el enorme balcón. Atenea subió de un salto a su grupa y enarboló la lanza para saludar a su padre.
—¡Adiós, padre! ¡Voy a vencer guerras en tu honor!
La diosa se alejó, cabalgando a Glauce. Zeus miró a Hefesto, que, con los ojos húmedos, contemplaba cómo la silueta alada descendía hacia las nubes que rodeaban la base del Olimpo.
—No es ella, ¿verdad? —dijo Zeus.
—Lo hemos intentado. Pero era sólo una mano...
Zeus apretó el hombro del herrero cojo.
—Has hecho lo que has podido. No es culpa tuya... hijo.
Y, aunque una lágrima le rodaba por la mejilla, el dios herrero sonrió.
Zeus volvió a colgar en su sitio el Espejo del Tiempo. Con habilidad y paciencia dignas de su hijo Hefesto, había conseguido reunir todos los añicos. Ahora, aunque su superficie estaba surcada de líneas quebradas y había fragmentos que se desviaban del plano, volvía a verse el cielo del otro lado. Sólo que hoy no se veía azul, sino poblado de oscuros nubarrones.
—Te saludo, hijo —le dijo Cronos desde el otro lado.
—Hola, padre.
—Veo que has conseguido recomponer el espejo.
—No sólo el espejo. Todo vuelve a estar en su lugar. —
Casi todo
, añadió para sí, pensando en Atenea. Pero el rictus de dolor lo traicionó y su padre se dio cuenta.
—¿Qué te aflige entonces, hijo?
—Nada, padre. Como te he dicho, todo está en orden de nuevo.
Cronos sonrió.
—Has sido el primero que ha prevalecido sobre las conjuras de Gea. Ella nos utilizó a todos. A mí contra Urano, después a ti contra mí, y por último a Tifón contra ti. Pero has conseguido frustrar sus planes. Te felicito por tu astucia. Y, sobre todo, por tu fortuna.
—Tique ayuda a quienes se ayudan, padre.
—Tique, hijo mío, es quien realmente lo rige todo. Cuando lo comprendas, serás el auténtico soberano del mundo.
—Lo que he comprendido, padre —respondió Zeus—, es que el soberano del Olimpo está solo.
El dios del rayo tomó el lienzo y cubrió con él la imagen de su padre. Después salió al balcón oeste y contempló cómo el sol se hundía tras las lejanas montañas del Pindó.
—Y siempre lo estará —musitó.
Por fin, cuando cayó la noche, Zeus entró en palacio y se dirigió al salón de banquetes, a cenar con la familia de los Olímpicos.
ELÍSEO
Así rezaban las letras doradas grabadas en el bastidor del espejo. Aquel nombre era una pequeña broma de Cronos. No podía evitarlo, siempre había tenido el sentido del humor del que otros dioses carecían.