Hasta que el propio Zeus puso sus ojos en ella. Para poseerla, tomó la figura de su marido Anfitrión y se presentó en Tebas, afirmando que todos los requisitos se habían cumplido y que el matrimonio podía por fin consumarse. Durante tres días y tres noches hicieron el amor, pasados los cuales el verdadero Anfitrión apareció en palacio, para perplejidad de su esposa. Ésta, no obstante, yació también con él, sospechando que la primera consumación había sido obra de un dios, pues en la comparación de habilidades y facultades amatorias el segundo Anfitrión salía muy perjudicado con respecto al primero. De resultas de tanto trajín en el lecho nupcial, Alcmena concibió a dos mellizos: el débil Ificles, engendrado por Anfitrión, y Alcides, que llevaba el icor de Zeus.
—¿Y Anfitrión lo sabía? —preguntó Alcides, boquiabierto.
—Sí, gracias a que se lo explicó el adivino Tiresias. Y tanto se enfureció que estuvo a punto de quemar en una pira a su esposa.
Pero cuando le prendió fuego, yo envié una lluvia que lo apagó y despaché a mi hijo Hermes con un aviso para que no se le ocurriera haceros daño ni a tu madre ni a ti.
Alcides se rascó la cabeza. Ahora comprendía el desapego de Anfitrión y la alegría con que se había librado de él enviándolo a cuidar vacas a Micenas.
—Entonces, tú eres mi padre.
—Así es —respondió Zeus, desde el otro lado de las llamas—, pero no quería hacértelo saber hasta que fueras mayor. Cuando cumplieras veinte años, tenía pensado enviarte a mi hijo Hermes para que te contara toda la verdad. Pero hasta entonces, prefería no llamar la atención sobre ti. Sin duda, mi esposa te habría hecho la vida imposible. Y en parte la comprendo. ¡Estoy convencido que podrías derrotar en combate al propio Ares!
Alcides se quedó mirando un rato cómo chorreaba la grasa de la loncha de panceta.
—¿Entonces, por qué apareciste antes de tiempo? —preguntó al fin.
—Fue Tique quien me llevó allí, y quien hizo que tú estuvieras apacentando tus vacas bajo el cielo cuando yo peleé con el dragón y conseguí zafarme de sus garras. Sí, Tique, el Azar, una fuerza que estaba por encima de mi padre Cronos y que ahora está por encima de la propia Gea. Pues gracias a ti, como ya te dije, voy a recuperar mi reino.
—Y tu reino es el Olimpo, nada menos —dijo el joven, mirándole a los ojos sin miedo.
—Así es. Ya tengo mis ojos, como puedes ver. Pero aún necesito encontrar algunas cosas más para enfrentarme al usurpador que me ha arrebatado el trono. Cuando las consiga, ¿me acompañarás al Olimpo, hijo?
Alcides se levantó. Era casi tan alto como Zeus, pero sin duda cuando cumpliera los veinte años lo superaría en estatura. Extendió su mano derecha, y Zeus se la tomó en la izquierda. Los dos apretaron con fuerza, mirándose a los ojos. Al cabo de un rato, al comprobar que ninguno de los dos cedía, empezaron a sonreír. Si alguien hubiera puesto un pedernal entre las manos de ambos, sólo habría recuperado un montón de polvo.
—Eres mi hijo, no cabe duda —dijo Zeus—. Tú harás grandes cosas, Alcides.
Siguieron su camino tres días, sin dejar de subir. Durante los dos primeros sopló una ventisca que a veces no les dejaba ni ver el sendero que pisaban. Pero ni las rachas más fuertes podían frenar los pasos de Zeus y su hijo. Los dos se habían fabricado sólidos bastones de madera de pino, les habían aguzado las puntas y las habían endurecido al fuego, y caminaban envueltos en pieles de oso. Cuando el frío superó con creces el punto en que el agua se hiela, Zeus se quitó la capa y se la entregó a Alcides.
—¿Por qué?
—A ti te hará más falta. Más de un tercio de tu sangre es mortal, y la sangre se congela. El icor no.
Zeus sentía cada vez más premura. No dejaba de preguntarse qué estaría sucediendo en el Olimpo y qué destino les aguardaba a los desdichados humanos. Lo atormentaba, sobre todo, la imagen de Tifón derramando su fuego sobre las moradas del Olimpo y destruyendo toda la belleza que había costado tanto tiempo construir. Sólo se le escapaba una sonrisa cruel cuando se imaginaba a la criatura dracontina visitando la alcoba de Hera y exigiéndole que cumpliera el débito conyugal con el nuevo soberano del cosmos.
Pero más a menudo pensaba en cómo afrontar el encuentro con Prometeo, el prisionero del Cáucaso. Necesitaba sus conocimientos. ¿Cómo convencerle de que los compartiera con él? No creía que le sirvieran las amenazas ni las torturas con alguien que llevaba tanto tiempo encadenado bajo el cráter de un volcán helado que probablemente ya habría olvidado cómo articular la voz.
Caminaban todo el día y la mayor parte de la noche. Apenas descansaban unas horas, en cuevas o al amparo de rocas que los protegían del viento, pues en aquellas laderas heladas no quedaba nada que pudieran quemar. El viento arrastraba polvaredas de nieve que se metían en los ojos, y sus pies resbalaban sobre capas de hielo endurecidas como piedra tras siglos de no fundirse. Las cumbres del Cáucaso se levantaban ante sus ojos, más picudas y verticales que las del Olimpo.
Por fin, tras atravesar precipicios abismales y glaciares inacabables, llegaron ante la masa rocosa del Estróbilo. Arriba, en las alturas, un penacho de humo negro se levantaba hacia el cielo. Pero lo que le interesaba a Zeus estaba más abajo.
Nunca había estado en aquella montaña. Había ordenado a Hefesto, a Cratos y a Bíos que se llevaran a Prometeo y lo encadenaran en un lugar desolado y apartado del resto de los dioses, y había sido idea de Cratos elegir aquel volcán tan alto. Ahora, al levantar la mirada y ver la pared que se alzaba ante sus ojos, un respaldón de granito casi vertical, comprendió el alcance de su propia crueldad. Pues sus ojos, aún más agudos después de la regeneración, distinguieron muy arriba, en la superficie del farallón, una mancha oscura que sólo podía ser el hijo de Jápeto.
—¡Por Hécate! —exclamó Alcides—. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí arriba?
—Yo no puedo hacerlo. Tendrás que ser tú.
El joven se volvió con un gesto que no le gustó nada a Zeus. Había un asomo de ironía en él, sí, y también algo de insolencia. Tal vez había cometido un error al confesarle que era su padre.
—¿Cómo? ¿El rey de los dioses no puede escalar esa pared y un mortal como yo sí?
—Mira esto —respondió Zeus, enseñándole el muñón del brazo derecho—. Puedo clavar los dedos de la mano izquierda en la roca y subir mi peso, pero si quiero avanzar tendré que soltarlos para poner la mano más arriba. ¿Comprende eso tu obtusa mente de mortal?
Alcides frunció el ceño. No le había hecho gracia que el dios le recordara su condición, pero no respondió. Levantó la mirada hacia las alturas y preguntó:
—¿Cuánta altura crees que habrá?
—No más de cien codos —respondió Zeus, aunque estaba seguro de que eran doscientos—. Sube hasta allí, hijo, arranca las cadenas de Prometeo y te aseguro que en tiempos venideros recordarán tu proeza.
Alcides emprendió la ascensión. Por suerte, estaban tan altos que habían dejado abajo las nubes y la ventisca, y el único impedimento para la subida era lo abrupto de la propia roca. Desde niño le había gustado trepar por las murallas de Tebas, pero aquello era bien distinto. Buscando asideros para los dedos y las puntas de los pies, por pequeños que fueran, fue escalando muy despacio. A veces la roca apenas presentaba minúsculas protuberancias, pero sus dedos de acero se aferraban a ellas como garfios. Y, aún así, en varios tramos tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para arrancar lascas de la roca con la punta de los dedos y poder utilizar las mellas recién abiertas como puntos de apoyo.
Pese al terrible frío de las alturas, tenía el cuerpo empapado de sudor. Se soltó el brazo derecho y lo usó para desembarazarse de la piel de oso, que cayó pared abajo. Alcides no pudo resistir la tentación de mirar entre sus piernas. El ángulo de la pared, aunque era casi vertical, le impedía ver otra cosa que piedra. Torció un poco el cuello y alcanzó a ver a Zeus, que había recogido la piel y le saludaba desde abajo. ¿Cien codos sólo? A Alcides le daba la impresión de que ya los había subido, y aún le quedaba mucho para llegar.
Siguió trepando, concentrado tan sólo en mirar lo que tenía ante él. Pasado un trecho particularmente difícil, llegó a un tramo de relieve más rugoso, y encontró algunos picos donde casi podía apoyar medio pie. Desde abajo le llegó la voz de Zeus.
—¡A tu derecha! ¡No sigas más!
Miró a su diestra, como le había indicado el dios. Allí había dos argollas negras clavadas en la pared de las que pendían sendas cadenas. Un poco más abajo, tal vez a un codo y medio, estaban los grilletes que aherrojaban a Prometeo. Pero lo que no se esperaba era encontrar al hijo de un titán en ese estado.
Lo que colgaba de las cadenas era una especie de pellejo grisáceo, lo que podría haber quedado de una piel humana después de tenderla al sol durante mil años. De lo que debía ser la cabeza caían unos largos cabellos blancos que tapaban el rostro, y la barba, larga como una enredadera, sólo dejaba ver el pecho hundido y surcado por profundas arrugas cuando una racha de viento la apartaba. Hasta los huesos parecían haberse deshecho dentro de aquella bolsa ruinosa.
Había algo más en aquella pared. Junto a los despojos de lo que había sido el titán, Alcides vio una forma casi transparente, una presencia alargada como una gruesa culebra que se percibía más por la deformación que sufrían a su través las imágenes que por su propia sustancia. Aquel ser reptó por la pared hasta pegarse al abdomen de Prometeo. Alcides oyó un ruido de succión y vio cómo una tenue luminosidad azulina fluía del odre de piel hacia lo que debía ser la boca de aquella criatura, que al absorber aquello se hizo más corpórea, lo bastante para que Alcides pudiera apreciar que tenía cuerpo de serpiente y una cabeza muy pequeña y calva, con rasgos vagamente humanos.
—¡Fuera! —gritó Alcides—. ¡Lárgate de aquí!
La extraña sanguijuela volvió la cabeza hacia Alcides, que creyó ver un destello de odio en algo parecido a unos ojos. Pero, bien por temor a Alcides o bien porque ya estuviera satisfecha, la criatura se alejó reptando de nuevo hacia las alturas como un arroyo serpenteante que fluyera montaña arriba.
Alcides se acercó con precaución a Prometeo. Al tocarle la muñeca, encontró la piel gélida, pero no con la rigidez que esperaba pues tenía un tacto fláccido que le repugnó. La idea de bajar la pared con aquel cuerpo humano vaciado de su propia esencia le repelía, así que subió un poco más y probó a desprender las argollas de la pared. Estaban muy bien clavadas, y el acero de Hefesto debía poseer propiedades mágicas, pues no se habían oxidado a pesar del tiempo. Alcides estaba convencido de que si se empeñaba las arrancaría, pero seguramente la inercia del movimiento le haría caer del acantilado. En su lugar, probó con las cadenas. Los eslabones no tardaron en abrirse. Primero rompió la cadena más cercana, y luego se estiró para alcanzar la otra. Estaba ya impaciente y tiró con demasiada fuerza, lo que casi le costó perder el apoyo de los pies. El eslabón se quebró, pero el metal resbaló entre los dedos de Alcides. Impotente, contempló cómo el pellejo del titán caía pared abajo como un manto arrastrado por el peso de los grilletes.
—¿Está vivo? —preguntó Alcides al llegar abajo, después de lo que se le antojó una eternidad, pues el descenso era aún más complicado que la escalada.
—Aunque te parezca mentira, lo está. ¿Por qué gritaste ahí arriba? ¿Qué era eso?
Alcides se lo explicó con las mejores palabras que pudo encontrar, aunque el ser era casi indescriptible. Zeus asintió con gesto serio. Ni siquiera él conocía a todas las criaturas que poblaban la tierra. Lo que Alcides había espantado debía ser algo de lo que había oído hablar a Apolo, una lamia de los hielos, un parásito que absorbía la fuerza vital de sus víctimas. Aquella en particular debía haber encontrado una fuente inagotable de alimento. Pues, aun privado de agua, alimento y, sobre todo, de ambrosía, Prometeo era un titán y no podía morir, ya que su naturaleza inmortal siempre regeneraba, aunque en una exigua medida, las energías que le extraía la lamia. Ahora comprendió Zeus por qué corría la leyenda de que él no se había limitado a encadenar a Prometeo al Cáucaso, sino que además enviaba todos los días a su águila para que le devorara las entrañas; cuando en realidad Macropis sólo tenía la orden de acudir cada siete días para comprobar que el prisionero del Cáucaso seguía colgado del acantilado.
Algo que, por cierto, le iba a ser muy útil.
No muy lejos del pie del acantilado encontraron una pequeña oquedad, apenas lo bastante grande para acomodarlos a los dos y a su carga. Alcides apartó la nieve y rompió unos cuantos carámbanos de hielo para hacer más sitio. Zeus extendió la piel de Prometeo en el suelo y tanteó aquí y allá, buscando los huesos. Bajo el pellejo notó algo blando, como lo que queda de los cartílagos de ciertos peces después de hervirlos. Recordó la imagen del dios que había sido su amigo y aliado contra los titanes de su propia estirpe: un joven sonriente, de ojos vivaces y burlones, de inteligencia presta, dedos ágiles y lengua demasiado aguzada. La misma lengua que le había costado la enemistad de Zeus, y aquel terrible castigo.
Por Cronos, ¿qué he hecho?
Revolviendo entre el cabello y la barba de aquella máscara deshinchada encontró un orificio que bien podría ser la boca. Destapó el frasco de ambrosía que le había dado Medea y poco a poco lo fue vertiendo, como si rellenara un odre de vino.
—Con este frío —dijo Alcides—, debería estar más tieso que una losa de mármol. ¿Por qué no ha llegado a congelarse?
—Porque le queda algo de icor en las venas, a pesar de la lamia del hielo, y ya te dije que el icor nunca se congela —contestó Zeus—. Envuélvete en las pieles y descansa, hijo —añadió, con una pizca de ternura en la voz que a él mismo lo sorprendió—. Esto puede tardar.
Si regenerar sus propios ojos había llevado horas, la recuperación de la ruina que era Prometeo requirió dos días. Pasado este tiempo, el hijo de Jápeto empezó a parecer un ser humano, ya que estaba tan envejecido y demacrado que difícilmente podría pasar por un dios. Por mucha ambrosía que bebiera, ya nunca volvería a ser el joven que había colaborado con Zeus en la creación de los hombres.
Pero el licor divino sí había obrado un milagro con sus ojos que volvían a ser los del Prometeo de siempre, oscuros y vivaces, y con su mente, tan penetrante como si acabara de despertar de una cabezada y no de un letargo de cientos de años.