En uno de sus momentos de letargo, Atenea se dedicó a revolver en su memoria casi perfecta las imágenes y los sonidos del espejo, tratando de encontrarles algún sentido. Entonces, un agudo rechinar la sacó de su trance. Abrió los ojos y vio que una losa de la pared se había levantado. Atenea se abalanzó hacia la abertura. El bloque de piedra volvió a caer en seguida, pero esta vez consiguió introducir la contera de su lanza por el hueco. Cuando tiró del arma hacia arriba para levantar la piedra,
Némesis
se dobló un poco, pero el adamantio líquido del que estaba forjada era indestructible y resistió. Aún así, el bloque de piedra debía pesar como dos bueyes. Atenea, aunque había heredado parte de la fuerza de su padre, comprendió que no podría alzarlo de aquella forma, y buscó por la sala algún objeto que le sirviera de fulcro para apoyar la lanza y aprovechar mejor sus energías. Una de las estatuas de piedra, que representaba a un comensal calvo a punto de llevarse a la boca la copa de vino, le pareció apropiada.
—Disculpa, buen amigo —le dijo.
En ese momento sintió un pellizco en la nalga. Sobresaltada, se volvió como una cobra rabiosa y golpeó por instinto. Aunque no había nadie tras ella, sus nudillos impactaron en algo duro. Un instante después se oyó un repiqueteo metálico y dos cosas se materializaron ante su vista. La primera, un yelmo dorado que rodaba por el suelo; y la segunda, su tío Hades, que la miraba desde el suelo con gesto de perplejidad mientras se acariciaba la barbilla.
—Pero —preguntó Atenea—, ¿se puede saber por qué has hecho algo así?
—No lo sé —reconoció el dios, poniéndose en pie—. Estabas agachada así... No he podido resistir la tentación.
Atenea no supo qué decir. Lo último que habría esperado de su tío era una frivolidad rijosa como ésa, y la expresión del dios infernal revelaba que él mismo estaba atónito por su propio atrevimiento. Sin duda, los aires del inframundo no eran buenos para la salud mental. Decidida a fingir que aquello no había sucedido, le preguntó:
—¿Ya has vuelto de ver a tu hermano Poseidón? ¿Qué tal está mi más querido tío?
—Pues sí, he regresado. Antes de lo que se esperaban algunos, y sobre todo
algunas
—dijo Hades, recogiendo del suelo el yelmo de invisibilidad—. Lo suficiente para enterarme de muchas cosas. Cosas que mi propia esposa pretendía ocultarme. ¡Ja! ¡A mí, a Hades!
—Podrías haberme sacado de aquí antes.
—¿Qué te hace pensar que he venido a sacarte de aquí?
Atenea resopló. Al parecer, tendría que traer a colación de nuevo el embarazoso incidente.
—Porque no te considero tan estúpido como para entrar en este lugar sólo por darme un pellizco en el culo.
—Ah, es verdad. Yo he hecho eso —dijo Hades, tocándose de nuevo el mentón.
Hades era tan alto como Zeus y tenía facciones parecidas. Pero donde el rostro de Zeus ofrecía aristas y ángulos cortantes, el de Hades presentaba curvas que insinuaban cierta blandura. También se diferenciaba de él en los ojos. Sus iris no eran azules, sino pardos; y, en cualquier caso, apenas se veían, pues estaban reducidos a dos estrechos círculos alrededor de unas pupilas enormes y opacas, habituadas a siglos de escudriñar las tinieblas subterráneas.
—Hay un problema en mi reino —se explicó Hades—. Quiero que me ayudes, ya que entre mis súbditos no tengo más que traidores e ineptos.
Atenea pensó en alguna respuesta cáustica, pero se limitó a dar un fuerte tirón de la lanza para extraerla de debajo de la losa de granito. Después se acercó a su tío, con una mirada severa para recordarle que no sería buena idea tocarla de nuevo. Bajo sus pies, un cuadrado de suelo de dos codos de lado empezó a descender, y Atenea se preguntó si habría un solo bloque de piedra fijo en esa sala en la que, según sus cálculos, llevaba encerrada casi cuatro días.
El improvisado elevador los depositó en el suelo de una galería oscura, excavada en una veta de roca cuajada de cristales de cuarzo. Allí, con una antorcha, los esperaba Ascálafo, el sirviente de confianza de Hades que había denunciado a Perséfone por comer unas pepitas de granada.
—¡Vamos! —dijo Hades a su sobrina—. ¡No hay tiempo que perder!
Bajaron por el túnel. Hades corría con largas zancadas de grulla, arremangándose el manto negro para no tropezar. La galería desembocó en una cúpula de la que partían otros tres túneles. Hades eligió uno sin vacilar. Siguieron descendiendo, en una cuesta cada vez más inclinada. El nuevo corredor terminaba de golpe en un acantilado que se abría a un abismo. A sus pies corría un río de lava.
—Es el Piriflegetón —dijo Hades—. Un espectáculo para los visitantes, pero ahora no tenemos tiempo para disfrutarlo.
Un puente colgante de maderos y sogas sorteaba la sima. Lo cruzaron, guiados siempre por Ascálafo y su antorcha. El puente se bamboleaba bajo sus pies y del Piriflegetón subían vaharadas de calor que hacían vibrar las imágenes en el aire. En la pared del otro lado se abría un nuevo túnel, que los condujo a una escalera tallada con peldaños tan altos que había que bajarlos a brincos.
Llegaron por fin a una gran caverna. Su techo se curvaba en las alturas, formando una cúpula casi perfecta donde revoloteaban demonios alados que se antojaban híbridos de humanos, murciélagos gigantes y pajarracos de plumaje gris. Pero lo más interesante estaba abajo. Un gran lago de lava amarilla, muy caliente y luminosa, ocupaba casi toda la caverna, y en su centro había una isla circular, una especie de columna negra que se alzaba sobre la roca fundida y que medía unos cincuenta codos de diámetro. Sobre ella se levantaba un brocal metálico, y encima de Este los agudos ojos de Atenea distinguieron una ancha rueda horizontal de radios de metal. Aquélla era la enorme cerradura que bloqueaba la entrada al Tártaro.
—¿Dónde está el intruso? —preguntó Hades, mirando a los tres seres que aguardaban al borde del lago de lava.
—¡Llegas tarde! ¡Lo hemos derrotado! —contestó uno de ellos.
—¡Nosotros solos! —dijo el segundo.
—¡Nadie burla a los guardianes! —añadió el tercero.
Cuando Atenea era muy joven y le preguntaba a su padre por los tres hermanos hecatonquiros, él solía despacharlos con una sola palabra:
Indescriptibles
. Y en verdad lo eran. Uno de ellos, al que Hades presentó como Briareo, se movía sobre raíces que agitaba como tentáculos, y su cuerpo era una especie de árbol nudoso cuyas ramas terminaban en manos de larguísimos dedos, y de cuyos grietas y rugosidades asomaban ojos y bocas cruzados en todas las geometrías posibles. El segundo, Giges, era una masa amorfa del tamaño de un elefante que se desplazaba resbalando sobre unas protuberancias gelatinosas que hacía brotar de su cuerpo. Como su hermano, también estaba sembrado de ojos de todos los colores que miraban sin cesar a uno y otro lado, y en su piel blancuzca había innumerables grietas y ranuras que se abrían y cerraban de una manera casi obscena para dejar salir su voz oscura y confusa. En cuanto al tercero, Coto, era a quien más le cuadraba el apodo de hecatonquiro o centimano, pues parecía un gigantesco erizo que en vez de púas tuviera brazos rematados en garras metálicas. Para moverse encogía los huesudos codos y rodaba por el suelo como un arbusto espinoso arrastrado por el viento. Si aquella criatura tenía ojos, debían estar tan bien escondidos tras la maraña de brazos que apenas se adivinaban.
—¿Quién es ella? —preguntó Briareo, el gigante-árbol.
—Soy Atenea, hija de Zeus. He venido de parte de mi padre, para verificar que seguís guardando la puerta del Tártaro y mantenéis confinadas a las espantosas criaturas que moran en él.
Aunque, añadió para sí, no se imaginaba qué seres más espantosos que los propios hecatonquiros podían vivir en aquella sima.
—¿De parte de tu padre? —preguntó Hades—. Pero si lo han...
—¡Silencio! —dijo Atenea, asaeteando con los ojos a Hades, sin importarle que fuera un Segundo Nacido y estuviera en su propio reino. Después volvió su atención a los Hecatonquiros—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Allí es donde yace el intruso —dijo Coto, estirando diez brazos a la vez para señalar hacia el lago. En un punto de la borboteante superficie se adivinaba una ligera concavidad, como si algo acabara de hundirse bajo el magma.
—Hemos luchado con él y lo hemos derrotado —dijo Briareo.
—Sí. Somos buenos guardianes —añadió Coto.
—Cuéntaselo a tu padre —dijo Giges, con aquella voz que parecía una ventosidad múltiple—. Él nos sacó de los horrores del Tártaro.
—Por eso le debemos pleitesía —explicó Briareo.
Atenea apreció entonces los restos del combate que se acababa de librar en aquella caverna. Junto a la orilla del lago de lava yacían al menos diez brazos, unos de Briareo y otros de Coto. Algunos aún agitaban en vano los dedos. Y cuando Giges se giró sobre sus seudópodos, Atenea comprobó que buena parte de su piel viscosa y pálida se veía abrasada.
—¿Contra qué habéis luchado?
—¡Contra un dragón! —dijo Briareo, cuya voz sonaba como el viento soplando a la vez por veinte tubos de madera—. ¡Lo hemos arrojado a la lava para que muera!
—¿Era un dragón? Entonces no lo habéis derrotado.
—¡Imposible! —gruñó Giges—. ¡Lo hemos visto hundirse en la lava!
Por toda respuesta, Atenea señaló al lago. La concavidad de su superficie se había convertido ahora en una curva sinuosa que se desplazaba hacia el islote central entre humeantes borbotones. Cuando el extremo de la curva llegó a la isla, la corteza amarilla se rompió y de ella asomó una cabeza de dragón. La criatura empezó a trepar por la pared de la columna negra, aferrándose a la roca con sus largas garras. Su cuerpo inacabable emergió poco a poco de la lava, que resbalaba en grandes cuajarones sobre sus escamas metálicas. Éstas brillaban como hierro en la forja, pero era evidente que el gran reptil no había sufrido ningún daño, pese a que la lava estaba tan caliente que se veía casi blanca.
Cuando la cabeza y las patas superiores alcanzaron la parte superior del islote, la cola aún no había terminado de salir del lago. Las alas, la parte más frágil del dragón, no estaban a la vista, pues las tenía recogidas a la espalda y había plegado sobre ellas las grandes placas dorsales que corrían a ambos lados de su larguísimo espinazo. Una vez arriba, el dragón se volvió hacia ellos, estiró el cuello y trompeteó una nota de desafío que reverberó en las paredes de la caverna. Atenea reparó en que le faltaba el ojo derecho, y comprobó que ese ojo, una gruesa esfera de ámbar, yacía junto a los brazos cercenados de los hecatonquiros.
En el momento en que le dijeron que el intruso era un dragón, Atenea supo que no podía haber perecido en la lava. Precisamente, la invulnerabilidad de la Égida estribaba en su cobertura de escamas de dragón, un blindaje inmune al choque del acero y al calor del fuego de un volcán. Sólo había un metal capaz de penetrar aquella coraza: el adamantio de su propia lanza.
—¡Tienes que impedir que abra la puerta del Tártaro, o estoy perdido! —exclamó Hades, apretando los puños en un gesto de desesperación.
El dragón se había enroscado alrededor del brocal y con sus grandes garras había empezado a mover la rueda. Pese al ruidoso borbotear de la lava, el agudo rechinar del eje de metal que volvía a girar después de tantos años reverberó en toda la caverna.
—¡Si abre el pozo, saldrán todas las criaturas del Tártaro! —Hades agarró el codo de Atenea, con el rostro desencajado de terror—. ¡No puedes permitirlo, sobrina! ¡Los titanes querrán vengarse de mí!
Atenea se dio cuenta de que todas las miradas estaban clavadas en ella; y, en el caso de los hecatonquiros, eso significaba muchos ojos.
—Está bien. Un dios guerrero que se precie no es tal hasta que no mata a un dragón —dijo, aferrando con fuerza a
Némesis
.
—Ponte mi yelmo, sobrina —le dijo Hades—. Así el dragón no te verá.
Atenea empezaba a notar que algo caliente le corría por las venas y se mezclaba con el icor divino. Tras la guerra contra los titanes, Zeus y Poseidón habían aniquilado a muchos dragones, y esas proezas aún se recordaban en gloriosos poemas épicos. Era el momento de que ella se demostrara digna hija de su padre. Tal vez así alcanzaría su perdón, si alguna vez volvían a reunirse.
—No quiero tu yelmo, tío —dijo, mientras retrocedía para tomar impulso—. Atenea no roba la victoria.
Dedicado a girar la rueda, el dragón le ofrecía ahora su costado izquierdo. Atenea calculó que había casi cuatrocientos codos hasta el islote. Sin perder de vista el ojo del reptil, siguió retrocediendo hasta topar con la pared de la caverna. Una vez allí, respiró hondo y arrancó a correr. Dos pasos antes de llegar al borde de aquella burbujeante masa de roca fundida, clavó los pies y arrojó la lanza con toda la fuerza de sus hombros y sus caderas.
Némesis
silbó en el aire girando sobre sí misma durante lo que pareció una eternidad. Atenea esperó junto a la orilla del lago conteniendo el aliento. La lanza alcanzó el punto más alto de su trayectoria, empezó a descender y por fin, con un rechinante impacto que arrancó una lluvia de chispas, se clavó en el cuello del dragón.
—¡Maldición! —exclamó Atenea.
—Ha sido un excelente lanzamiento —dijo Briareo.
—Óptimo, diría yo —opinó Coto.
Atenea meneó la cabeza. Había buscado el ojo izquierdo del dragón, pero era casi imposible acertar a esa distancia. Al menos, Némesis había logrado taladrar las escamas metálicas que acorazaban al monstruo, una proeza que ninguna otra arma habría conseguido. El dragón se revolvió y rugió, escupiendo llamas por sus fauces. Después retorció una garra para arrancarse la lanza, pero la articulación de su hombro no era lo bastante flexible para alcanzarla. Frustrado, rugió una vez más y se dedicó de nuevo a girar la rueda.
—Tengo que llegar hasta él para rematarlo —dijo Atenea, mirando a los hecatonquiros—. Supongo que vosotros no podéis cruzar la lava.
Briareo levantó más de treinta brazos en un gesto de horror y Giges emitió un repugnante sonido membranoso.
—Ya lo habríamos hecho si pudiéramos —explicó Coto.
Atenea se preguntó cómo a Zeus y a sus hermanos se les había ocurrido encargar la vigilancia de la puerta del Tártaro a unas criaturas que no podían llegar hasta ella. Pero ahora era cuestión de actuar, no de hacerse preguntas estériles. Levantó la vista hacia la cúpula, donde los demonios alados, algunos colgados del techo y otros revoloteando en círculos, contemplaban con indiferencia lo que ocurría. La diosa los llamó, agitó los brazos y silbó, pero los demonios no respondieron. Al comprender su intento, Hades gritó: