-¡Yo tampoco! -dijo dándose de pronto cuenta de hasta qué punto era verdad-. ¡Yo tampoco!
-¡Ehem! -dijo Levon dan Ivor con el carraspeo más jovial que ella jamás había oído.
Se volvieron y lo vieron tan sonriente como ellos.
-Odio tener que molestar con detalles tan insignificantes -dijo el hijo del aven, esforzándose por ser irónico-, pero tenemos que llevarle al soberano rey noticias de los sucesos de esta noche y, si queremos llegar antes de que Torc y Sorcha den la alarma, debemos apresurarnos.
Aileron. Ella también tenía que ver a Aileron. Demasiadas cosas estaban sucediendo y con demasiada rapidez. Exhaló un suspiro y vio que Matt se le había acercado.
Su sonrisa se desvaneció. En su mente, mientras estaban en la arboleda de Gwynir, seguía viendo el lago de Cristal y el Dragón emergiendo de sus aguas, con las resplandecientes alas extendidas. Un lugar al que jamás volvería, ni bajo las estrellas, ni bajo el Sol, ni bajo la Luna. Era una vidente: sabia que así sucedería. Ella y Matt se miraron durante largo rato.
Por fin dijo él:
-El anillo está apagado.
-Así es -dijo ella.
No tenía ni que mirarlo. Sabia que estaba apagado. Sabía algo más también, pero era ella, no él, quien tenía que cargar con eso. No le dijo nada.
-Vidente… -empezó a decir Matt.
Rectificó:
-Kim, debías encadenarlo, ¿verdad?, debías arrastrarlo a la guerra, ¿no?
Sólo Loren y Miach, que estaban junto a Matt, debían de saber a lo que se estaba refiriendo.
Eligiendo con cuidado las palabras, ella contestó:
-Tenemos posibilidad de elegir, Mart. No somos esclavos, ni siquiera de nuestros dones. Elegí usar el anillo de otro modo.
No añadió nada más. Mientras estaba hablando de posibilidades de elección, estaba pensando en Darien; lo recordaba internándose en Pendaran, más allá del árbol quemado.
Matt exhaló un suspiro y asintió con la cabeza.
-¿Puedo darte las gracias? -preguntó.
Era muy duro. Todo era muy duro.
-Todavía no -dijo ella-. Espera y verás. Quizás no quieras dármelas. No creo que rengamos que esperar mucho tiempo.
Y eso fue lo último que dijo con la voz de vidente, y sabía perfecramenfe que era bien cierto.
-Muy bien -repuso Matt, y añadió mirando a Levon-: Dices que debes llevar las noticias al soberano rey. Nos uniremos a vosotros mañana. Los enanos hemos vivido días peores que los de ningún otro pueblo. Permaneceremos esta noche en estos bosques para hacer frente a lo que nos ha sucedido. Dile a Aileron que lo esperaremos aquí y que Matt Soten, rey de los enanos, unirá su pueblo al ejército de la Luz.
-Se lo diré -dijo Levon con sencillez-. Vamos, Davor, Mabon, Faebur.
Miró a Kim, que asintió con la cabeza. Flanqueada por Dave y Loren, siguió a Levon en dirección sur, fuera del claro.
-¡Espera! -gritó de pronto Matt.
Kim, asombrada, captó temor en su voz.
-Loren, ¿qué haces?
Loren lo miró con tímida expresión.
-Dijiste que os dejáramos -protestó-, que dejáramos a los enanos solos durante una noche.
La severa expresión de Matt pareció cambiar con el resplandor de las hogueras.
-Tú no -susurró en voz baja-. Tú nunca, amigo mío. ¿Es que vas a abandonarme ahora?
En cierto modo, pensaba Leila, escuchando las últimas notas del matutino Lamento por Liadon, había sido más fácil de lo que tenía derecho a esperar. Permanecía junto al altar, sola, mirando por encima de las demás, muy cerca del hacha pero poniendo gran cuidado en no tocarla, pues sólo la suma sacerdotisa podía hacer tal cosa.
Sin embargo, ella estaba también muy cerca. Tenía sólo quince años, hacía muy poco que había vestido la túnica gris de las sacerdotisas, y ya Jaelle la había elegido para que actuara en su nombre mientras se ausentaba de Paras Derval. Había pasado rápidamente del gris al rojo. Ahora era una de las mormae. Jaelle la había puesto sobre aviso de que tendría dificultades en el templo.
De hecho las había tenido, y tenían mucho que ver con el miedo.
Todas le tenían miedo, desde el momento, hacía cuatro noches, en que había visto cómo Owein y la Caza Salvaje llegaban al campo de batalla junto a Celidon, desde que había servido de eco para que la voz de Ceinwen resonara en el santuario, que estaba tan lejos del río donde la diosa había aparecido. En la sobrecargada atmósfera de guerra, esta manifestación de sus inquietantes poderes todavía seguía vibrando en el templo.
Por desgracia, eso no le había servido de gran ayuda con Gwen Ystrat. Audiart era, sin duda, harina de otro costal. Por tres veces en un solo día, cuando no hacía ni medio que Jaelle se había ausentado, la segunda de la diosa se había puesto en contacto con Leila a través de las mormae reunidas en Morvran. Y por tres veces, Audiart le había hecho el generoso ofrecimiento de ir a Paras Derval para ayudar a aquella pobre y desamparada criatura, tan injustamente sobrecargada con tanta responsabilidad en tiempos tan difíciles.
Leila le había respondido con toda la claridad y firmeza de que había sido capaz.
Conocía mejor que nadie lo que estaba en juego: si Jaelle no regresaba, entonces Leila, designada para actuar en nombre de la suma sacerdotisa en tiempos de guerra, seria nombrada suma sacerdotisa, por encima de los rituales normales en tiempos de paz.
También sabía que Jaelle había sido muy explícita en aquel asunto: no debía permitirse que Audiart acudiera al templo.
Durante la última transmisión de pensamiento, la tarde de la víspera, la diplomacia no había servido de gran cosa. Jaelle ya le había avisado al respecto y le había indicado lo que debía hacer, pero eso no hacía la tarea más fácil a una criatura de sólo quince años que tenía que vérselas con la más impresionante figura de las mormae.
Sin embargo, lo había logrado. Con la ayuda de la sorprendente claridad -que a ella misma admiraba- de su voz mental durante la transmisión de pensamiento, hablando y actuando como una auténtica suma sacerdotisa, invocando a la diosa con sus nueve nombres, había ordenado terminantemente a Audiarr que permaneciera donde estaba, en Gwen Ystrat, y que no intentara nuevas transmisiones de pensamiento. Ella, Leila, tenía demasiado que hacer para atender a más comunicaciones establecidas con la ayuda del avarlith.
Y había roto el lazo mental.
Eso había sucedido la víspera por la noche. Luego, apenas había dormido, inquietada por los sueños. En uno de ellos había visto a Audiart, montada en un terrible corcel de seis patas, precipitándose desde Morvran para detenerla y encadenarla con milenarias maldiciones.
Había tenido otros sueños, que nada tenían que ver con las mormae. Leila no comprendía los entresijos de su mente, ni de dónde surgían sus premoniciones, pero las había tenido a lo largo de toda aquella noche.
Y casi todas tenían que ver con Finn, lo cual, dado quién era y con quién cabalgaba, era de lo más inquietante.
Darien, por lo que a él concernía, no se había dado cuenta de que había sido apresado en el tiempo al internarse en Daniloth. Creía que había volado ininterrumpidamente hacia el norte con la daga en la boca. En plena tarde, muy lejos ya la mañana, salió del País de las Sombras y entró en Andarien, pero como no tenía ni idea de la configuración geográfica, no le dio importancia alguna.
Además, era difícil pensar con claridad bajo la apariencia de una lechuza, rendido como estaba por la fatiga. Había volado desde Brennin hasta Anor Lisen, luego se había internado andando en el bosque sagrado, y había vuelto a volar durante una noche de insomnio hacia Daniloth, y después había seguido volando durante toda una jornada rumbo al norte, hacia su padre.
Volaba a través de la creciente oscuridad y su hábil vista nocturna captaba la presencia de un enorme contingente de tropas que se iba congregando en la árida desolación de aquella región. Sabía de quiénes se trataba, pero no se dignó ni descender ni aminorar la marcha para observar mejor. Tenía un largo camino que recorrer.
Abajo, una enjuta figura cubierta de cicatrices levantó la cabeza para echar una rápida ojeada por el cielo que empezaba a oscurecerse. No vio nada, sólo una lechuza, con el plumaje blanco pese a lo avanzado de la estación. Galadan vio que volaba en dirección norte. Conocía una vieja superstición en torno a las lechuzas: traían mala o buena suerte según la curva de su vuelo. Aquella no se desviaba, sino que volaba directamente hacia el norte sobre el ejército de la Oscuridad. El señor de los Lobos la estuvo mirando, con una cierta e inidentificable inquietud, hasta que desapareció. Lo había inquietado, decidió, su color, aquella blancura que resaltaba en el crepúsculo sobre la árida desolación. La borró de su mente. Con la desaparición de la nieve, el blanco se había convertido en un color vulnerable, y la mayoría de los cisnes debían de estar congregándose aquella noche en el norte. La lechuza sería una presa fácil.
Estuvo a punto de serlo.
Al cabo de pocas horas, Darien estaba aún más cansado, y la fatiga lo hizo ser descuidado. Se dio cuenta del peligro momentos antes de que una de las sobrenaturales garras de uno de los cisnes de Avaia le desgarrara la carne. Ululó dejando casi caer la daga y viró violentamente hacia la izquierda. Aun así, la garra del cisne le arrancó una docena de plumas del costado.
Otro cisne negro se precipitaba en su dirección, batiendo el aire con las alas. Darien torció con desesperación hacia la derecha y forzó a sus fatigadas alas a un ascenso brusco. Este lo precipitó contra el tercero de los cisnes negros, que había estado esperando tras los otros dos a que hiciera tal movimiento. Pese a su cacareada inteligencia, se podía predecir perfectamente lo que una lechuza iba a hacer durante una escaramuza. Con anticipada satisfacción, el tercer cisne acechaba a aquella pequeña lechuza blanca, dispuesto a saciar su constante hambre de carne.
En el corazón de Darien el miedo desbancó al cansancio, y con el terror lo invadió un rojo impulso de rabia. Ni siquiera trató de esquivar el ataque del último cisne. Volando en línea recta hacia él, poco antes de chocar -un choque que con seguridad lo habría matado- logró que sus ojos relampaguearan con un rojo intenso, y con una llamarada idéntica a la que había utilizado para quemar el árbol abrasó al cisne.
Éste ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Darien dio media vuelta, dejándose llevar por la furia, y alcanzó a los otros dos cisnes con la misma llamarada, matándolos.
Vio cómo se precipitaban hacia la oscura corteza terrestre. A su alrededor el aire olía a plumas quemadas y carne chamuscada. De pronto, se sintió aturdido y abrumadoramente débil. Descendió poco a poco buscando un árbol de cualquier clase. No había ninguno.
Estaba en Andarien y hacía mil años que allí no crecía nada tan alto como un árbol.
A falta de un lugar mejor, se detuvo a descansar en la ladera de una suave colina cubierta de esparcidos guijarros y rocas de agudos cantos. Hacía frío. El viento soplaba del norte produciendo un ruido penetrante cuando se colaba entre las peñas. Había estrellas en el cielo, y en el este acababa de salir la Luna menguante, que no ofrecía solaz alguno, sólo una fría y débil luz sobre el pedregoso paisaje y las yerbas requemadas.
Darien adoptó su apariencia normal y miró en torno. No se movía nada en el espacio que podía abarcar con la vista: estaba completamente solo. Con un gesto que había llegado a ser habitual en él durante los dos últimos días, aunque no era consciente de ello, se llevó la mano a la piedra de la Diadema de Usen. Estaba tan fría, apagada y distante como lo había estado desde el mismo momento en que se la había puesto.
Recordaba cómo brillaba en las manos de la vidente. Ese recuerdo era como un cuchillo, como la herida de un cuchillo; como ambas cosas a la vez.
Bajó la mano y volvió a mirar a su alrededor. En torno, por todas partes, se extendía la desolación de Andarien. Había llegado tan al norte, que Rangat quedaba casi al este. Se alzaba sobre las tierras norteñas, dominadora y magnífica. No miró la montaña durante demasiado rato.
Dirigió la vista hacia el norte. Y como era mucho más que un simple mortal y tenía una vista extraordinariamente aguda, pudo distinguir, lejos, a través de las sombras producidas por la luz de la Luna, allí donde las pedregosas tierras del norte se unían a las montañas y al hielo, un frío resplandor verdusco. Sabía que era Starkadh, más allá del puente de Valgrind, y que podría llegar basta allí al día siguiente volando.
Pero decidió que no volaría. No se sentía bien bajo la apariencia de una lechuza. Se dio cuenta de que quería mantener su propia y auténtica apariencia: quería ser Darien, fuera quien fuese; quería alcanzar la claridad de pensamiento de que gozaba bajo la apariencia humana, aunque le costara el precio de la soledad. Aunque así fuera, adoptaría esa forma. No volaría. Caminaría sobre las piedras y el árido suelo sobre la ruina de aquella tierra devastada. Caminaría con aquella luz apagada sobre la frente, llevando en las manos la daga para regalársela a la Oscuridad.
Pero no aquella noche. Estaba demasiado cansado y sentía dolor en el costado, donde el cisne le había clavado las garras. Probablemente sangraba, pero estaba demasiado exhausto para comprobarlo. Se acostó en el lado sur de la más grande de las peñas, para aprovechar la escasa protección que pudiera ofrecerle del viento, y se quedó dormido, pese a sus miedos y preocupaciones. Era muy joven, había recorrido una larga distancia para llegar hasta aquel desolado lugar, y su alma estaba tan rendida como su cuerpo.
Mientras se internaba en las lejanas regiones del sueño, su madre navegaba en un fantasmal barco, internándose en la bahía de Linden, más allá de los confines occidentales de la Tierra, en dirección a la desembocadura del Celyn.
Soñó con Finn durante toda la noche, como Leila en el templo, mucho más al sur. El sueño lo llevó hasta la última tarde que había pasado con él, cuando todavía era un niño, y, mientras jugaban en el patio detrás de la cabaña, vieron pasar unos jinetes por las colinas nevadas que se extendían hacia el este. El les había hecho señas con su manita enguantada porque Finn le había dicho que lo hiciera. Luego Finn se había ido tras los jinetes, y después mucho más lejos que ellos, mucho más lejos que ningún otro, más lejos de lo que Darien podía ir incluso en sueños.