Desembarcaron en los bajíos del más dulce de los ríos, que fluía desde el lago Celyn a través de las encantadas tierras de Daniloth. Sharra vio que el último en abandonar el barco era el hombre al que llamaba el Dos Veces Nacido. Se detuvo en cubierta junto a la balanceante escalera y le dijo algo al mago, que a su vez le contestó. No pudo oír lo que hablaron, pero sintió que los pelos de la nuca se le erizaban al verlos a los dos. Luego Pwyll bajó por la escalera de cuerda y todos se encontraron reunidos de nuevo en tierra firme. Amairgen se cernía sobre ellos, orgulloso y austero, apenas alumbrado por la luz de la Luna.
-Suma sacerdotisa de Dana -dijo-, he hecho lo que me ordenaste. ¿Puedo contar todavía con las plegarias que me prometiste?
Con toda serenidad, Jaelle le contestó:
-Podrías contar con ellas aunque no nos hubieras traído hasta aquí. Goza del descanso, errante fantasma. Descansad todos y cada uno de vosotros. El Traficante de Almas está muerto: sois libres. Ojalá brille para vosotros la Luz al lado del Tejedor.
-Y para vosotros -dijo Amairgen-, para todos y cada uno de vosotros.
Miró a Pwyll y pareció que iba a decirle algo una vez más. Pero no lo hizo. Se limitó a alzar ambas manos y luego, entre el fantasmal griterío de sus marineros, desapareció en la oscuridad. Con él desapareció el barco, y eí griterío de los marineros se fue desvaneciendo en la brisa; el rumor de las olas arrastró un rato su eco desde un lugar muy lejano en el tiempo.
En aquel lugar donde el río se unía a la bahía, se volvieron, y, conducidos por Brendel de los lios alfar, que conocía perfectamente cada uno de los accidentes y de las sombras de aquel país tan cercano al suyo, comenzaron a caminar hacia el este, hacia donde debía levantarse el Sol.
-No voy a entrar -dijo Flidais dando la espalda a la niebla y encarándose con el hombre que estaba junto a él-. Ni siquiera los andains pueden evitar perderse en las sombras tejidas por Ra-Larben. Si hubiera palabras que pudieran prevalecer sobre tu voluntad, te recomendaría encarecidamente que tampoco entraras tu.
Lancelot lo escuchaba con aquella grave cortesía que había sido siempre parte de su carácter, con aquella paciencia que parecía inagotable. Hacía, pensó Flidais, que uno se avergonzara de importunarlo con ruegos, de inmiscuirse demasiado en los límites marcados por su gentileza.
Y sin embargo, Lancelot no carecía de sentido del humor. Incluso en aquellos momentos sus ojos tenían un aire divertido al mirar al diminuto andain.
-Me estaba preguntando -le dijo en tono apacible- si en verdad era posible que te quedaras sin palabras. Estaba empezando a creerlo, Taliesin.
Flidais sintió que iba a enrojecer, pero no había malicia en la pulla de Lancelot; sólo era una broma que podían compartir. Y así lo hicieron.
-No me faltan palabras, ni argumentos de moteada y embarulladora inconsecuencia -protestó Flidais-. Sólo me falta tiempo, dado el lugar donde estamos. No estoy tratando de retenerte físicamente aquí, en los límites de Daniloth. Soy algo más sabio que todo eso, por lo menos.
-Por lo menos -corroboró Lancelot-. ¿En verdad tratarías de retenerme, si pudieras?
¿Sabiendo lo que sabes?
Era una pregunta inmerecidamente difícil. Pero Flidais, que había sido la más sabia y precoz criatura en sus días, ya no era una criatura. No sin pena contestó:
-No lo haría. Conociéndoos a los tres, no trataría de impedirte que hicieras lo que ella te ha pedido. Pero tengo miedo de su hijo, Lancelot. Le tengo mucho miedo.
El hombre no le contestó nada.
El primer destello gris apareció en el cielo, preludiando la mañana y lo que el día pudiera traer. Por el oeste, el fantasmal barco de Amairgen navegaba rumbo al norte costeando la playa de Sennetr, mientras los pasajeros contemplaban una ciudad que había ardido hacia muchísimos años, que hacía muchísimos años que había sido reducida a cenizas y escombros.
Tras ellos cantó un pájaro desde algún escondite entre los árboles del tenebroso bosque. Seguían inmóviles entre la espesura y la niebla y se miraban uno a otro quizás por última vez, según pensaba Flidais.
-Te agradezco que me hayas traído hasta aquí -dijo Lancelot-. Y que me hayas curado las heridas.
Flidais gruñó con brusquedad y miró hacia otro lado.
-No podía hacer una cosa sin haber hecho primero la otra -rezongó-. No hubiera podido llevarte a ningún sitio, excepto a través del agujero de la noche, sin tomar alguna medida acerca de esas heridas.
Lancelot sonrío.
-¿No debería, pues, darte las gracias? ¿O es ésa una de tus moteadas inconsecuencias?
Era un hombre demasiado listo, decidió Flidais, siempre lo había sido. Esa era la clave de su habilidad en los combates: Lancelot había sido siempre más inteligente que sus contrincantes. El andain se sorprendió a sí mismo volviendo a sonreír y asintiendo a su pesar.
-¿Cómo tienes la mano? -preguntó.
Era la peor de las heridas que había recibido: la quemadura que le había infligido en la palma de la mano el candente martillo de Curdardh.
Lancelot no se molestó en mirarla.
-Mejorará. Procuraré que mejore, supongo.
Miró hacia el norte, a las nieblas de Daniloth que se extendían frente a él, y la expresión de sus ojos cambió. Parecía como si hubiera oído el sonido de algún cuerno o alguna otra llamada por el estilo.
-Creo que debo marcharme o no tendrá sentido que hayamos venido tan lejos. Espero que nos volvamos a ver, viejo amigo, en un tiempo más luminoso.
Flidais pestañeó. Se las arregló para encogerse de hombros.
-Eso está en las manos del Tejedor -dijo, esperando que su voz sonara despreocupada.
Lancelot dijo con seriedad:
-No del todo, pequeña criatura. También está en nuestras manos, por muy magulladas que estén. Importan mucho nuestras propias elecciones, de otro modo yo no estaría aquí.
Ella no me hubiera pedido que siguiera a su hijo. Adiós, Taliesin, Flidais. Espero que encuentres lo que deseas.
Tocó ligeramente el hombro del andain; luego dio media vuelta, avanzó una docena de pasos y se perdió en las nieblas del País de las Sombras.
«¡Ya lo tengo», estaba pensando Flidais, «ya he encontrado lo que buscaba!» El nombre de la llamada cantaba en su cabeza, vibraba en las entretelas de su corazón. Lo había buscado durante muchísimo tiempo, y ahora lo tenía. Tenía lo que siempre había deseado.
Lo cual no explicaba en modo alguno por qué permaneció durante tanto tiempo en aquel lugar, escrutando el norte entre las densas e impenetrables sombras.
Sólo más tarde, al pensar sobre ello, entendió plena- mente que aquello era algo de lo que debía haber sido siempre consciente: el terrible peligro que la acechaba si alguna vez se enamoraba.
¿Qué otra razón explicaría por qué Leyse de la Marca de Swan, la más hermosa y la más deseada de todas las mujeres de Daniloth -pretendida en vano por el mismísimo Ra-Tenniel-, había rechazado durante muchos, muchos años, todas y cada una de las proposiciones que había recibido, aunque se las cantaran de la manera más dulce?
¿Qué otra razón hubiera podido haber?
La Marca de Swan era la única marca de los has alfar que no había partido a la guerra.
Dedicada a la memoria de Lauriel, de quien recibía su nombre, a la serenidad y a la paz, sus hombres, aunque pocos, permanecieron en el País de las Sombras, errando solos o en parejas día y noche desde que Ra-Tenniel se había llevado a los hermanos y hermanas de las otras dos marcas a la guerra que había estallado en la Llanura.
Leyse era una de los que erraban solos. Temprano, en aquel apacible amanecer del verano, había ido a contemplar la apagada salida del Sol -todas las luces eran ahora apagadas en aquellos lares- a través de las aguas de las cataratas de Fiathal, su lugar favorito en el País de las Sombras.
En realidad su lugar favorito estaba mucho más al norte, más allá de la frontera, junto a los bancales del lago Celyn, donde alguien que pusiera buen cuidado en no ser visto podía recoger en primavera hermosas sylvains. Pero aquél era un lugar prohibido. Corrían vientos de guerra fuera de la protección de las nieblas y de su efecto sobre el tiempo.
Por eso en lugar de ir allí se había dirigido hacia el sur, a las cataratas, y estaba aguardando la salida del Sol, sentada muy quieta, vestida como siempre de blanco, junto a las rumorosas aguas.
Y así fue como antes de que saliera el Sol vio que un hombre mortal penetraba en Daniloth.
Sintió un momentáneo espasmo de miedo, cosa que no le había sucedido desde hacía mucho tiempo, pero luego se tranquilizó, pues sabía que pronto las nieblas lo envolverían y lo harían perder la noción del tiempo, sin que pudiera suponer una amenaza para nadie.
Tuvo tiempo de mirarlo. Su andar era grácil y ligero, llevaba la cabeza muy erguida y tenía los cabellos oscuros. Sus vestiduras eran inclasificables y estaban manchadas de sangre. Llevaba una espada ceñida a la cintura. Y de pronto la vio desde el otro extremo del verde, verdísimo claro del bosque.
No le importó lo más mínimo. Las nieblas lo envolverían mucho antes de que pudiera llegar a donde estaba sentada.
Pero no sucedió así. Casi sin pensarlo, ella levantó una mano y pronunció las palabras de advertencia para protegerlo, para salvarlo a tiempo. Y, al decirlas, se labró su propio destino, el destino que interiormente había tratado de evitar durante todos aquellos largos años y que ahora, en cambio, disponía como un festín sobre la yerba.
El Sol salió y la luz se reflejó apaciblemente en las cataratas. Era muy hermoso: siempre lo era.
Pero Leyse apenas se dio cuenta. El se le acercó a través de la alfombra de césped, y ella se levantó, para estar en pie, con el agua cayéndole sobre los cabellos y el rostro, cuando él llegara a su lado. Sabia que sus ojos se habían convertido en cristal. Los de él eran oscuros.
Después de que todo hubiera ocurrido, ella pensó que debería haber adivinado su nombre antes de que lo pronunciara. Era posible. La mente tenía tantos lazos como el propio tiempo, incluso allí, en Daniloth. Había olvidado quién le había dicho aquello.
Aquel hombre alto llegó hasta ella y se detuvo. Con la más profunda y seria cortesía le dijo:
-Buenos días, señora. Vengo en son de paz y me he atrevido a entrar en este lugar por razones de acuciante necesidad. Debo requerir tu ayuda. Me llamo Lancelot.
Debería haberle dicho que ya le había prestado ayuda; de otro modo él no habría podido llegar tan lejos, ni verla como la estaba viendo. De otro modo se habría encontrado encerrado en su propio mundo interior sin posibilidad de oír ni ver. Para siempre, hasta que se detuviera el Telar.
Debería habérselo dicho, si sus ojos no se hubieran convertido en cristal; más aún, si no brillaran y relucieran como nunca hubiera podido imaginar que llegaran a hacerlo.
Debería habérselo dicho, si no le hubiera entregado perdidamente el corazón antes incluso de oír su nombre, antes de saber quién era.
Había gotas de agua en sus cabellos. La yerba era muy verde y el Sol brillaba a través de las sombras, como siempre. Ella lo miró a los ojos, sabiendo ya quién era, y enseguida, desde el primer momento, se dio cuenta de cuál iba a ser su destino.
Lo oyó: las primeras altas, distantes, imposiblemente bellas notas que oía.
-Soy Leyse, de la Marca de Swan -le dijo-. Sé bienvenido a Daniloth.
Lo vio absorber su belleza y la delicada música de su voz. Dejó que sus ojos se colorearan con las tonalidades del verde y volvieran a convertirse en cristal. Le tendió la mano y permitió que se la llevara a los labios.
Ra-Tenniel se habría pasado una noche sin dormir, caminando entre los campos floridos mientras componía una nueva canción, si hubiera hecho otro tanto con él.
Miró a los ojos de Lancelot. En ellos leyó gentileza y admiración. Y gratitud. Pero detrás y por encima de cualquier otra cosa, dibujando los mundos que él conocía y entretejida en todos ellos, una y otra vez, interminablemente, vio a Ginebra. Y su inapelable resolución, la irrevocable realidad de su amor absoluto.
Lo que quedaba para ella -una faceta de su gentileza- era contemplar en la tranquila mirada de Lancelot un señal de las muchas, muchísimas veces que aquel encuentro había tenido lugar. En muchos bosques, prados, mundos; junto a muchas cataratas, cuya melodía estival aliviaba la angustia de una doncella.
Al tiempo que ella diseñaba su propia autodefensa, él la protegía de la certeza de constatar hasta qué punto aquel destino formaba parte de aquel otro compartido entre tres, de constatar con qué facilidad su repentino y transfigurado resplandor podía incluirse en la leyenda, como una nota más de una melodía innumerablemente repetida, como un hilo de un color ya empleado otras veces en el Tapiz.
La belleza de ella merecía más, merecía la incandescente, cristalina floración de aquel amor. También lo merecía la simplicidad de su espera durante largas centurias. Era indudable que merecía mucho más
Y él lo sabía, lo conocía tan íntimamente como conocía su propio nombre, tan profundamente como en su corazón llamaba por su nombre a su propio pecado. Se encontraba allí, en aquel lugar de la más pura belleza, en el País de las Sombras, protegiéndola del dolor, como tantas otras veces había hecho con otras muchas, y tomando sobre sí mismo la culpa y la carga de aquel amor.
Y todo aquello sucedía en el espacio de tiempo que puede tardar un hombre en cruzar un pedazo de césped y detenerse ante una mujer bajo la luz de la mañana.
En un acto de suprema voluntad y extremada nobleza, Leyse hizo que de sus ojos se desvanecieran las sombras y brillaran como antes. Los convirtió en cristal -frágil y quebradizo, se decía a sí misma- y dijo con la música de su voz:
-¿Cómo puedo ayudarte?
Sólo la traicionó la última palabra. El simuló no haber oído la caricia, el deseo que ella había deslizado en esa palabra.
-Mi señora me ha encomendado una misión -dijo con seriedad-. Anoche con seguridad otra persona ha llegado hasta los límites de tu país, volando con la apariencia de una lechuza, aunque no es seguro. Está siguiendo su propia senda, un camino tenebroso, y temo que pueda haber sido apresado por las sombras de Daniloth, desorientado en la noche. Mi misión es protegerlo para que pueda seguir ese camino.