Primero había pensado en dárselo a los magos. Pero el salvaje poder del Baelrath estaba mucho más cerca de Dana que de la ciencia de los cielos que había aprendido Amairgen.
El hecho de que el soberano rey hubiera entregado un objeto tan valioso a la suma sacerdotisa y de que ella hubiera aceptado guardarlo en su nombre, demostraba la profunda sabiduría de Aileron y era una de las señales de la cambiante naturaleza de las cosas.
Y así fue como la Piedra de la Guerra la había abandonado, lo cual permitía que, aquella última tarde, Kimberly paseara con sus recuerdos por la arbolada ribera occidental del lago de Ysanne, luchando con la nostalgia y la tristeza.
No debería ser así, se decía con severidad. Iba a volver a casa, y quería volver. Quería mucho a su familia. Además sabía que era conveniente que regresara. Lo había soñado, y también Ysanne en los primeros días de aquella aventura.
También sé en lo más profundo de mi corazón que quizás necesiten una soñadora en tu mundo, le había dicho la anciana vidente. Y Kim sabía que era rigurosamente cierto.
Ella también lo había visto.
Así, la necesidad y la conveniencia se habían aunado a su propio deseo de volver. Eso debería haber hecho más fáciles las cosas, pero no era así. ¿Cómo podían serlo si dejaba tantas cosas detrás? Y todos los pensamientos y sentimientos parecían complicarse y emborronarse más por el vacio que sentía en su interior al ver que en su dedo ya no estaba el anillo que había llevado durante tanto tiempo.
Sacudió la cabeza, tratando de alejar la preocupación. Tenía que dar gracias por muchas y muy variadas cosas. La primera, más importante que ninguna otra, era el retorno de la paz y la desaparición del Desenmarañador de los mundos, por obra de un niño cuyo nombre ella había soñado antes de que naciera.
Caminaba por los verdes bosques, en el crepúsculo, pensando en Darien, y luego en su madre, en Arturo y Lancelot, cuyo penar había llegado a su fin. Otra cosa por la que tenía que dar gracias, otro lugar donde podía florecer la alegría en su corazón.
Y también tenía que dar gracias por ella misma, que todavía era una vidente, y todavía llevaba y siempre llevaría en su interior una segunda alma, como un regalo inefable, fuera de toda medida. Todavía llevaba en la muñeca el brazalete de vellin, que Matt se había negado en rotundo a que le fuera devuelto. En su mundo no le serviría de nada, sólo como recuerdo, lo cual, en cierto sentido, era más valioso que ningún otro servicio.
Se internó sola en el bosque, buscando dolorosamente la paz interior; al cabo de un rato, Kim se detuvo y permaneció quieta, escuchando los pájaros que cantaban sobre su cabeza y el rumor de la brisa entre las hojas. Todo estaba allí tan tranquilo, tan hermoso, que deseaba retenerlo con ella para siempre.
Con tales pensamientos, vio un resplandor de color en la yerba, a su derecha, y se dio cuenta, incluso antes de moverse, de que se le concedía un último regalo.
Se acercó, siguiendo, sin saberlo, los pasos de Finn y Darien en su último paseo juntos en pleno invierno. Luego se arrodilló, como ellos habían hecho, junto a un bannion que crecía allí.
Era una flor de color azul verdoso con una marca roja en el centro como una gota de sangre en el corazón. Aquel día la habían dejado allí y habían cogido otras muchas flores para llevárselas a Vae, pero no aquélla. Y por eso estaba aún allí, para que la cogiera Kim, derramando copiosas lágrimas mientras la invadían los recuerdos que suscitaba en ella la flor: el primer paseo por aquel bosque con Ysanne, el hallazgo de la flor; luego por la noche, a orillas de aquel lago bajo las estrellas, Filathen, llamado por la flor de fuego, había dibujado para ella el Tapiz girando sin cesar.
El bannion era hermoso; los colores del mar rodeaban el brillante color rojo. Lo cogió con cuidado y se lo puso entre los blancos cabellos. Pensó en Eilathen, en el resplandor azul verdoso de su desnudo poder. También él la había abandonado para siempre, aunque hubiera querido llamarlo para despedirse de él. Libérate de la flor de fuego, ahora y para siempre jamás, había dicho Ysanne, al final, librándolo de la custodia de la roja Piedra de la Guerra.
El bannion era hermoso, pero no tenía poder alguno. Parecía ser un símbolo del poder que la había abandonado, que no podría llevar nunca más. Un poder mágico que el lago le había entregado aquella noche estrelIada, se había quedado un tiempo con ella y luego había desaparecido para siempre. En todos los aspectos, seria mejor para ella estar en su propio mundo y borrar la viveza de aquellas imágenes.
Se levantó y emprendió el regreso, pensando en Loren, que había tenido que enfrentarse a la misma renuncía. Entonces se dio cuenta de pronto de que Matt se había estado enfrentando con lo mismo durante todos los años que había pasado en Paras Derval, luchando contra la atracción de Calor Diman. Los dos habían completado el círculo, pensó. Había en aquello un dibujo más hermoso y más terrible de lo que pudiera ser cualquier otro tejido mortal.
Salió de la arboleda y bordeó el lago. Sus aguas se agitaban con la brisa del verano.
Hacía un ligero fresco que anunciaba la proximidad del otoño. Kim se detuvo sobre la roca lisa que sobresalía del agua, como lo había hecho con Ysanne, cuando la vidente había llamado bajo las estrellas al espíriru de las aguas.
Eilathen estaba allí abajo, lo sabía, entre los serpenteantes corredores de piedras y algas, en el profundo silencio de su hogar. Inaccesible. Perdido para ella. Se sentó sobre la piedra y se rodeó las rodillas con los brazos, tratando de recordar las muchas cosas por las que debía dar gracias, tratando de transformar la tristeza en alegría.
Durante un buen rato permaneció allí sentada, contemplando las aguas del lago. Sabía que debía de estar ya muy avanzada la tarde. Debería emprender el regreso, pero era muy duro marcharse. Levantarse y dejar aquel paraje sería una acción tan solitaria y definitiva como ninguna otra que jamás hubiera hecho.
Por eso permaneció un rato más, y poco después oyó unas pisadas tras ella y sintió que alguien se agachaba a su lado.
-Vi tu caballo junto a la cabaña -dijo Dave-. ¿Molesto?
Ella le sonrió y negó con la cabeza.
-Sólo quería despedirme de algunas cosas antes de marcharme.
-También yo -dijo él, reuniendo y dispersando los guijarros.
-¿Tú también vuelves a casa?
-Lo acabo de decidir -dijo él con calma.
En su voz había una tranquilidad y una seguridad que ella nunca había oído antes. De todos ellos, constató Kim, Dave era el que más había cambiado. Ella, Paul y Jennifer parecían haber ahondado en lo que ya eran antes de llegar, y Kevin había permanecido tal cual era, con sus risas y su alma triste y dulce. Pero aquel hombre que estaba agachado a su lado, quemado por el sol de la Llanura, estaba muy lejos del que ella había encontrado aquella primera tarde en la sala de reuniones, cuando lo había invitado a que se sentara con ellos y escuchara la conferencia de Lorenzo Marcus.
Volvió a sonreirle.
-Me alegro de que regreses -dijo ella.
Él asintió, muy dueño de si mismo, mirándola un rato en tranquilo silencio. Luego sus ojos brillaron con una alegría que también era algo nuevo en él.
-Dime -le dijo-, ¿qué vas a hacer el viernes por la noche?
A ella se le escapó una ligera y ahogada risa.
-¡Oh, Dave! -dijo Kim-. Ni siquiera sé cuándo será viernes por la noche.
Él también se echó a reír. Luego la risa cesó dejando paso a una alegre sonrisa. Se levantó de un salto y le tendió la mano para ayudarla.
-¿El sábado, entonces? -preguntó, mirándola fijamente.
Y, mientras en su interior brotaba otra clase de flor de fuego, Kim tuvo el súbito presentimiento, un relampagueo de certeza, de que todo iba a resultar bien al fin y al cabo. Todo iba a resultar más que bien. Le tendió ambas manos y dejó que la ayudara a levantarse.
FIN
GUY GAVRIEL KAY, escritor candiense especializado en la novela de fantasía.
Ganó el Premio Mundial de Fantasía 2008 por su novela Isabel y el Premio Internacional Goliardos, y es un dos veces ganador del Premio Aurora. Sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas y han aparecido en las listas de libros más vendidos en todo el mundo.