Sendero de Tinieblas (22 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-Se marchó al bosque -dijo-. Es un lugar de un poder y de un odio muy antiguos, y antes de marchar quemó uno de los árboles con el poder que ha heredado de su padre.

Quisiera…

Vaciló. El acababa de llegar y ella vacilaba en pronunciar las palabras que lo alejarían.

Se hizo un silencio, no demasiado largo.

-Comprendo -dijo Lancelot-. Lo protegeré sin retenerlo, para que pueda elegir libremente su camino.

Ella tragó saliva esforzándose por no llorar. ¿Qué era una voz? Un umbral con matices de luz, la insinuación de una sombra: el umbral de un alma.

-Es un camino tenebroso -dijo ella, y sus palabras encerraban más verdad de lo que ella misma sabia.

Él sonrió de un modo tan inesperado que detuvo los latidos de su corazón. Le sonrió, luego se levantó y volvió a sonreirle, con ternura, gravemente, con una seguridad cuyo único punto vulnerable era ella misma.

-Todos los caminos son tenebrosos, Ginebra -dijo-. Sólo al final hay una esperanza de luz. Adiós, amor mío.

Su sonrisa se desvaneció.

Se dio la vuelta mientras pronunciaba las últimas palabras y, sin pensarlo, llevó la mano a la empuñadura de la espada. Ella se sintió invadida por un súbito arrebato de pánico.

-¡Lancelot! -dijo.

Hasta ese momento no había pronunciado su nombre. El se detuvo y se volvió, dos acciones consecutivas que la abrumadora carga de dolor volvía más lentas. Muy despacio, compartiendo esa carga, con sumo cuidado, ella le tendió una mano. Y también muy despacio, con los ojos fijos en los de ella, pronunciando en silencio su nombre una y otra vez, él retrocedió unos pasos, le cogió la mano y se la llevó a los labios.

Ella, a su vez, sin hablar, sin atreverse a hablar y sin poder hacerlo, cogió la mano en la que descansaba la suya y se la llevó a la mejilla cubierta de lágrimas. Luego la besó y contempló cómo se alejaba avanzando entre la gente que le iba abriendo paso, mientras se separaba de ella para internarse en el bosque de Pendaran.

Una vez, hacia mucho tiempo, había encontrado por casualidad a Ceinwen la Verde en un claro del bosque, a la luz de la Luna. Con mucha prudencia, pues había que ser siempre prudente con la Cazadora, Flidais había entrado en el claro y la había saludado.

Ella estaba sentada sobre el tronco de un árbol caído, con las piernas extendidas, el arco en el suelo y a su lado un oso muerto con una flecha clavada en la garganta. En el claro había un pequeño estanque que reflejaba la luz de la Luna en el rostro de ella. Se contaban muchísimas historias acerca de su crueldad y de su espíritu caprichoso; él las sabía todas y había propagado buena parte de ellas, por eso se acercó entonces con extrema timidez, contento de no haberla sorprendido bañándose, pues estaba seguro de que habría muerto si hubiera ocurrido tal cosa.

Pero aquella noche ella estaba de un humor de languidez felina, pues acababa de cobrar una pieza, y lo recibió con alegría, irguiendo su flexible cuerpo y haciéndole un sitio en el árbol caído.

Habían estado hablando un buen rato en voz muy baja, como correspondía al lugar y al momento, y se había divertido despertando en él el deseo, aunque lo hizo con gentileza, sin sombra alguna de malicia.

Luego, cuando la Luna estaba a punto de pasar por encima de los árboles que quedaban al oeste y desaparecer así del claro del bosque, la Verde Ceinwen había dicho con un tono diferente, pero más significativo del que hasta ahora había utilizado:

-Flidais, criaturita del bosque, ¿no te has preguntado nunca lo que te sucederá cuando sepas el nombre que estás buscando?

-¿Cómo dices? -recordó que le había preguntado, con los nervios a flor de piel a la simple mención de su más antiguo deseo.

-¿No se te quedará el alma completamente vacía cuando llegue ese momento? ¿Qué harás después de haber obtenido tu último, único y más codiciado deseo? Cuando hayas saciado esa sed, ¿no te sentirás desilusionado, sin ninguna razón por la que vivir?

Considéralo, criatura. Piénsalo bien.

La Luna ya había desaparecido. Y también la diosa, no sin antes acariciarle el rostro y el cuerpo con sus largos dedos, dejándolo desgarrado por el deseo junto al oscuro estanque.

Era caprichosa y cruel, evasiva y peligrosa, pero era también una diosa y en modo alguno la menos sabia de todas. Permaneció sentado en el claro del bosque largo tiempo, pensando en sus palabras, y a menudo había reflexionado sobre eso en los años que siguieron.

Y sólo ahora, que había sucedido aquello, podía tomar aliento una y otra vez para paladear aquel gozo y comprobar que la diosa se había equivocado. Podía haber sucedido de otro modo, lo sabia: colmar el deseo de su corazón quizás realmente habría supuesto el infortunio, y no aquella trascendental alegría de vivir. Pero todo había resultado muy diferente; su sueño se había hecho realidad, los mundos vacíos habían sido completados, y, con aquella alegría, Flidais de los andains conocía por fin la paz.

Sabía que por aquello se había tenido que pagar el precio de romper un juramento.

Lamentaba con ligero y remoto sentimiento que hubiera tenido que suceder así, pero tal sentimiento apenas encrespaba las profundas aguas de su contento. Y, además, él había compensado ese precio haciéndole a la vidente un juramento que estaba dispuesto a cumplir. Se lo demostraría. Por muy amargo que fuera el desprecio que ella sentía ahora hacia él, tendría ocasión de cambiar de opinión antes de que la historia llegara a su fin.

Por primera vez, uno de los andains intervendría voluntariamente en los asuntos de los mortales y en su guerra.

Había que empezar, pensó, con aquel que era su señor.

Está aquí, le susurró con urgencia la solitaria deiena del árbol que se cernía sobre él; y Flidais tuvo apenas tiempo de darse cuenta de que la lluvia había remitido y eí trueno había enmudecido, cuando se oyó un crujido entre los árboles y apareció el lobo.

Y un instante después se dejó ver Galadan en su auténtica apariencia. Flidais se sentía ligero; tenía la sensación de que podría volar si quería, de que sólo estaba atado al suelo de la floresta por unos delgadísimos hilos. Pero tenía motivos sobrados para saber qué peligrosa era la figura que se alzaba ante él, y tenía una misión que llevar a cabo, tenía que engañar a quien había sido considerado durante muchísimos años la mente más sutil de Fionavar. Y que además era el lugarteniente de Rakoth Maugrim.

Por eso Flidais recompuso su expresión lo mejor que pudo y se inclinó grave y respetuosamente ante aquel a quien sólo una vez le habían disputado su condición de señor de la esquiva, extraña y arrogante familia de los andains. Sólo una vez; y Flidais recordaba muy bien cómo el hijo de Liranan y la hija de Macha habían muerto no lejos de allí, en los acantilados de Rhudh.

¿Qué estás haciendo aquí?, le preguntó mentalmente Galadan. Con un estremecimiento, Flidais vio que el señor de los Lobos parecía flaco y pálido, con las facciones tensas por la cólera y la inquietud.

Flidais entrelazó las manos sobre su redonda barriga.

-Siempre estoy aquí -dijo en tono apacible, hablando en voz alta.

Hizo una mueca de dolor, como si una cuchillada hubiese alcanzado su mente. Antes de hablar otra vez, levantó en su mente barricadas, contento en cierto modo porque Galadan acababa de brindarle una excusa.

-¿Por qué has hecho eso? -preguntó con tono lastimero.

Sintió que la rápida sonda rebotaba en sus defensas. Galadan podría matarlo con perturbadora facilidad, pero el señor de los Lobos no podría ver en su mente a menos que el propio Flidais decidiera permitírselo, y eso, por el momento, era lo único que importaba.

No te pases de listo, criatura del bosque. No conmigo. ¿Por qué me hablas en voz alta, y quién está en el Anor? Responde. Tengo poco tiempo y poca paciencia. La voz mental era fría y arrogantemente segura, pero Flidais tenía su propia sabiduría y sus propios recuerdos. Sabía que el señor de los Lobos estaba sufriendo la tensión de estar cerca de la torre, cosa que lo hacía no menos sino más peligroso si la situación se ponía fea.

Hacía media hora no hubiera hecho lo que ahora estaba haciendo, jamás se le hubiera ocurrido hacerlo, por eso Flidais, todavía con mucha precaución, dijo:

-¿Cómo te atreves a sondearme, Galadan? No me importa en absoluto tu guerra, pero soy muy celoso de mis secretos y no estoy dispuesto a abrirte mi mente cuando sales a mi encuentro -en Pendaran, si me permites recordártelo- con esa facha y con semejante tono. ¿Es que quieres matarme por mis enigmas, señor de los Lobos? ¡Ahora mismo acabas de hacerme daño!

Pensó que había dado con el tono adecuado, equilibrado entre el agravio y el orgullo, pero resultaba muy duro hablar, durisimo, teniendo en cuenta la persona a quien tenía que enfrentarse.

Luego soltó un silencioso suspiro de alivio, pues, cuando el señor de los Lobos volvió a hablarle, lo hizo en voz alta y con la graciosa cortesía que había formado siempre parte de su naturaleza.

-Perdóname -murmuró y se inclinó él también con innata elegancia-. He pasado dos días corriendo para poder llegar hasta aquí y no soy yo mismo.

Su rostro lleno de cicatrices se relajó con una sonrisa.

-Quienquiera que sea…, sentí que había alguien en el Anor, y… quería saber de quién se trataba.

Titubeó al pronunciar las últimas palabras, y Flidais entendió muy bien por qué. En la fría, racional y aséptica alma de Galadan, la ciega pasión que todavía lo asaltaba por todo aquello relacionado con Lisen era brutalmente anómala. Y cada vez que se acercara a aquel lugar, el recuerdo de que ella lo había rechazado y preferido a Amairgen era una herida que permanecería siempre abierta. Desde el puerto de paz al que acababa de amarrar su alma, Flidais lo miraba con aire compasiyo. Pero procuraba esconder bien tal sentimiento, pues no tenía el menor deseo de ser asesinado.

Él también tenía que cumplir un juramento. Por eso, esforzándose por adoptar un tono apacible, dijo:

-Lo siento mucho, debí haber supuesto cómo te sentirías. Debí haberte enviado un mensaje. Yo estaba en el Anor, Galadan. Acabo de abandonarlo.

-¿Tú? ¿Por qué?

Flidais se encogió expresivamente de hombros.

-Simetría. Mi peculiar sentido del tiempo. Dibujos en el Telar. Sabes que zarparon hace unos días desde Taerlindel rumbo a Cader Sedat. Creí que debía haber alguien en el Anor, por si regresaban.

Había dejado de llover, pero todavía goteaban las hojas de los árboles. Estos crecían tan cerca unos de otros que apenas dejaban ver el cielo. Flidais aguardaba a ver sí mordía el cebo, mientras seguía ocultando su mente.

-No tenía ni ideá de nada de todo eso -admitió Galadan frunciendo el entrecejo-. Es una novedad importante. Creo que tendré que irme al norte. Gracias.

En su voz volvía a sonar la vieja cautela. Con cuidado, con mucho cuidado, sin sonreír, Flidais asintió con la cabeza.

-¿Quiénes zarparon? -preguntó el señor de los Lobos.

Flidais adoptó la expresión más seria que pudo.

-No debiste haberme hecho daño -dijo- si es que tenias la intención de hacerme preguntas.

Galadan soltó una carcajada, y el eco resonó a través del Gran Bosque.

-Ah, Flidais, ¿existe otro como tú? -preguntó retóricamente, riéndose todavía entre dientes.

-¡Nadie con un dolor de cabeza como el que ahora tengo! -repuso Flidais sin sonreír.

-Ya te he pedido disculpas -dijo Galadan poniéndose de repente serio, con una voz suave y profunda-. No voy a hacerlo por segunda vez.

Quedó un momento en silencio, y luego repitió:

-¿Quiénes zarparon, criatura del bosque?

Después de una breve pausa, para demostrar independencia con un parpadeo, Flidais dijo:

-El mago y el enano. El príncipe de Brennin. Ese hombre llamado Pwyll el del Arbol.

Una expresión que no pudo interpretar asomó en el aristocrático rostro de Galadan.

-Y el Guerrero -concluyó.

Galadan permaneció un momento callado, sumido en sus pensamientos.

-Muy interesante -dijo por fin-. Me alegro de haber venido, criatura del bosque. Todo eso es muy importante. Me pregunto si mataron a Metran. ¿Qué piensas de la tormenta que acaba de descargar?

Pese a sentir desconcierto, Flidais se las arregló para sonreír.

-Lo mismo que piensas tú -murmuró-. Y si la tormenta ha hecho desembarcar al Guerrero en algún lugar, yo tengo la intención de encontrarlo, de un modo u otro.

Galadan se echó a reír otra vez, aunque con mayor suavidad.

-Claro -dijo-, claro. El nombre. ¿Esperas que sea él mismo quien te lo diga?

Flidais sintió que enrojecía, lo cual era muy convincente; así el señor de los Lobos pensaría que estaba avergonzado.

-Han sucedido cosas extrañas -dijo con resolución-. ¿Das tu permiso para que me marche?

-Aún no. ¿Qué hiciste en el Anor?

Un estremecimiento de intranquilidad sacudió al selvático andain. Había resultado relativamente fácil disimular ante Galadan hasta ese momento, pero no quería seguir tentando a la suerte por más tiempo.

-Lo limpié -dijo con un matiz de impaciencia que no pudo remediar-. Limpié los cristales y el suelo. Corrí los ventanales para que entrara el aire. Y esperé durante dos días a que llegara el barco. Luego, al estallar la tormenta, me di cuenta de que ya había debido atracar, y como no había sido allí…

Los ojos de Galadan eran fríos y grises, y parecían escrutar en su propio espíritu.

-¿No había flores? -susurró, mientras se hacia evidente una amenaza, una susurrante presencia en aquel lugar donde se encontraban.

Disimulando, con la voz alterada y la garganta súbitamente seca, Flidais dijo:

-Sí, mi señor. Se desintegraron por obra del tiempo mientras limpiaba el polvo de la habitación. Puedo llevar otras en tu nombre. ¿Querrías que…?

Se interrumpió. Con una velocidad que no hubiera podido seguir la mirada más sagaz ni hubiera podido prever la mente más taimada, desapareció la figura que se erguía ante él y en su lugar apareció un lobo, un lobo que dio un salto en el mismo instante de su aparición; y con veloz y calculado movimiento, su enorme garra arañó la cabeza del selvático andan.

-Te permito vivir un poco más, criatura del bosque -oyó decir a través de la ola de pavor que lo invadió-. Y bendice por ello mi nombre en lo más recóndito de tu corazón. Tocaste las flores que yo había dejado en aquel lugar para ella -siguió diciendo con tono benevolente, reflexivo y elegante—. ¿Esperabas en verdad que te permitiera seguir viviendo?

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