-¡Oh, Kim, no! -gritó de pronto Loren con voz ahogada y desesperada-. Eso no. ¡Oh, eso no!
La luz ardió hasta hacerse cenizas con el despertar del conocimiento, con el despertar de la amarga, de las más amarga y recurrente certidumbre. Naturalmente que había luz en la vega, naturalmente que la había. Ella estaba allí.
El Baelrarh resplandecía en su mano con la más despiadada de las llamadas.
Matt se había vuelto al oir el grito de Loren. Kim lo vio mirar el anillo que acababa de devolverle y leyó la brutal angustia de su rostro mientras aquel momento de supremo triunfo, el momento de su regreso, se transformaba en algo más terrible que lo que palabra alguna podía expresar.
Deseó con desesperación no estar allí, no entender lo que aquel imperativo fulgor significaba. Pero estaba allí y lo sabía. Y no se había postrado ante el Dragón porque, de alguna forma, una parte de si misma debía de ser consciente de lo que estaba por venir.
De lo que ya había venido. Volvía a llevar en su dedo la Piedra de Guerra, la llamada a la guerra. Y se había encendido para llamar. Para sacar al Dragón de Cristal de su cuenca entre las montañas. Kim no se hacia ilusiones, ninguna en absoluto; y si se las hubiera hecho, la visión de la contraída cara de Matt habría acabado con ellas.
El Dragón no podía abandonar el lago, no sin dejar de ser lo que siempre había sido: guardián ancestral, clave del alma, símbolo de la más profunda esencia de lo que los enanos eran. Lo que estaba a punto de hacer destrozaría al pueblo de las montañas gemelas, tal como había sucedido con los paraikos en Kharh Meigol, y más aún.
Ese poder cristalino de Calor Diman, que había soportado la lluvia mortal de Maugrim, no sería capaz de resistirse al fuego que ella llevaba. Nada podía hacerlo.
Matt se alejó. Loren soltó su mano.
-¡No tengo posibilidad de elección! -gritó ella.
Lo gritó en su corazón, no en voz alta. Sabía por qué la piedra ardía. Había un tremendo poder en la criatura del lago, y su fulgor la hacía parte integrante del ejército de la Luz. Estaba en guerra contra la Oscuridad, contra las innumerables legiones de Rakoth.
Ella había llevado hasta allí el fuego por una razón, que no era ni más ni menos que esa.
Avanzó hacia las ahora tranquilas aguas de Calor Diman. Levantó la vista y vio que los claros ojos del Dragón estaban fijos en ella, resignados y valerosos, pero con una tristeza infinita. Enraizado en el poder más profundamente que ninguna otra cosa en Fionavar, sabía que la de Kim era una fuerza que lo encadenaría y lo haría cambiar para siempre.
En su mano el Baelrarh latía tan salvajemente que la vega entera y todos los riscos de las montañas estaban iluminados por su resplandor. Kim levantó la mano. Pensó en Macha y Nemain, las diosas de la guerra. Pensó en Ruana y en los paraikos, se acordó del kanior, el último kanior. El que había sonado por ella. Pensó en Arturo y en Matt Sóren, que estaba no muy lejos de ella, sin mirarla para que su rostro no le suplicara nada.
Pensó en el mal que aquellos hombres buenos habían causado en el nombre de la Luz, se acordó de Jennifer en Starkadh. La guerra se cernía sobre ellos, los cercaba, amenazando a los que vivían y a los que quizás vendrían después con el terrible dominio de la Oscuridad.
-No -dijo Kimberly Ford con calma, con absoluta seguridad-. He llegado muy lejos y he hecho lo mismo muchas veces. No seguiré avanzando por la misma senda. Hay un punto más allá del cual la búsqueda de la Luz se convierte en un servicio a la Oscuridad.
… -empezó a decir Matt con una expresión extrañamente excitada.
-¡Calla! -dijo ella en tono contundente porque sabía que su entereza se quebraría si lo oía hablar.
Lo conocía muy bien y sabía lo que iba a decirle.
-¡Ven a mi lado, Loren! ¡Miach, tú también! Os necesito.
Su mente trabajaba más rápidamente que nunca.
Avanzaron hacia ella, atraídos tanto por el poder de su voz -su voz de vidente- como por el resplandor de su mano. Conocía muy bien lo que estaba haciendo y lo que podría significar; conocía las implicaciones de aquello tan profundamente como jamás había conocido ninguna otra cosa. Cargaría con ellas. Y si por eso maldecían su nombre desde ahora hasta el fin de los tiempos, que lo maldijeran. No destruiría lo que había visto aquella noche. En los cristalinos ojos del Dragón apareció una expresión de entendimiento. Muy despacio extendió las alas multicolores, llenas de luz, como en un gesto de bendición. Kim no se hacía ilusiones, ninguna en absoluto.
Los dos enanos y el hombre estaban a su lado. La llamarada del anillo todavía la empujaba a llamar. Se lo estaba exigiendo. Había guerra. ¡Era una cuestión de urgente necesidad! Miró por última vez los ojos del Dragón.
-No -dijo con toda la convicción de su alma, de sus dos almas.
Y después utilizó el incandescente y abrumador resplandor del anillo, no para encadenar al Dragón de los enanos sino para marcharse al otro lado de las montañas, ella y los otros tres, lejos de aquel recóndito lugar de luz y encantamiento, aunque no tan lejos como el lugar de donde había partido para llegar hasta allí.
El Baelrarh era un poder desenfrenado y ardía con el fuego de la guerra. Entró dentro de él, vio adónde tenía que ir, reunió y encauzó su fuerza y los sacó de aquel lugar.
Llegaron a lo que a todos les pareció una corona de luz carmesí. Estaban en el claro de un bosque. Un claro en el bosque de Gwynir, no lejos de Danilorh.
-¡Hay alguien aquí! -gritó una voz en estridente alarma.
Otras voces le hicieron eco: voces de enanos del ejército comandado por Blód. ¡Habían llegado a tiempo!
Kim cayó de rodillas por el impacto del aterrizaje y echó una rápida mirada a su alrededor. Vio a Dave Marryniuk a no más de tres metros con el hacha en la mano. Con una incredulidad que bordeaba la estupefacción reconoció detrás de él a Faebur y a Brock, con las espadas desenvainadas. No había tiempo para pensar.
-¡Miach! -gritó-. ¡Deténlos!
Y el anciano presidente de la Asamblea de Enanos no le falló. Avanzando con más rapidez de la que jamás hubiera supuesto en él, se interpuso entre Dave y los tres enanos que lo acosaban, gritando:
-¡Detened arcos y espadas, pueblo de las montañas! Os lo ordena Miach de la Asamblea de Enanos, en nombre del rey de los enanos.
En aquellos momentos, su voz sonó atronadora, como un estridente campanillazo de imperiosa orden. Los enanos se quedaron helados. Lentamente, Dave bajó el hacha y Faebur el arco.
En el quebradizo silencio que reinaba en el claro del bosque, Miach dijo con voz muy clara:
-Oidme. Esta noche se ha celebrado un juicio en las orillas de Calor Diman. Matt Soren volvió ayer a nuestras montañas, y la Asamblea decidió, tras el duelo de palabras que tuvo lugar en el Salón de Seithr entre él y Kaen, que la disputa debía ser dirimida por el lago. Y así ha sucedido esta noche. Debo deciros que Kaen ha muerto, destruido por el fuego del lago. El espíritu de Calor Diman apareció esta noche; lo vi con mis propios ojos y lo oí proclamar a Matt Soten de nuevo como nuestro rey, y aun más: lo proclamó como el más auténtico de los reyes que jamás reinaran bajo las montañas.
-¡Estás mintiendo! -lo interrumpió una poderosa voz-. Nada de lo que dices es cierto.
¡Rinn, Nemed, ¡prendedlo!
Blod señalaba a Miach con dedo tembloroso.
Nadie se movió.
-Soy el presidente de la Asamblea -dijo Miach con calma-. No puedo mentir. Sabes muy bien que es cierto.
-Sé que eres un viejo insensato -gruñó Blod por toda respuesta-. ¿Por qué tendríamos que dejarnos engañar por ese cuento de niños? ¡Puedes mentir tanto como nosotros, Miach! Mejor que ninguno de…
-Blód -dijo el rey de los enanos-, déjalo ya. Todo ha terminado.
Matt se adelantó desde la oscuridad de los árboles. No dijo nada más, y aunque no había hablado con voz demasiado alta, el tono empleado había sido contundente y no dejaba lugar a dudas.
El rostro de Blód se torció en una mueca espasmódica, pero no dijo nada. Tras él un creciente murmullo se iba extendiendo por el ejército hasta los limites del claro y aún más allá, donde los enanos habían estado durmiendo entre los árboles. Pero ya no dormían.
-¡Oh, mi rey! -gritó una voz.
Brock de Banir Tal avanzaba a trompicones mientras soltaba el hacha, hasta caer de rodillas ante Matt.
Espléndida es la hora de nuestro encuentro -dijo Matt con la fórmula ritual, poniendo la mano sobre el hombro de Brock-. Pero ahora vuelve a donde estabas: todavía queda algo por hacer.
Algo en su voz evocó en Kim la repentina imagen de la cerradura de acero en la puerta de la vega de Calor Diman.
Brock se reriró. Poco a poco fueron desvaneciéndose los murmullos y las exclamaciones de los soldados, y se hizo un absoluto silencio. Sólo de vez en cuando se oía una tos o el crujir de alguna ramita al ser aplastada.
En medio de aquella quietud, Matt Soten se encaró con el enano que había servido en Starkadh, que había hecho lo que le había hecho a Jennifer, que había estado al mando de los enanos hasta ese momento en el ejército de la Oscuridad. Los ojos de Blód miraban con inquietud a todos lados, pero no trató de huir ni de suplicar. Kim había pensado que debía de ser un cobarde, pero se había equivocado. Al parecer, ningún enano carecía de valor, ni siquiera los que se habían entregado a la maldad.
-Blod de Banir Tal -dijo Matt-, tu hermano ha muerto esta noche, y a ti te espera también tu dragón para juzgarte, a horcajadas sobre el muro de la Noche. En presencia de todo el pueblo te garantizaré lo que en modo alguno mereces: el derecho a combatir y a exiliarte si sobrevives. En expiación de mis errores, que son muchos, combatiré contigo en este bosque hasta que uno de los dos muera.
-¡Matt, no! -exclamó Loren.
Matt alzó una mano. Ni siquiera se volvió.
-Pero primero -dijo- pediré permiso a los aquí reunidos para combatir contigo. Hay muchos aquí que han jurado matarte.
Entonces se volvió a mirarles a todos, aunque antes que a nadie miró a Faebur.
-He visto aquí a uno cuyos tatuajes en el rostro lo identifican como un nativo de Eridu.
¿Me permites que mate en tu nombre y en el de tu pueblo, extranjero de Eridu?
Kim vio que el joven daba un paso al frente.
-Me llamo Faebur y soy de lo que en otro tiempo fue Larak -dijo-. Rey de los enanos, tienes mi permiso para matar en mi nombre y en el de todos los muertos por la lluvia mortal que cayó sobre Eridu. Y en nombre de una muchacha llamada Arrian, a la que amé y que se ha ido para siempre. Que el Tejedor guíe tu mano.
Se retiró con una dignidad que desmentía sus años.
De nuevo, Matt se volvió:
-Dave Martyniuk, también tú juraste matarlo por el daño que causó a una mujer de tu mundo y por la muerte de un hombre. ¿Dejarás en mis manos el cumplimiento de ese juramento?
-Sí, lo dejo en tus manos -contestó Dave con aire solemne.
-¿Mabon de Rhoden? -preguntó Matt.
Mabon de Rhoden contestó gravemente:
-En nombre del soberano rey de Brennin, te ruego que obres por el ejército de Brennin y de Carhal.
-¿Levon dan Ivor?
-Esta hora conoce su nombre -dijo Levon-. Mátalo por los dalteis, Matt Sóren, por los vivos y por los muertos.
-¿Miach?
-Mátalo por los enanos, rey de los enanos.
Sólo entonces Matt se sacó el hacha del costado y se volvió con el rostro severo como un peñasco de la montaña hacia Blód, que lo esperaba con aire desdeñoso.
-¿Tengo tu palabra -preguntó Blod con voz aguda y nerviosa, muy diferente de la de su hermano- de que podré marcharme sano y salvo si te mato?
-La tienes -dijo Matt con voz muy clara- y así lo declaro en presencia del presidente de la Asamblea de Enanos y…
Blód no había esperado más. Mientras Matt estaba todavía hablando, el otro enano se había medio ocultado en las sombras y alevosamente había arrojado un cuchillo directo al corazón de Matt.
Matt no se molestó ni siquiera en esquivarlo. Con movimientos pausados, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, detuvo el golpe del cuchillo con la cabeza del hacha y el cuchillo fue a caer inofensivo sobre la yerba. Blod soltó un juramento y se apresuró a recogerlo.
Nunca llegó a tocarlo siquiera.
El hacha de Matt Sóren, arrojada con toda la fuerza de su brazo y toda la pasión de su corazón, voló a través del iluminado claro como un instrumento de los vigilantes dioses, como un poder de la postrera justicia que jamás debe ser negada, y se clavó entre los ojos de Blód, hundiéndose hasta el cerebro y matándolo al instante.
No se oyeron gritos ni aplausos. Un colectivo suspiro pareció levantarse y luego caer, en el claro y aun mas allá, donde los enanos permanecían muy quietos observando la escena entre los árboles. En aquel momento, Kim tuvo la visión de un espíritu malevolente, con alas de murciélago, que se alejaba volando. Matt había dicho que un dragón estaba esperándolo. Que así sea, pensó. Miró el cuerpo del enano que había torturado a Jennifer y le pareció que aquella venganza había de significar, de algún modo, mucho mas.
Debía de ser algo más que una respuesta, algo más allá de aquel cuerpo que yacía ensangrentado, iluminado por las antorchas, en el bosque de Gwynír.
«Oh, Jen», pensó. «Ya está muerto. Ya podré decirte que está muerto». No significaba tanto como había pensado que significaría. Era sólo un escalón, una etapa de aquella terrible jornada. Todavía tenían que ir muy lejos.
No tuvo tiempo de pensar mucho más, lo cual era una bendición y en modo alguno pequeña. Brock y Faebur acudieron enseguida a su lado y la abrazaron con enorme alegría. En medio de la creciente algarabia, hubo tiempo pata rápidas preguntas y respuestas en torno a Dalreidan, y para alegrarse con la sorpresa de su identidad.
Luego, por fin, se encontró frente a Dave, que se había mantenido en un segundo plano mientras los otros se le acercaban. Apartándose el cabello de la cara, lo miró.
-Bueno… -empezó a decir.
Se sintió rodeada por un abrazo que la levantó del suelo y que amenazaba con no dejarla respirar.
-¡Jamás -dijo él apretujándola y acercando la boca a su oreja- había sido tan feliz al ver a alguien!
Luego la soltó. Ella cayó al suelo jadeando para recuperar el aliento. Oyó que Mabon de Rhoden se reía a carcajadas, y supuso que ella debía de estar sonriendo como una idiota.